martes, 25 de noviembre de 2014

Beatos Luis Beltrame Quattrocchi y María Corsini, Esposos

En un gesto sin precedentes en la historia de la Iglesia, el 21 de octubre de 2001, Juan Pablo II beatificaba conjuntamente a un matrimonio: los esposos italianos Luis Beltrame Quattrocchi y María Corsini.

Y la diócesis de Roma celebraba por vez primera la memoria de los nuevos beatos el 25 de noviembre de 2001: contrariamente a la tradición eclesial, la fecha de la celebración no era el dies natalis (fecha de la muerte: nacimiento a la vida eterna), sino el aniversario de la boda de este matrimonio ejemplar, que fue el 25 de noviembre de 1905.

LUIS BELTRAME QUAITROCCHI

El 18 de febrero de 1880 nacía Luis en Catania, tercero de los cuatro hijos de los esposos Carlo y Francesca, de clase media. Cuando el niño contaba unos nueve años se trasladó a Roma -donde residiría el resto de su vida- para vivir con sus tíos Luigi y Stefania, que no podían tener hijos. Stefania se encargaría personalmente de la formación cristiana de su sobrino, al que enviaron a buenos centros docentes para una formación integral, que completó con el doctorado en Derecho, en 1902, en la Universidad «La Sapienza».

1905 fue un año decisivo: el 25 de noviembre se casó con María Corsini en la basílica de Santa María la Mayor. Desde el primer momento quisieron formar una familia fundada en el sacramento que santifica y decidieron acoger a los hijos como don de Dios, dispuestos a superar juntos todas las dificultades de la vida. Tuvieron dos hijos y dos hijas: los dos varones llegaron a ser sacerdotes y la mayor de las hijas, religiosa. La menor se dedicó a la docencia de idiomas.

El sentido del deber y de la rectitud moral cristiana orientó siempre el ejercicio de la profesión de Luis. No aceptó nunca componendas ni favoritismos, sino que se mostró muy atento y sensible ante los más necesitados. No se dejó atemorizar por los poderosos ni corromper por los ricos. Precisamente por esto fue siempre estimado y respetado por los compañeros, cualesquiera que fueran su fe o sus ideas políticas. Al mismo tiempo que su actividad forense, cultivó y animó el asociacionismo católico, dedicándose a varios tipos de apostolado y obras de caridad. Fue miembro y consejero de la junta central de la Asociación de Scouts católicos italianos, colaboró con el profesor Luigi Gedda en la Acción Católica y en el Movimiento de Renacimiento Cristiano. El franciscano Pellegrino Paoli, a quien Luis eligió como director espiritual, acertó a orientar la vida de fe del cristiano, del esposo, del padre de familia, del abogado.

Su vida estuvo completamente centrada en Dios: en profunda comunión con su esposa, la fe era el centro de su vida personal, conyugal, familiar y profesional. Eso le ayudó a ver la vida como vocación, la familia como una iglesia doméstica, la profesión como una misión evangélica, el diálogo con Dios como una exigencia cotidiana de su espíritu. Su relación afectiva con su esposa se convirtió cada vez más en comunión de espíritus, impulso generoso y alegre a través de un itinerario de fe realizado juntos; opción concorde de vida familiar, caracterizada por la sencillez, la penitencia y la caridad, con el firme propósito de apartar todo lo que dañara la virtud. Sus compromisos espirituales más importantes eran la misa diaria (a menudo en la basílica de Santa María la Mayor), la comunión eucarística, la confesión semanal, la devoción al Sagrado Corazón y a la Virgen, con el rezo diario del rosario en familia. Fe y obras: su caridad en favor de los pobres y marginados era proverbial entre sus conocidos, a pesar de que procuraba que su mano izquierda no se enterara de lo que hacía su derecha.

Lleno de méritos, habiendo dejado ejemplos de vida evangélica por donde pasó, el 9 de noviembre de 1951 volaba al cielo: era la tercera crisis cardíaca, que no pudo superar como las dos primeras, en 1941 y 1944. A su entierro en el cementerio de Campo Verano acudieron multitud de amigos, que antes habían participado en el funeral, celebrado en la parroquia de San Vitale.

MARÍA CORSINI

Florencia, la ciudad del arte, vio nacer a María, hija única del matrimonio Angiolo Corsini y Giulia Salvi, el 24 de junio de 1884. A los cuatro días era bautizada. La que era hija de una famosa familia de excelente posición económica y social, se convertía en hija de Dios.

Los abuelos de María, que vivían en su misma casa, ejercieron una influencia positiva en la formación de la personalidad de su nieta. Por motivos laborales de su padre, oficial de los granaderos de Cerdeña, la familia cambió varias veces de domicilio: Pistoya, Florencia, Arezzo y por último Roma, a donde se trasladaron también los abuelos. Hizo la primera comunión, punto de arranque de su crecimiento espiritual, el 30 de septiembre de 1897. Dotada de inteligencia viva, espíritu atento y sensibilísimo, aprovechó muy bien las ventajas de su ambiente familiar, especialmente las lecturas, para conseguir una buena formación cultural. Junto a una excelente formación cristiana y vivencia de la fe, destacaba en el dominio del humanismo, como buena florentina: a los diecisiete años conocía a fondo la literatura italiana.

La Providencia quiso que la vida de Maria estuviera un día unida a la de un buen cristiano: el 15 de marzo de 1905 se prometía con Luis Beltrame, joven abogado, cuyos tíos eran amigos de la familia Corsini. Una intensa correspondencia, que duró 46 años, nos permite conocer los sentimientos de ambos y el constante crecimiento de su relación en pureza, sinceridad y gracia, teniendo como base los valores espirituales. Después del matrimonio, celebrado el 25 de noviembre de 1905, se establecieron en la casa Corsini-Salvi. Un año después dio a luz a su primer hijo, Filippo; dos años más tarde, a Stefania; y al año siguiente, a Cesare. En el cuarto embarazo se le presentó una grave patología, que en aquel lejano 1913 obligaba a optar por la vida de la madre con el aborto o por la del hijo, si se proseguía el embarazo con altísimo riesgo personal para la madre. De común acuerdo, los esposos decidieron continuar el embarazo y a los ocho meses, tras una operación delicadísima, dio a luz a su hija menor, Enrichetta, que fue bautizada en seguida. Madre e hija salvaron su vida. Dios tenía para ellas misiones de testimonio cristiano en el mundo.

El matrimonio Beltrame Quattrocchi buscó con acierto la colaboración de buenos religiosos y religiosas, tanto para la formación de sus hijos como para su apostolado seglar. Educaron a los hijos en el Instituto Máximo de los jesuitas y a las hijas en las damas inglesas; se preocuparon también de que sus hijos se dedicaran a actividades buenas y de sana distracción: los chicos se afiliaron a los Scouts y las chicas frecuentaron a las religiosas reparadoras. María, además de cuidar de los hijos, atendía a los abuelos ya enfermos y se dedicaba al apostolado de la pluma. El encuentro con el padre Matteo Crawley, en 1916, en plena guerra mundial, dio nuevo impulso a su apostolado: le ayudó a divulgar la devoción al Sagrado Corazón, contribuyó a salvar la institución familiar mediante la exaltación de sus valores morales y religiosos. Trabajó como catequista; asistió a los heridos de guerra, e hizo numerosas obras de caridad en favor de los pobres. Más tarde colaboró con Armida Bareli y el padre Agostino Gemelli, o.f.m. Acompañó enfermos a Lourdes y Loreto para infundirles esperanza y ayudarles a aceptar los sufrimientos; consiguió el diploma de la Cruz Roja y durante nueve años trabajó en los hospitales civiles y militares, a menudo como encargada de sala. Pero María no podía ocultar su profunda formación humanística: un talento que aprovechó siempre que pudo como excelente instrumento de apostolado, por medio de sus escritos.

Hubo una ocasión providencial para expresar, a través de su pluma, lo que sentía aquella alma llena de Dios: a la elegancia de su estilo unía la experiencia mística de su vivencia evangélica. Maria tenía sólo 35 años. Una gravísima enfermedad la puso al borde de la muerte. Y, como despedida, dedicó a su marido y a sus hijos su testamento espiritual y dos cartas. Recobrada la salud, en 1920 entró en el Consejo Central de la Acción Católica, y el 12 de noviembre fue nombrada miembro del secretariado central de estudio, lo que la llevó a escribir con regularidad en periódicos. En 1922, en el espacio de pocos meses, tres de sus hijos manifestaron su deseo de consagrarse a Dios. En 1930, las bodas de plata de matrimonio coincidieron con la ordenación sacerdotal de su hijo Filippo, que en su primera misa bendijo los anillos de sus padres; ya para entonces Cesare era benedictino, y había elegido como nombre Paulino, y la hija Stefania había ingresado en el monasterio de benedictinas de Milán. El 9 de noviembre de 1951 murió el marido y afrontó este dolor con gran fe. Ella continuó su apostolado, adhiriéndose, por indicación del padre Garrigou-Lagrange, op., su director espiritual, al movimiento «Frente de la Familia», del que fue vicepresidenta del comité romano, prodigándose en la defensa de la integridad de la familia. El dominico Garrigou-Lagrange, profesor en la Universidad de Santo Tomás (Angélicum), es conocido mundialmente por sus escritos de teología espiritual, y el joven sacerdote polaco Karol Wojtyla, estudiante de dicha Universidad y futuro papa Juan Pablo II, eligió al docto dominico para dirigir su tesis doctoral. María Corsini fue también responsable de la sección femenina de «Renacimiento cristiano», en el que trabajó intensamente.

En pleno verano, el 26 de agosto de 1965, María se fue al encuentro de su esposo, que la esperaba junto al Señor. El amor, más fuerte que la muerte, los unió para siempre en la gloria.

UNA VIDA ORDINARIA DE MODO EXTRAORDINARIO

Cuando Juan Pablo II declaró beatos a los esposos Luis y María, en presencia de tres de sus hijos -Filippo y Cesare, sacerdotes, y Enrichetta-, aprovechó la ocasión para exponer la importancia de la vida cristiana en el matrimonio: al hilo de la doctrina iba exponiendo el papa el testimonio de los nuevos beatos:

Queridos hermanos y hermanas, amadísimas familias, hoy nos hemos dado cita para la beatificación de dos esposos: Luis y María Beltrame Quattrocchi. Con este solemne acto eclesial queremos poner de relieve un ejemplo de respuesta afirmativa a la pregunta de Cristo. La respuesta la dan dos esposos, que vivieron en Roma en la primera mitad del siglo XX, un siglo durante el cual la fe en Cristo fue sometida a dura prueba. También en aquellos años difíciles los esposos Luis y María mantuvieron encendida la lámpara de la fe -lumen Christi- y la transmitieron a sus cuatro hijos, tres de los cuales están presentes hoy en esta basílica. Queridos hermanos, vuestra madre escribió estas palabras sobre vosotros: «Los educábamos en la fe, para que conocieran a Dios y lo amaran» (L'ordito e la trama, p. 9). Pero vuestros padres también transmitieron esa llama viva a sus amigos, a sus conocidos y a sus compañeros. Y ahora, desde el cielo, la donan a toda la Iglesia.

No podía haber ocasión más feliz y más significativa que ésta para celebrar el vigésimo aniversario de la exhortación apostólica «Familiaris consortio'. Este documento, que sigue siendo de gran actualidad, además de ilustrar el valor del matrimonio y las tareas de la familia, impulsa a un compromiso particular en el camino de santidad al que los esposos están llamados en virtud de la gracia sacramental, que "no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia" (Familiaris consortio, 56). La belleza de este camino resplandece en el testimonio de los Beatos Luis y María, expresión ejemplar del pueblo italiano, que tanto debe al matrimonio y a la familia fundada en él.

Estos esposos vivieron, a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana, el amor conyugal y el servicio a la vida. Cumplieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, entregándose generosamente a sus hijos para educarlos, guiarlos y orientarlos al descubrimiento de su designio de amor. En este terreno espiritual tan fértil surgieron vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, que demuestran cómo el matrimonio y la virginidad, a partir de sus raíces comunes en el amor esponsal del Señor, están íntimamente unidos y se iluminan recíprocamente.

Los beatos esposos, inspirándose en la palabra de Dios y en el testimonio de los santos, vivieron una vida ordinaria de modo extraordinario. En medio de las alegrías y las preocupaciones de una familia normal, supieron llevar una existencia extraordinariamente rica en espiritualidad. En el centro, la Eucaristía diaria, a la que se añadían la devoción filial a la Virgen María, invocada con el rosario que rezaban todos los días por la tarde, y la referencia a sabios consejeros espirituales. Así supieron acompañar a sus hijos en el discernimiento vocacional, entrenándolos para valorarlo todo "de tejas para arriba", como simpáticamente solían decir.

'La riqueza de fe y amor de los esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi es una demostración viva de lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de la llamada de todos los fieles a la santidad, especificando que los cónyuges persiguen este objetivo "propriam viam sequentes", "siguiendo su propio camino" (Lumen gentium, 41). Esta precisa indicación del Concilio se realiza plenamente hoy con la primera beatificación de una pareja de esposos: practicaron la fidelidad al Evangelio y el heroísmo de las virtudes a partir de su vivencia como esposos y padres.

En su vida, como en la de tantos otros matrimonios que cumplen cada día sus obligaciones de padres, se puede contemplar la manifestación sacramental del amor de Cristo a la Iglesia.

MATRIMONIO Y VIDA CONSAGRADA

Con frecuencia se ha ponderado tanto la excelencia de la vida consagrada –monástica, religiosa, sacerdotal–, que ha quedado en un modesto segundo plano la grandeza del matrimonio cristiano. Con motivo de la beatificación de los esposos Luigi y María, alguien recordó aquella anécdota de San Pío X, cuando le preguntaron qué vocación era la mejor para la Iglesia. El santo patriarca de Venecia se quitó el anillo pastoral, pidió a unos esposos sus anillos, y dijo mostrando los tres: Sin los anillos de mis padres no hubiera sido posible este anillo episcopal.

Ciertamente, la tradición de la Iglesia se ha inclinado más a la exaltación de la vida consagrada por el reino de los cielos –un don que Dios da a quien él elige– que a la vida matrimonial. Por eso, cuando se escuchan las palabras de Juan Pablo II, se descubre la plena realidad: las diversas vocaciones son complementarias en la Iglesia, y la santidad no es monopolio de un estado, sino vocación y patrimonio de todos los bautizados.

Esto no es nuevo en la Iglesia. Nada menos que en el siglo IV, el obispo Anfiloquio de Iconio, de gran influencia en el Concilio de Constantinopla (381), y muy reconocido después de muerto en el Concilio de Éfeso (431), decía en una homilía, precisamente en la fiesta que la Iglesia de nuestros días ha elegido como Día de la Vida Consagrada (-2 de febrero).

La virginidad es admirable como tesoro de no servidumbre, como morada de libertad, como ornamento ascético, como superior al estado humano, como libre de las necesarias pasiones, como aquella que entra con el esposo Cristo en el tálamo del reino de los cielos. Éstos y otros semejantes son los valores de la virginidad. Un honorable matrimonio (Hb 13, 4) supera todo don terreno, como árbol que da fruto, como planta hermosa, como raíz de virginidad, como cultivo de ramas razonables y vitales, como bendición del crecimiento del mundo, como consolación de la raza, como creador de la humanidad, como pintor de la imagen divina, como poseedor de la bendición de su Señor, como el que abraza todo el mundo para cargarlo, como el que habita en aquel a quien suplicó que se encarnase, como el que puede decir con confianza: "Henos aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado" (Hb 2, 13; Is 8, 18). Elimina el matrimonio honorable, y no hallarás la flor de la virginidad; porque en él y en ninguna otra parte se recoge la flor de la virginidad. Al decir todo esto no queremos meter una pugna entre la virginidad y el matrimonio, sino que apreciamos ambos como necesarios. Pues el mismo Señor, que proveyó una y otro, no ha opuesto la primera al segundo, sino que mantiene a ambos como partes del temor de Dios. Porque sin el piadoso temor de Dios, ni es preciosa la virginidad, ni honorable el matrimonio' (Homilía II en la fiesta de la Presentación de nuestro Señor Jesucristo).

Los Beatos Luis y María vivieron el sacramento del matrimonio con todas sus consecuencias de santificación. Y, entre las consecuencias más valiosas, la vivencia del Evangelio y de sus valores en el seno de la familia que se convierte en iglesia doméstica, en primer seminario: En casa, siempre se respiró un clima sobrenatural, sereno, alegre, no beato –declaraba Cesare, uno de los hijos sacerdotes que han sido testigos de la beatificación–. La educación, que nos llevó a tres de nosotros a la consagración, era el pan cotidiano. Todavía tengo una Imitación de Cristo, que mamá me regaló cuando tenía diez años. La dedicatoria me sigue produciendo escalofríos: Acuérdate de que a Cristo se le sigue, si es necesario, hasta dar la vida».

¡Cuántos hemos escuchado de labios de la madre palabras semejantes, que han marcado nuestra vida para siempre!

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