Jesús acababa de abandonar el monte de la tentación, y atravesaba las riberas del Jordán, donde Juan estaba bautizando. Una tarde, el Precursor le vio, y con voz en que había un temblor de admiración profunda, dijo:
—He aquí el Cordero de Dios.
Al oírle, dos de los discípulos que con más entusiasmo habían seguido al Bautista, se separaron de él para ir en pos de Jesús.
—¿Qué queréis?—les dijo el Maestro.
Y ellos preguntaron con timidez:
—¿Dónde moras, Rabbi?
Y el Rabbí, volviéndose hacia ellos, contestó:
—Venid y ved.
Y fueron, y pasaron con Él el resto de aquel día. Tal fue el primer encuentro de Juan con Jesús. Porque uno de aquellos dos discípulos, el que nos ha dejado este relato lleno de vida y dramatismo, era el mismo Juan, aunque él no lo diga, por la costumbre que tiene de callar su nombre. Juan tenía entonces alrededor de veinte años. Como Andrés, el otro discípulo que había ido detrás de Jesús aquella tarde memorable, era un pescador de la playa de Cafarnaúm, y tenía un hermano, llamado Santiago. Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, pescaban juntamente con Simón y Andrés, hijos de Jonás. Asociados en el negocio, vivían unídos también por una estrecha amistad y por el mismo fervor en la práctica de la ley. Con emoción habían visto aparecer al Precursor en aquellas riberas donde ellos remendaban sus redes. Le escucharon respetuosamente, recibieron su bautismo con anhelo de purificación, y su escuela les preparó para recibir las enseñanzas de Jesús. La vocación definitiva sucedió algunas semanas después. Caminaba Jesús junto a las aguas del Jordán, cuando vio en una barca al Zebedeo con sus hijos y sus criados. Llamados por el Maestro, los dos jóvenes se separaron de su padre, dejaron las redes y se agregaron al grupo que seguía al profeta de Nazareth.
Desde entonces, Juan camina al lado de Jesús. Es uno de sus partidarios más ardientes, figura en el número de los Doce, goza de las confidencias y de la familiaridad del Maestro, y, elegido entre los elegidos, constituye, juntamente con Pedro y su hermano Santiago, una especie de triunvirato dentro del colegio apostólico. Sólo ellos acompañan a Jesús en la resurrección de la hija de Jairo; sólo ellos permanecen a su lado en la noche terrible de Gethsemaní, y a sólo ellos se les permite presenciar el prodigio de la transfiguración. Pero si Pedro obra ya desde entonces como cabeza de sus hermanos, Juan recoge las más dulces ternuras de la amistad del Hombre-Dios. Es el discípulo preferido, «aquel a quien amaba Jesús», como él dice humildemente, sin atreverse a revelarnos el fuego ardiente que devoraba también su pecho. Se ha dicho que San Pedro era un amigo de Cristo y San Juan un amigo de Jesús, y esta distinción, al parecer verbal, subraya delicadamente el carácter de las relaciones que cada uno de ellos tiene con Nuestro Señor. Explicando aquella predilección del corazón divino, decía San Jerónimo: «Juan, que era virgen al creer en Cristo, permaneció siempre virgen. Por eso fue el discípulo amado y reclinó su cabeza sobre él corazón de Jesús. En breves palabras, para mostrar cuál es el privilegio de Juan, o, mejor, el privilegio ríe la virginidad en él, basta decir que el Señor virgen puso a su Madre virgen en manos del discípulo virgen.»
Pero el verdadero símbolo de Juan no es la paloma, sino el águila. Amó, sin duda, sintió las más exquisitas delicadezas del corazón; pero a la ternura se juntaba en él una extrema fogosidad. Era un alma de fuego, lo mismo que su hermano Santiago. A los dos vástagos del Zebedeo, Cristo les dio el bello nombre de Boanerges, que quiere decir hijos del trueno, para indicar su corazón rápido y ardiente como el rayo. También su impetuosidad y, a veces, sus violencias. Pasando el Rabbí por Samaria, pidió alojamiento en un poblado; «pero ellos no quisieron recibirle, porque se dirigía a Jerusalén. Viendo lo cual, dijeron Santiago y Juan, sus discípulos: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fuego del Cielo y los abrase? Pero Él, volviéndose a ellos, les reprendió». La misma intolerancia, otro día en que vieron a un hombre que, sin formar parte de los discípulos de Jesús, arrojaba los demonios en su nombre.
—No se puede tolerar que esas gentes abusen de tu autoridad—dijo Juan a Jesús—, y por eso se lo hemos prohibido.
—Dejadlos—respondió el Señor—; nadie, después de hacer un milagro en mi nombre, hablará mal de Mí.
Estas escenas históricas, completadas por el hálito que se derrama en sus escritos, dejan en nosotros la impresión de una naturaleza muy dulce y muy fuerte a la vez. Nos encontramos frente a un alma privilegiada, con tendencias a la contemplación recogida, silenciosa, emparentada con la de Teresa y Francisco de Sales. Era uno de esos temperamentos que viven más hacia dentro que hacia fuera. Pedro obra y habla, aparece en el primer plano; Juan se queda atrás observando, contemplando, embriagándose de amor y de luz, contentó de que le dejen en esta penumbra conforme con sus aspiraciones místicas. Cuando escriba, se verá en él al hombre que ha meditado mucho y ha saboreado largamente en el reposo las palabras y los hechos de Jesús. El Dominichino comprendió perfectamente aquellos ojos, aquel corazón y aquel espíritu, clavados en las profundidades del Cielo, en la intensidad del pensamiento y del amor. Se ha visto en Pedro y Juan un paralelo de Marta y María; y aunque todas las comparaciones son peligrosas, hay en ésta un fondo de verdad. El Dante, con juicio certero, después de ver en Pedro y Santiago los símbolos de la fe y de la esperanza, habla de San Juan como el más perfecto representante de la santa caridad.
Pero esta serenidad, esta dulzura, este carácter recogido y amoroso, son algo distinto de la inercia y la pasividad. Los pintores nos han acostumbrado a ver en él un no sé qué de femenino y sentimental que está en pugna con la energía varonil, con el celo fulgurante que se descubre en algunos pasajes evangélicos. Era, sin duda, una herencia de su madre. Salomé, la abnegada servidora del Señor, la que le siguió hasta la cruz, la que, arrebatada de su amor maternal, no comprendiendo aún la renovación amorosa que constituye el reino de Cristo, se atrevió a pedir para sus hijos los puestos de honor junto a su trono.
—¿Qué quieres?—le preguntó el Señor al ver que se acercaba a Él con ingenua timidez.
—-Señor—dijo ella—, prométeme que cuando estés en tu gloria, estos dos hijos míos se sienten el uno a tu diestra y a tu siniestra el otro.
Jesús reprimió aquella ambición de los hijos del Zebedeo, recordándoles que su gloria se ganaba a costa de sufrimiento.
—¿Podéis beber—les dijo—el cáliz que Yo voy a beber?
—Podemos—respondieron ellos sin titubear.
La amistad de Jesús con el más joven de sus discípulos se hace más íntima y más conmovedora en los últimos días de su vida. Diríase que quería aprovechar los momentos que le quedaban para dejar caer las caricias de su mirada y de su voz sobre aquel corazón amado. De la última Cena sabemos aquel rasgo admirable que ha despertado la inspiración de los pintores más famosos: «Ahora bien: uno de los discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado sobre su pecho.» Este es el momento en que Pedro le hizo seña para que preguntase al Maestro quién había de ser el traidor. Sigue luego la cobardía momentánea. Juan huye, como todos sus compañeros, cuando prenden a Jesús; pero se repone pronto, y con heroico valor entra en el palacio del Pontífice, donde acababan de introducir a la víctima. El Pontífice le conocía de los días en que le llevaba los sabrosos peces del lago de Genesareth, y en el palacio había otras personas que guardaban de él grato recuerdo. Ansioso y desconcertado, seguía el pobre discípulo todos los detalles del terrible drama que medio siglo más tarde describirá con acento lloroso y tembloroso. Sigue a su Maestro de un tribunal a otro, le acompaña en la calle de la Amargura y cuando muere, se coloca junto a María al pie de la cruz. Va a recibir el testamento de Jesús. Pero, ¿qué puede dar aquel crucificado pobre y desnudo? De todo le han despojado; pero allí, cerca de Él, está su Madre, y junto a su Madre, el discípulo preferido. Aunque no te queda nada, parecen decir, nosotros somos tuyos. Y Cristo, entonces, pone al uno en las manos del otro.
—Mujer, he aquí a tu hijo—dijo, dirigiéndose a María.
Y hablando con Juan, añadió:
— He aquí a tu madre.
Y desde este momento, el discípulo la recibió en su casa. No hay nada tan emocionante como estas palabras supremas dirigidas a una madre desolada y a un discípulo querido.
Después de la Resurrección, Juan sigue siendo una de las columnas de la Iglesia, como le llama San Pablo; pero, transportado a las alturas inaccesibles del amor, su figura se oculta mientras Pedro y Pablo llenan el mundo con su presencia. Mientras vive María, permanece a su lado en Jerusalén. Juan guardaba aquella herencia con amor; y en torno de ella parece haberse concentrado su principal solicitud. Aparece junto a Pedro, como su sombra en el milagro de la Puerta Speciosa; se presenta con los demás delante del Sanedrín, predica en Samaría y asiste al Concilio de Jerusalén. Al lado de María, la impetuosidad del «hijo del trueno» se transformó en suavidad, en gracia, en moderación. Vive en un reino de amor, de contemplación recogida y fecunda, y cuando la Virgen se duerme por última vez bajo la solicitud cariñosa de su mirada, para despertarse en el Cielo, la predicación de Juan continúa en una oscuridad que no esperábamos de su naturaleza todavía joven y siempre viva y enamorada de Jesús. Ya declinaba el primer siglo cristiano, cuando vuelve a aparecer con una majestad incomparable, dominando el fin de la era apostólica con el poder de su palabra y el prestigio de su autoridad.
El centro de este Imperio era Éfeso, la capital del Asia preconsular, en donde el Apóstol se había refugiado después de la ruina de Jerusalén. Allí había resonado, unos lustros antes, la palabra de San Pablo, pero su gloria quedaba ahora como oscurecida por la presencia del discípulo amado. Cuando habían desaparecido todos los testigos de la palabra, quedaba allí Juan, que había visto al divino Maestro con sus ojos y le había tocado con sus manos y había descansado sobre su pecho, sacando de él tales llamas de amor, tan divinas claridades, que todos en Asia le llamaban el Teólogo, porque nadie podía comparársele hablando de Dios. El emperador Domiciano oye hablar de la historia prodigiosa de aquel viejo venerable. Se le lleva a Roma, se le condena como enemigo de los dioses del Imperio, sale ileso de la caldera de aceite hirviendo, y marcha desterrado a las rocas desnudas y abrasadas de la isla de Palmos, donde se le presentan aquellas visiones que él debió recoger entre alaridos trémulos y que nosotros leemos con terror: lluvias de fuego y de sangre, copas de oro de las que se escapa el vino de la indignación, caballos con crines de serpientes y corazas de fuego, que en sus resoplidos lanzan llamas de azufre; dragones rojos, de siete cabezas y diez cuernos, cuya cola arrastraba en pos de sí las estrellas del ciclo.
Si el Apocalipsis, el libro de los últimos días nos refleja uno de los rasgos del carácter de San Juan, otro, al parecer opuesto, le vemos en su Evangelio y en las tres Epístolas. Son obras escritas en su retiro de Éfeso, adonde había vuelto después de la muerte de Domiciano, y donde toda el Asia seguía buscándole como fuente de luz, de verdad y de vida cristiana. A través de todas esas páginas, juntamente con el retrato de Cristo, se descubre el espíritu, el corazón, el genio del discípulo amado, exhalando un perfume maravilloso de ternura y de verdad. «No ensalcéis los pensamientos de Platón y de Pitágoras—exclamaba San Juan Crisóstomo—. Ellos buscan: Juan ve. Desde el principio se apodera de nuestro ser, le levanta sobre la tierra, el Cielo y el mar. Se transporta más arriba de los ángeles y de toda criatura, y allí se le presenta la más prodigiosa perspectiva. El horizonte se ensancha, se borra todo límite; lo infinito aparece, y Juan, el amigo de Dios, sólo en Dios se detiene.»
El mismo San Juan declara expresamente el objeto que se propuso al escribir el cuarto Evangelio: «Estas cosas—dice—han sido escritas para que creáis que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios.» Este dogma fundamental de nuestra fe había encontrado ya numerosos adversarios, al frente de los cuales estaba Cerinto, judío alejandrino, que parecía haber abrazado la fe para interpretarla según sus caprichos. Contra estos falsos profetas, como él los llama, había escrito ya San Juan sus epístolas. No quiere discutir con ellos, y en esto su método difiere del de San Pablo; prefiere abrumarlos con el peso de su autoridad, y frente a sus teorías presentar una exposición breve y categórica de la fe, arrojando nueva luz sobre la figura de Cristo, a fin de que sus lectores participen de la verdadera vida, vida de Cristo.
El cuarto Evangelio, el más maravilloso de todos los libros religiosos, es, ante todo, una revelación de Cristo. Juan no ha querido escribir una historia. Se sirve de la historia para iluminar la figura de Cristo. Cristo, Hijo de Dios, es el centro de su relato, mejor dicho, de su tesis. En los recuerdos de su ancianidad, el evangelista recoge únicamente aquellos que le sirven para el plan que se ha trazado. No quiere precisamente completar a los otros evangelistas; quiere que los que le lean saquen la convicción de que su protagonista es Hijo de Dios, y su programa se desarrolla con un orden, con una seguridad sorprendentes. Aun desde el punto de vista meramente humano, este Evangelio tiene un dramatismo insuperable. En torno a la figura de Cristo, se siente crecer en cada página el doble sentimiento del odio y del amor, de la fe y de la incredulidad. Todo está seleccionado y dispuesto en orden a un fin. Se trata, pues, de un evangelio metafísico, doctrinal, teológico, en que todo es profundo y sublime. Es el evangelio de la idea, y al mismo tiempo el evangelio del corazón. «Casi todo en él—dice San Agustín—habla de la caridad.» Se ve al discípulo amado, al amigo íntimo de Jesús y de María, al descubridor de la insondable teología del Verbo, al que formuló aquellas cuatro verdades que no se cansaba de admirar San Agustín: Dios es vida, Dios es luz. Dios es Padre, Dios es amor. Esta doctrina sublime está expuesta con un estilo de una soberana sencillez. Es un río que puede vadear un cordero y en el cual nada holgadamente un elefante. Se ve al hebreo que escribe en una lengua extraña, en griego, pero que encuentra la palabra expresiva de la plenitud de su pensamiento, creando un estilo único y original, el estilo de un gran genio y de un profundo contemplativo, suave y enérgico a la vez, y tan íntimo, que su eco se oye en las profundidades del alma.
—He aquí el Cordero de Dios.
Al oírle, dos de los discípulos que con más entusiasmo habían seguido al Bautista, se separaron de él para ir en pos de Jesús.
—¿Qué queréis?—les dijo el Maestro.
Y ellos preguntaron con timidez:
—¿Dónde moras, Rabbi?
Y el Rabbí, volviéndose hacia ellos, contestó:
—Venid y ved.
Y fueron, y pasaron con Él el resto de aquel día. Tal fue el primer encuentro de Juan con Jesús. Porque uno de aquellos dos discípulos, el que nos ha dejado este relato lleno de vida y dramatismo, era el mismo Juan, aunque él no lo diga, por la costumbre que tiene de callar su nombre. Juan tenía entonces alrededor de veinte años. Como Andrés, el otro discípulo que había ido detrás de Jesús aquella tarde memorable, era un pescador de la playa de Cafarnaúm, y tenía un hermano, llamado Santiago. Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, pescaban juntamente con Simón y Andrés, hijos de Jonás. Asociados en el negocio, vivían unídos también por una estrecha amistad y por el mismo fervor en la práctica de la ley. Con emoción habían visto aparecer al Precursor en aquellas riberas donde ellos remendaban sus redes. Le escucharon respetuosamente, recibieron su bautismo con anhelo de purificación, y su escuela les preparó para recibir las enseñanzas de Jesús. La vocación definitiva sucedió algunas semanas después. Caminaba Jesús junto a las aguas del Jordán, cuando vio en una barca al Zebedeo con sus hijos y sus criados. Llamados por el Maestro, los dos jóvenes se separaron de su padre, dejaron las redes y se agregaron al grupo que seguía al profeta de Nazareth.
Desde entonces, Juan camina al lado de Jesús. Es uno de sus partidarios más ardientes, figura en el número de los Doce, goza de las confidencias y de la familiaridad del Maestro, y, elegido entre los elegidos, constituye, juntamente con Pedro y su hermano Santiago, una especie de triunvirato dentro del colegio apostólico. Sólo ellos acompañan a Jesús en la resurrección de la hija de Jairo; sólo ellos permanecen a su lado en la noche terrible de Gethsemaní, y a sólo ellos se les permite presenciar el prodigio de la transfiguración. Pero si Pedro obra ya desde entonces como cabeza de sus hermanos, Juan recoge las más dulces ternuras de la amistad del Hombre-Dios. Es el discípulo preferido, «aquel a quien amaba Jesús», como él dice humildemente, sin atreverse a revelarnos el fuego ardiente que devoraba también su pecho. Se ha dicho que San Pedro era un amigo de Cristo y San Juan un amigo de Jesús, y esta distinción, al parecer verbal, subraya delicadamente el carácter de las relaciones que cada uno de ellos tiene con Nuestro Señor. Explicando aquella predilección del corazón divino, decía San Jerónimo: «Juan, que era virgen al creer en Cristo, permaneció siempre virgen. Por eso fue el discípulo amado y reclinó su cabeza sobre él corazón de Jesús. En breves palabras, para mostrar cuál es el privilegio de Juan, o, mejor, el privilegio ríe la virginidad en él, basta decir que el Señor virgen puso a su Madre virgen en manos del discípulo virgen.»
Pero el verdadero símbolo de Juan no es la paloma, sino el águila. Amó, sin duda, sintió las más exquisitas delicadezas del corazón; pero a la ternura se juntaba en él una extrema fogosidad. Era un alma de fuego, lo mismo que su hermano Santiago. A los dos vástagos del Zebedeo, Cristo les dio el bello nombre de Boanerges, que quiere decir hijos del trueno, para indicar su corazón rápido y ardiente como el rayo. También su impetuosidad y, a veces, sus violencias. Pasando el Rabbí por Samaria, pidió alojamiento en un poblado; «pero ellos no quisieron recibirle, porque se dirigía a Jerusalén. Viendo lo cual, dijeron Santiago y Juan, sus discípulos: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fuego del Cielo y los abrase? Pero Él, volviéndose a ellos, les reprendió». La misma intolerancia, otro día en que vieron a un hombre que, sin formar parte de los discípulos de Jesús, arrojaba los demonios en su nombre.
—No se puede tolerar que esas gentes abusen de tu autoridad—dijo Juan a Jesús—, y por eso se lo hemos prohibido.
—Dejadlos—respondió el Señor—; nadie, después de hacer un milagro en mi nombre, hablará mal de Mí.
Estas escenas históricas, completadas por el hálito que se derrama en sus escritos, dejan en nosotros la impresión de una naturaleza muy dulce y muy fuerte a la vez. Nos encontramos frente a un alma privilegiada, con tendencias a la contemplación recogida, silenciosa, emparentada con la de Teresa y Francisco de Sales. Era uno de esos temperamentos que viven más hacia dentro que hacia fuera. Pedro obra y habla, aparece en el primer plano; Juan se queda atrás observando, contemplando, embriagándose de amor y de luz, contentó de que le dejen en esta penumbra conforme con sus aspiraciones místicas. Cuando escriba, se verá en él al hombre que ha meditado mucho y ha saboreado largamente en el reposo las palabras y los hechos de Jesús. El Dominichino comprendió perfectamente aquellos ojos, aquel corazón y aquel espíritu, clavados en las profundidades del Cielo, en la intensidad del pensamiento y del amor. Se ha visto en Pedro y Juan un paralelo de Marta y María; y aunque todas las comparaciones son peligrosas, hay en ésta un fondo de verdad. El Dante, con juicio certero, después de ver en Pedro y Santiago los símbolos de la fe y de la esperanza, habla de San Juan como el más perfecto representante de la santa caridad.
Pero esta serenidad, esta dulzura, este carácter recogido y amoroso, son algo distinto de la inercia y la pasividad. Los pintores nos han acostumbrado a ver en él un no sé qué de femenino y sentimental que está en pugna con la energía varonil, con el celo fulgurante que se descubre en algunos pasajes evangélicos. Era, sin duda, una herencia de su madre. Salomé, la abnegada servidora del Señor, la que le siguió hasta la cruz, la que, arrebatada de su amor maternal, no comprendiendo aún la renovación amorosa que constituye el reino de Cristo, se atrevió a pedir para sus hijos los puestos de honor junto a su trono.
—¿Qué quieres?—le preguntó el Señor al ver que se acercaba a Él con ingenua timidez.
—-Señor—dijo ella—, prométeme que cuando estés en tu gloria, estos dos hijos míos se sienten el uno a tu diestra y a tu siniestra el otro.
Jesús reprimió aquella ambición de los hijos del Zebedeo, recordándoles que su gloria se ganaba a costa de sufrimiento.
—¿Podéis beber—les dijo—el cáliz que Yo voy a beber?
—Podemos—respondieron ellos sin titubear.
La amistad de Jesús con el más joven de sus discípulos se hace más íntima y más conmovedora en los últimos días de su vida. Diríase que quería aprovechar los momentos que le quedaban para dejar caer las caricias de su mirada y de su voz sobre aquel corazón amado. De la última Cena sabemos aquel rasgo admirable que ha despertado la inspiración de los pintores más famosos: «Ahora bien: uno de los discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado sobre su pecho.» Este es el momento en que Pedro le hizo seña para que preguntase al Maestro quién había de ser el traidor. Sigue luego la cobardía momentánea. Juan huye, como todos sus compañeros, cuando prenden a Jesús; pero se repone pronto, y con heroico valor entra en el palacio del Pontífice, donde acababan de introducir a la víctima. El Pontífice le conocía de los días en que le llevaba los sabrosos peces del lago de Genesareth, y en el palacio había otras personas que guardaban de él grato recuerdo. Ansioso y desconcertado, seguía el pobre discípulo todos los detalles del terrible drama que medio siglo más tarde describirá con acento lloroso y tembloroso. Sigue a su Maestro de un tribunal a otro, le acompaña en la calle de la Amargura y cuando muere, se coloca junto a María al pie de la cruz. Va a recibir el testamento de Jesús. Pero, ¿qué puede dar aquel crucificado pobre y desnudo? De todo le han despojado; pero allí, cerca de Él, está su Madre, y junto a su Madre, el discípulo preferido. Aunque no te queda nada, parecen decir, nosotros somos tuyos. Y Cristo, entonces, pone al uno en las manos del otro.
—Mujer, he aquí a tu hijo—dijo, dirigiéndose a María.
Y hablando con Juan, añadió:
— He aquí a tu madre.
Y desde este momento, el discípulo la recibió en su casa. No hay nada tan emocionante como estas palabras supremas dirigidas a una madre desolada y a un discípulo querido.
Después de la Resurrección, Juan sigue siendo una de las columnas de la Iglesia, como le llama San Pablo; pero, transportado a las alturas inaccesibles del amor, su figura se oculta mientras Pedro y Pablo llenan el mundo con su presencia. Mientras vive María, permanece a su lado en Jerusalén. Juan guardaba aquella herencia con amor; y en torno de ella parece haberse concentrado su principal solicitud. Aparece junto a Pedro, como su sombra en el milagro de la Puerta Speciosa; se presenta con los demás delante del Sanedrín, predica en Samaría y asiste al Concilio de Jerusalén. Al lado de María, la impetuosidad del «hijo del trueno» se transformó en suavidad, en gracia, en moderación. Vive en un reino de amor, de contemplación recogida y fecunda, y cuando la Virgen se duerme por última vez bajo la solicitud cariñosa de su mirada, para despertarse en el Cielo, la predicación de Juan continúa en una oscuridad que no esperábamos de su naturaleza todavía joven y siempre viva y enamorada de Jesús. Ya declinaba el primer siglo cristiano, cuando vuelve a aparecer con una majestad incomparable, dominando el fin de la era apostólica con el poder de su palabra y el prestigio de su autoridad.
El centro de este Imperio era Éfeso, la capital del Asia preconsular, en donde el Apóstol se había refugiado después de la ruina de Jerusalén. Allí había resonado, unos lustros antes, la palabra de San Pablo, pero su gloria quedaba ahora como oscurecida por la presencia del discípulo amado. Cuando habían desaparecido todos los testigos de la palabra, quedaba allí Juan, que había visto al divino Maestro con sus ojos y le había tocado con sus manos y había descansado sobre su pecho, sacando de él tales llamas de amor, tan divinas claridades, que todos en Asia le llamaban el Teólogo, porque nadie podía comparársele hablando de Dios. El emperador Domiciano oye hablar de la historia prodigiosa de aquel viejo venerable. Se le lleva a Roma, se le condena como enemigo de los dioses del Imperio, sale ileso de la caldera de aceite hirviendo, y marcha desterrado a las rocas desnudas y abrasadas de la isla de Palmos, donde se le presentan aquellas visiones que él debió recoger entre alaridos trémulos y que nosotros leemos con terror: lluvias de fuego y de sangre, copas de oro de las que se escapa el vino de la indignación, caballos con crines de serpientes y corazas de fuego, que en sus resoplidos lanzan llamas de azufre; dragones rojos, de siete cabezas y diez cuernos, cuya cola arrastraba en pos de sí las estrellas del ciclo.
Si el Apocalipsis, el libro de los últimos días nos refleja uno de los rasgos del carácter de San Juan, otro, al parecer opuesto, le vemos en su Evangelio y en las tres Epístolas. Son obras escritas en su retiro de Éfeso, adonde había vuelto después de la muerte de Domiciano, y donde toda el Asia seguía buscándole como fuente de luz, de verdad y de vida cristiana. A través de todas esas páginas, juntamente con el retrato de Cristo, se descubre el espíritu, el corazón, el genio del discípulo amado, exhalando un perfume maravilloso de ternura y de verdad. «No ensalcéis los pensamientos de Platón y de Pitágoras—exclamaba San Juan Crisóstomo—. Ellos buscan: Juan ve. Desde el principio se apodera de nuestro ser, le levanta sobre la tierra, el Cielo y el mar. Se transporta más arriba de los ángeles y de toda criatura, y allí se le presenta la más prodigiosa perspectiva. El horizonte se ensancha, se borra todo límite; lo infinito aparece, y Juan, el amigo de Dios, sólo en Dios se detiene.»
El mismo San Juan declara expresamente el objeto que se propuso al escribir el cuarto Evangelio: «Estas cosas—dice—han sido escritas para que creáis que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios.» Este dogma fundamental de nuestra fe había encontrado ya numerosos adversarios, al frente de los cuales estaba Cerinto, judío alejandrino, que parecía haber abrazado la fe para interpretarla según sus caprichos. Contra estos falsos profetas, como él los llama, había escrito ya San Juan sus epístolas. No quiere discutir con ellos, y en esto su método difiere del de San Pablo; prefiere abrumarlos con el peso de su autoridad, y frente a sus teorías presentar una exposición breve y categórica de la fe, arrojando nueva luz sobre la figura de Cristo, a fin de que sus lectores participen de la verdadera vida, vida de Cristo.
El cuarto Evangelio, el más maravilloso de todos los libros religiosos, es, ante todo, una revelación de Cristo. Juan no ha querido escribir una historia. Se sirve de la historia para iluminar la figura de Cristo. Cristo, Hijo de Dios, es el centro de su relato, mejor dicho, de su tesis. En los recuerdos de su ancianidad, el evangelista recoge únicamente aquellos que le sirven para el plan que se ha trazado. No quiere precisamente completar a los otros evangelistas; quiere que los que le lean saquen la convicción de que su protagonista es Hijo de Dios, y su programa se desarrolla con un orden, con una seguridad sorprendentes. Aun desde el punto de vista meramente humano, este Evangelio tiene un dramatismo insuperable. En torno a la figura de Cristo, se siente crecer en cada página el doble sentimiento del odio y del amor, de la fe y de la incredulidad. Todo está seleccionado y dispuesto en orden a un fin. Se trata, pues, de un evangelio metafísico, doctrinal, teológico, en que todo es profundo y sublime. Es el evangelio de la idea, y al mismo tiempo el evangelio del corazón. «Casi todo en él—dice San Agustín—habla de la caridad.» Se ve al discípulo amado, al amigo íntimo de Jesús y de María, al descubridor de la insondable teología del Verbo, al que formuló aquellas cuatro verdades que no se cansaba de admirar San Agustín: Dios es vida, Dios es luz. Dios es Padre, Dios es amor. Esta doctrina sublime está expuesta con un estilo de una soberana sencillez. Es un río que puede vadear un cordero y en el cual nada holgadamente un elefante. Se ve al hebreo que escribe en una lengua extraña, en griego, pero que encuentra la palabra expresiva de la plenitud de su pensamiento, creando un estilo único y original, el estilo de un gran genio y de un profundo contemplativo, suave y enérgico a la vez, y tan íntimo, que su eco se oye en las profundidades del alma.
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