domingo, 28 de diciembre de 2014

Homilía


Dios toma la iniciativa en su relación con Abrahán y le promete un hijo y una larga descendencia, tan incontable como las estrellas del cielo.

Abrahán responde con una adhesión sin condiciones, que se plasma después con una Alianza entre ambos, que verá su cumplimiento en la persona de Jesús.

La figura del Patriarca emerge como el hombre de fe que se abandona a Dios.

Por ello deja su tierra, Ur de los Caldeos, y emprende viaje como huésped y peregrino, buscando la tierra que Dios le tiene preparada.

Por la fe sube al monte Moria, transido de dolor, para sacrificar, por mandato de Dios, a su hijo Isaac, heredero de las promesas divinas y su única garantía de descendencia.

Confía, a pesar de todo, que Dios cumplirá sus promesas.

La fe en Señor es lo único necesario en la vida de todo creyente, lo que da seguridad de que se cumplirán las esperanzas, y enfoca la mirada en Dios y no en nuestro pequeño mundo.

Abrahán es considerado por las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islamismo) como el “Padre de los creyentes”.

Abrahán pone la mirada en Dios y no en nuestro pequeño mundo, siendo un ejemplo para todas las generaciones, que ven en él un modelo de familia a imitar.

La vida conyugal tiene su fundamento en el amor de los esposos y en la fe que se profesan.

Creer en el cónyuge supone ponerse en su piel, valorar sus ideales, vencer su soledad y amarle desde él mismo, no desde nuestros intereses egoístas.

Por eso, el verdadero amor busca la plenitud del otro y su crecimiento en libertad.

Busca también la mutua pertenencia, ajena a actitudes posesivas, lo cual implica un ejercicio diario de respeto y comprensión.

La familia es una institución de carácter sagrado, la célula de amor básica ideada por el mismo Dios, donde nacemos, crecemos, maduramos y nos sentimos valorados, reconocidos y amados.

Pero, por desgracia, existen muchos problemas en la sociedad, que ponen en peligro su estabilidad, entre los que destacamos: el control de la natalidad, el drama de los matrimonios fracasados y de las parejas cristianas divorciadas y casadas de nuevo, la difusión del aborto, el infanticidio y la mentalidad anticonceptiva. A éstos se añaden la crisis económica y la intromisión del Estado en la educación “moral” de los hijos.

La multitudinaria manifestación celebrada en Madrid el 22 de Noviembre con lemas como “Sí a la Vida” o “Toda Vida importante” denunció la frivolidad con la que abordan los partidos políticos el tremendo drama del aborto (en España más de cien mil el año pasado) y la protección económica a la familia, prácticamente inexistente.

Esta cultura de muerte, disfrazada de progreso, está causando el mayor holocausto del siglo XXI; una vergüenza para sus promotores y para toda la humanidad.

Por ello debemos promover una espiritualidad de la paternidad y la maternidad, que potencie el ideal cristiano de la comunión conyugal y de la vida de familia., para que ésta sea una fuente segura de transmisión de los valores evangélicos.

La liturgia de hoy nos presenta a Jesús, María y José como modelo de familia a imitar por el crisol de virtudes que la adornan.

La contemplación de la casa de Nazaret puede ser, para cada uno de nosotros, un bálsamo de paz, serenidad y amor en medio de la confusión de nuestro mundo. Nos invita a reflexionar.

Difícilmente comprenderemos lo que fue Jesús sin una referencia clara a María y a José, cuyo testimonio fue decisivo en el desarrollo de su personalidad.

Por las palabras de Lucas 2, 52 sabemos que “Jesús iba creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres”. De lo cual se deduce que tuvo una infancia feliz, arropado por el amor de sus padres.

La familia no nace hecha; se va haciendo poco a poco con la convivencia diaria mediante el ejercicio de la comprensión, la escucha, el trabajo, la comunión de voluntades, el respeto mutuo y el AMOR, que incluye también el perdón y la oración.

La familia es un nido de libertad en medio de un mundo esclavizado por los “placeres”, las modas o las presiones laborales y económicas.

En ella nos sentimos amados por lo que somos, no por lo que tenemos; nos sentimos reconocidos, no por nuestras capacidades, sino por los profundos vínculos afectivos que nos unen.

Quien tiene una verdadera familia posee un tesoro de valor incalculable.

Alabemos a Dios y démosle gracias por la familia que nos ha regalado y que, en buena lógica, la mayoría de nosotros, no cambiaríamos por nada del mundo.

Pero abundan cada vez más las familias desestructuradas o enfrentadas entre sí, donde los niños, al crecer en un ambiente falto de amor, encuentran un terreno abonado para la violencia verbal y física.

La convivencia con familias que no comparten nuestros ideales o que tratan de imponernos otros modelos, auspiciados por la ideología dominante, es complicada, pero no imposible si nos seguimos alimentando de Dios y conformando nuestra vida a los dictámenes del evangelio. No carecemos de espejos donde mirarnos.

Que nos sirva de ejemplo la presente historia:

Había varios niños en una de las salas del colegio. Uno de ellos preguntó:
- Maestra… ¿qué es el amor?

La maestra sintió que la criatura merecía una respuesta que estuviese a la altura de la pregunta inteligente que había formulado. Como ya estaban en hora de recreo, pidió a sus alumnos que dieran una vuelta por el patio y trajesen lo que más despertase en ellos el sentimiento del amor.

Los chicos salieron apresurados y, cuando volvieron, la maestra les dijo:
- Quiero que cada uno muestre lo que trajo consigo.

El primer alumno respondió:
- Yo traje esta flor; es linda ¿verdad?

Cuando llegó su turno, el segundo alumno dijo:
- Yo traje esta mariposa. Mire el colorido de sus alas; la voy a colocar en mi colección.

El tercer alumno completó:
- Yo traje este pichón que se cayó del nido, ¿os parece gracioso?

Y así los chicos, uno tras otro, fueron colocando lo que habían recogido en el patio.

Terminada la exposición, la maestra notó que una de las niñas se había quedado quieta durante todo el tiempo. Se sentía avergonzada porque no había traído nada.

La maestra se dirigió a ella y le preguntó:
- Muy bien: ¿y tú? ¿no has encontrado nada?

La criatura tímidamente respondió:
- Disculpe, maestra.

Vi la flor y sentí su perfume; pensé en arrancarla, pero preferí dejarla para que exhalase su aroma por más tiempo.

Vi también la mariposa multicolor, pero parecía tan feliz que no tuve el coraje de aprisionarla.

Vi igualmente el pichoncito caído entre las hojas, pero… al subir al árbol, noté la mirada triste de su madre y opté por devolverlo al nido.

Por lo tanto, maestra, traigo conmigo el perfume de la flor, la libertad de la mariposa y la gratitud que observé en los ojos de la madre del pichoncito.

¿Cómo puedo mostrar lo que traje?

La maestra agradeció a la alumna su decisión y le dio la máxima nota, considerando que había sido la única que logró percibir que sólo podemos traer el amor en el corazón”.

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