domingo, 21 de diciembre de 2014

Homilía


David, rey piadoso y de fe inquebrantable en Yahvé, siente escrúpulos de conciencia, porque mientras él vive en casa de cedro, el arca de Dios permanece en una tienda.

Se halla en la cúspide de su poder, después de la derrota de sus enemigos.

Hay paz en Jerusalén, la nueva capital del Reino. Pero le falta algo para culminar su obra y pasar a la posteridad: la construcción de un templo para que sea la morada definitiva de Yahvé en medio de su pueblo.

David, impulsado por su buena voluntad, quiere agradar a Dios y darle gracias por haberse sentido protegido y ayudado, pero actúa según los dictámenes del mundo. El poder, el dinero y la gloria no lo son todo.

Dios se lo hace ver, porque tiene planes distintos sobre su persona y sobre su dinastía.
Él es el único que tiene autoridad para darle estabilidad y asegurar una descendencia para siempre, lejos de las intrigas, vaivenes palaciegos y las contradicciones humanas.

La salvación que Dios promete a David no va ligada a templo alguno, sino a su “casa”.
Para ello es necesario que David entre en el proyecto de Dios y no al contrario.

Es bueno que meditemos este maravilloso pasaje y despertemos a realidades espirituales. Nos sentimos los protagonistas de la historia, dueños y señores de nuestro destino, sólo por el hecho de triunfar en los negocios, amasar dinero y disfrutar de buena salud.

Al igual que el rey David, no consultamos a nadie, porque creemos que nuestros planes son más importantes que lo que Dios quiere de nosotros.

Así nos pasamos la vida trabajando para obtener comodidades y trabajar menos en el futuro.
¿Somos más felices por ello?
¿Nos detenemos, de verdad, para discernir la voluntad de Dios sobre nuestras vidas?

Es más fácil, desde luego, dejarnos atrapar por el ruido de la calle y los ecos de los medios de difusión social, que por el silencio de nuestro hogar, la lectura de la Sagrada Escritura y la oración.

Es más fácil también colaborar en la construcción de un suntuoso templo o un hogar cívico que poner en orden nuestras maltrechas relaciones familiares.

Es más fácil peregrinar a santuarios, donde una multitud enfervorizada nos envuelve en un clima espiritual de mutua pertenencia y de unión con Dios, que rezar ante el sagrario, casi siempre solitario, de nuestra humilde parroquia.

Pablo, mediante este breve himno, cierra su Carta a los Romanos con una alabanza a Dios, que puede fortalecernos y darnos estabilidad, porque es el “único sabio”, origen y fin de toda búsqueda humana.

Tres términos claves: Dios, Misterio y Anuncio, nos dan la clave de su plan, que gira en torno a Jesús.

El Misterio escondido se refiere al tiempo pasado, al aparente “silencio de Dios”, no porque Dios callase, sino porque su pensamiento no se había manifestado aún en la Palabra eterna del Hijo.

El “ahora” de San Pablo es el tiempo de la revelación, el tiempo final presente en Cristo.

Por eso el tema fundamental es el Anuncio del evangelio, dirigido a “todas las gentes” (Mateo 28, 19).

Este saludo del ángel a María es la expresión más viva de que Dios está con nosotros antes de tengamos conciencia de su presencia.

Todos tenemos experiencias fallidas, proyectos truncados.

De alguna manera hemos sido infieles, nos hemos apartado del buen camino y hemos sufrido las consecuencias de nuestros desapegos en forma de desdén o rechazo.

La Palabra de Dios nos enseña, por una parte, a no ser tan autónomos y soberbios y, por, otra a vivir los fallos, una vez asumidos, como momentos de crecimiento.

A pesar de todo, Dios no deja de sernos fiel.

El patriarca Jacob oyó durante un sueño habido en Betel que Dios le decía: “Yo estoy contigo” (Génesis 28, 15). Después, al despertar agregó: “Dios está en este lugar y yo no lo sabía” (Génesis 28, 16).

María, en cambio, con su plena disposición a la voluntad y con su sí sin condiciones emerge como figura de la nueva humanidad, que escucha la Palabra y la cumple.

Nos enseña, de este modo, a esperar a Dios en sus continuas venidas de cada día, en pobreza e impotencia, en el emigrante y el perseguido, el desnudo, el enfermo, el encarcelado...

Nos enseña a confiar en la Providencia de Dios, que nunca falla.

No enseña a servir y amar con generosidad.

No enseña a ver con ojos limpios el cumplimiento de las promesas de Dios.

Nos enseña a sintonizar con el proyecto de Dios: “Hágase en mí según tu Palabra”

Te pedimos, Señor, ser como María, hombres y mujeres obedientes y en comunión contigo. Ayúdanos a mantener la esperanza en este Adviento de salvación que, un año más, toca a su fin, para ceder el testigo a las celebraciones navideñas.

Ofrecemos, a continuación, una edificante historia, que nos ayudará a reflexionar.

En un orfanato de Rusia vivían 100 niños y niñas, que habían sido abandonados y dejados en manos del Estado.

Se acercaba la fiesta de Navidad.
Los niños y niñas del hogar, después de haber escuchado el relato sobre el nacimiento de Jesús, recibieron trozos de cartón, servilletas de papel de varios colores, tela y pegamento para que hiciera cada uno un pesebre y la figura del niño Jesús.

Siguiendo las instrucciones, los chicos cortaron y doblaron el papel cuidadosamente colocando las tiras como pajas y completando la tarea asignada.

Los responsables del orfanato revisaron los trabajos con satisfacción.
Todos, menos uno, los habían realizado conforme a lo dicho por sus instructores.

Pero el pequeño Mateo, un niño de 6 años, en lugar de colocar un niño en el pesebre, había puesto dos.
Al ser preguntado, cruzó sus brazos y, observando su trabajó, comenzó a repetir la historia muy seriamente:

“Como no tengo papá ni mamá, ni nada que darle, se me ocurrió que un buen regalo sería darle calor.
Por eso me metí dentro del pesebre, Jesús me miró y me dijo que podía quedarme a su lado para siempre”.

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