domingo, 30 de noviembre de 2014

Homilía


Un año más comenzamos el Adviento haciendo nuestro el maravilloso sueño del profeta Isaías sobre el futuro del ser humano en la relación personal e íntima con Dios. De alguna manera, intuye el profeta que lo mejor está por llegar y lo tenemos al alcance de la mano, pero supone un esfuerzo por nuestra parte.

Nuestra condición pecadora nos sume, a menudo, en la postración y el abandono. Sin embargo, hay una esperanza, porque sabemos desde la fe que la última palabra la tiene Dios, al que apelamos por ser creador, salvador y padre al mismo tiempo.

Isaías expresa esta confianza con una preciosa comparación: “Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos obra de tus manos”

El pueblo de Israel, después de un largo exilio, necesita reflexionar y valorar las actitudes que le llevaron a ser infiel a la Alianza, para retornar al amor primero y sentirse de nuevo “pueblo elegido”.

La reconstrucción de Jerusalén y del Templo son el primer paso para afirmar su identidad, pues sin ella volverán a la deriva, al sometimiento y a la esclavitud.

El segundo paso es mantener la unión con Dios, dejándose guiar por Él.

El itinerario del Adviento armoniza la acción con la meditación, en una permanente búsqueda del Mesías, de un horizonte final que dé sentido a todos los acontecimientos cotidianos.

Nos podemos interrogar sobre el modo de vivir estas semanas que preceden a Navidad con un espíritu abierto, generoso y dialogante. Contamos con muchos personajes bíblicos que nos sirven de ejemplo, así como de otras personas conocidas de nuestro entorno o del pasado, entre ellas Santa Teresa de Jesús, que la Iglesia nos presenta como modelo a imitar en el Quinto Centenario de su nacimiento. Son muy conocidos sus dichos, comunicados de forma alegre: “También entre pucheros anda el Señor” o “Nada te turbe, nada te espante”.

Todo esto nace de una convicción profunda: Dios está siempre presente en nuestra existencia y nos envuelve con su providencia amorosa.

El apóstol San Pablo llega a Corinto desde Atenas, donde su preparado discurso no produjo la respuesta que esperaba entre los sabios que acudieron a escucharle en el Areópago.

Se da cuenta de que la sabiduría humana es necedad a los ojos de Dios y por eso inicia la evangelización de la ciudad portuaria griega con humildad.

Encuentra pronto el apoyo de Priscila y Aquila, un matrimonio de origen judío, que acepta la fe cristiana y le acompaña en sus correrías anunciando a Cristo.

Corinto es una amalgama de razas, de licenciosas costumbres, calles malolientes y grandes desigualdades sociales. Buena parte de la población son esclavos que trabajan como estibadores en el puerto de mar.

Imposible imaginarse un escenario peor para el anuncio del Reino.

Sin embargo la gracia griega (kharis) y la paz judía (shalom), que se mencionan en la liturgia de hoy de la Carta a los Corintios, son aprovechadas por Pablo para englobar ambos saludos en una única realidad: Jesús, que es la auténtica gracia y la auténtica paz que Dios nos ha dado.

Fijándose en Él sobresale la unidad por encima de las diferencias culturales, económicas y sociales.

El evangelio subraya la necesidad de estar vigilantes ante la llegada del Señor encarnado que tanto anhelamos ¿Cómo encontrarle? ¿Por dónde llega? ¿A qué hora se va a presentar?

Son preguntas que nos hacemos los creyentes para bajar la guardia, adormecernos y despertar en el momento oportuno.

Jesús nos da una pista. Lo encontramos a nuestro alrededor estando atentos a todo lo que sucede, prontos para abrir la puerta a los necesitados y diligentes para compartir nuestro amor en forma de palabras amables, de escucha atenta, de hechos caritativos

Este es el gran reto de los próximos días.

Tres actitudes nos ayudan a propiciar el encuentro con Jesús, que viene a visitar nuestra casa:

Sabemos que está en camino cargado de bienes espirituales para repartirlos entre aquellos que se mantienen en vela activa, con los ojos abiertos a las realidades humanas, no siempre agradables, cuando lo más cómodo es “pasar” o mirar a otro lado.

Vigilar, poniendo al Señor como centro de nuestra vida y estando pendiente de sus palabras.

Hay demasiado ruido a nuestro alrededor, una serie inacabada de noticias contradictorias, bombardeo constante de ideas, afán insaciable de novedades que apagan con presteza el eco de las anteriores.

Nos hallamos inmersos en un mar de dudas y en desequilibrios afectivos. La vigilancia gozosa, a la espera del Señor, nos permite ir superando todo lo que nos condiciona, esclaviza y aparta de la senda del bien.

Acoger al que nos visita, sea quien sea, nos da la medida de lo que significa la esperanza cristiana.

Es un ideal con carne y hueso, que lleva el nombre de las personas a quienes brindamos nuestro amor desinteresado.

En ellas se hace Jesús presente tal como lo contemplamos el domingo pasado en la escena del Juicio Final.


Preparémonos, porque Dios nos da la oportunidad de vivir los días navideños en clave distinta de la que preconiza la sociedad de consumo.

La presente historia, extraída de internet, nos muestra que, cuando se ama, no falta creatividad para hacer feliz al amado

“Hace tiempo que un viajero, en una de sus vueltas por el mundo, llegó a una tierra, donde le llamó la atención la belleza de los arroyos que cruzaban los sembrados y las praderas.

Habiendo caminado un rato, se encontró con las casas del pueblo, sencillas, coloridas y con puertas abiertas de par en par. No podía creerlo… él venía de un lugar distinto.

Al acercarse, tres niños salieron a recibirle y lo invitaron a entrar en su casa, donde sus padres le ofrecieron hospedaje y la posibilidad de quedarse con ellos unos días.

El viajero aprendió a hornear el pan, a trabajar la tierra, a ordeñar las vacas y a realizar todas las labores propias de una familia campesina.

Pero algo le intrigaba sobremanera de sus bienhechores: cada día el papá, la mamá y los tres niños se acercaban a la mesita sobre la que habían colocado las figuras de María, José y una cuna, en la que dejaban pajitas.

Al llegar el momento de irse, el viajero, que recibió unos panecitos, fruta para el camino y abrazos de despedida, preguntó a sus nuevos amigos sobre el misterio de la pajita.

El más pequeño satisfizo su curiosidad con espontaneidad y desparpajo:

“Cada vez que hacemos algo con amor, buscamos una pajita y la depositamos en la cuna. Así nos vamos preparando para cuando nazca el niño Jesús. Si amamos poco, el colchón será delgado y frío, pero si amamos mucho, Jesús estará cómodo y caliente.”

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