jueves, 20 de noviembre de 2014

Beata Ángeles Lloret Martí y compañeras Mártires de la Doctrina Cristiana

La beata Ángeles Lloret Martí y compañeras pertenecieron al Instituto de Hermanas de la Doctrina Cristiana. Sus vidas fueron un ejemplo vivo de confianza en el Padre y de sencillez y disponibilidad evangélicas. Fieles a la misión de su instituto enseñaron la doctrina cristiana con la palabra y el ejemplo. En la persecución religiosa que se dio en España en la guerra civil de 1936 se mantuvieron fieles a su consagración y a las exigencias de su vida comunitaria. Fueron martirizadas: dos, el 26 de septiembre, y quince, el 20 de noviembre de 1936.

VIDA CONSAGRADA

Cuando el agua bautismal fue echando raíces y dando fruto en el corazón de sus vidas jóvenes, y ante el atractivo de la figura de Jesús, reformularon para ellas mismas la pregunta del joven rico del Evangelio: «Maestro ¿qué es lo que tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?» Haciendo la opción de los elegidos, asumieron la respuesta de Jesús: «Si qúieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, repártelo entre los pobres y, después, ven y sígueme».

Llevadas por la mano de la Providencia cristalizaron su vocación religiosa en el Instituto de Hermanas de la Doctrina Cristiana. Durante su larga vida de consagración a Dios vivieron la misión del instituto con decisión y entrega según el sentir de la fundadora, la Sierva de Dios Micaela Grau: «Pensándolo en Dios nada me ha parecido más del divino agrado, más útil a los fieles y la Iglesia, que la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños y adultos, pues a no dudarlo muchos de los males que experimentamos son debidos a la falta de instrucción cristiana en todas las clases sociales y en todas las edades...«

Todas ellas tomaron como tarea fundamental la enseñanza del catecismo y se mantuvieron en esta decisión, contra viento y marea, en las difíciles circunstancias sociales que se sucedieron en España, desde 1880, fecha de la fundación del instituto, hasta 1936, año en que las beatas fueron martirizadas.

Madre Ángeles, dando pruebas del espíritu profético que siempre la caracterizó, escribía a las comunidades en 1936: «No olviden que nuestra misión es la enseñanza del catecismo y, por lo mismo, nuestros entusiasmos deben dirigirse a cumplir tan noble como hermoso ministerio. Procuren por todos los medios que su amor a Dios les sugiera infundir en el corazón de los niños la piedad y el santo amor y temor de Dios».

Guiadas por el carisma del instituto supieron estar en la brecha; sintonizaron con uno de los grandes problemas emergentes en su tiempo: la evangelización. Problema que hoy sufre la humanidad en su propia carne. La necesidad perenne de la evangelización, aun de los ya bautizados, viene urgida por el fenómeno actual de la increencia, que ha pasado del reducto de las minorías intelectuales a ser patrimonio de masas.

La Beata Ángeles y sus 16 compañeras son hoy testimonio de cómo la gracia de Dios halla su respuesta en el corazón que la acoge, de cómo el Espíritu siempre ha dado fuerzas a los bautizados para ser fieles al amor de Dios y al prójimo hasta la muerte.

TESTIMONIO DE VIDA

Pero el carisma evangelizador fructifica de verdad cuando se apoya en el testimonio. La Beata Ángeles y compañeras hicieron vida propia las palabras de San Juan: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros». Siendo muy distintas en su historia personal, edad, tareas, responsabilidades y talentos, todas ellas entendieron que lo esencial es el amor y que todos los dones deben ser puestos al servicio del bien común. Vivieron una espiritualidad que las liberó del individualismo egoísta y así pudieron descubrir la persecución, la pobreza y el sufrimiento como caminos por los que llegar a Dios y demostrar el amor fraterno. No sólo su muerte, sino toda su vida estuvo marcada por la disponibilidad y la entrega amorosa.

Cuando, el 19 de julio de 1936, tuvieron que abandonar la casa general, la madre Ángeles Lloret Martí y sus consejeras, madres Sufragio y María de Montserrat, junto con varias hermanas ancianas que vivían con ellas y otras que llegaron de diversas comunidades y que, por distintas circunstancias, no pudieron reunirse con sus familiares, constituyeron una única comunidad.

MARTIRIO

En la ruptura del diálogo social y la confusión y crispación ambiental que caracterizó especialmente la tercera década del siglo XX, las siervas de Dios se vieron en el reto de dar testimonio de la fe desde su condición de religiosas evangelizadoras.

Habían seguido a Cristo pobre en el «ser uno de tantos, viviendo en las mismas condiciones que los pobres del pueblo, pasando necesidad económica con frecuencia y trabajando duro por aliviar las penas de los necesitados.

Su amor, abierto a todos, fue concreto: «Dulzura en las palabras, mansedumbre en el trato, buenas formas siempre. Sea la amabilidad el sello que las caracterice -decía madre Ángeles- y hallen siempre en nosotras, los pobres y los desgraciados, el corazón tierno y compasivo de una madre cariñosa y solícita».

De la correspondencia que mantuvieron durante los años 1931 al 1936, y que se intensificó en los últimos meses, se deduce que eran conscientes de los acontecimientos del momento en que vivían y del peligro en que se hallaban. Las sostenía su fe y el ánimo que mutuamente se daban. Algunas de ellas hubieran podido salvar la vida refugiándose entre sus familiares, que tanto les insistían, pero no lo hicieron. La caridad las mantuvo unidas a sus hermanas.

La oración continua, la confianza en Dios, el animarse mutuamente, la angustia de los «registros casi diarios, las abundantes cartas de ánimo a las hermanas dispersas, las tristes noticias..., fueron el Getsemaní personal ante la muerte que se avecinaba.

Haciendo cada vez más suyas las palabras y el ejemplo del Señor, su último servicio fue trabajar la ropa y tejer los jerseys de aquellos que consumaron la ejecución de sus vidas. Éste fue el testimonio de amor humano y específicamente cristiano, perfectamente conjuntados, que nos dieron durante los cuatro largos meses que precedieron a su muerte martirial.

El 20 de noviembre un microbús fue a recogerlas a la calle Maestro Chapí, n° 7, de Valencia para su último viaje. Desconocían el destino, pero lo sospechaban. Salieron de casa animándose, rezando y perdonando. Madre Ángeles había alertado ya a sus compañeras para el momento supremo: «Todos los males y los bienes están pesados, medidos y contados por quien puede servirse de ellos para nuestro bien». «Ni nos pondrá más carga que la que podamos sobrellevar, ni nos dejará llevar solas el peso de la tribulación». Ayudémonos mutuamente en los angustiosos momentos que atravesamos y, si es voluntad del que todo lo puede, que no nos volvamos a ver acá abajo, que nos unamos en abrazo eterno en el cielo.

La fe, la esperanza y el amor que Dios había puesto en la madre Ángeles y en sus compañeras el día de su bautismo, habían crecido y dado fruto según los talentos que cada una había recibido. Por eso, en aquel anochecer del 20 de noviembre de 1936, además de las ásperas órdenes del pelotón, oyeron la voz amorosa del Padre que les decía: «Entra en el gozo de tu Señor".

La madre Sufragio, última en morir, recogiendo el sentir comunitario, dio el último grito glorificando a Dios y diciendo: «Viva Cristo Rey». Fue la última «buena noticia» que daba al mundo en tinieblas, desde los primeros destellos de la luz del reino. Las balas acallaron sus labios, pero, desde entonces, su muerte grita para siempre la fuerza del Evangelio. Sus cuerpos cayeron al suelo en el picadero de Paterna, Valencia.

En solitario vivieron su prisión la madre Amparo Rosat y la hermana María del Calvario, en la cárcel de Carlet, hasta que en la noche del 26 de septiembre dieron su vida como testimonio de su fe. Fueron fusiladas en el Barranco de los Perros en las cercanías de Llosa de Ranes (Valencia).

LAS DIECISIETE MÁRTIRES

El Apocalipsis, cuando habla de las gentes misteriosas que se le aparecieron al vidente vestidas de túnicas rojas encharcadas por la sangre, se preguntaba dramáticamente que quiénes eran esas gentes y que de dónde estaban viniendo.

De Villajoyosa (Alicante) viene Madre Ángeles (Francisca Lloret Martí), la del gesto, quizás único en la historia de la Iglesia, de haberse ofrecido con sus hermanas a trabajar por quienes las perseguían. Tenía mucho talento, un carácter recto, un gran corazón y mucha caridad en él. Nació el 16 de enero de 1875. Le alcanzó la muerte siendo superiora general. Los años que le correspondió gobernar estuvieron llenos de angustia y confusión, de desconfianza y agresividad. Por eso le correspondió tomar soluciones rápidas. Se preocupó, sobre todo, de poner a salvo a todas las hermanas que pudo y para las restantes había buscado piso en la calle del Maestro Chapí, número 7, pues habían sido expulsadas de sus residencias habituales.

De Altea (Alicante), es María del Sufragio (Antonia María del Sufragio Orts Baldó) por nacimiento, pero de Benidorm por raíces. Durante el camino hacia el martirio, pese a ser una de las más jóvenes del grupo, iba exhortando a todas a ofrecer la vida por Dios y perdonar a los verdugos. Ya desde joven demostró ser una mujer de mucha caridad, gran mortificación, inteligente y muy alegre. Fue superiora del colegio de la Sagrada Familia de Valencia, donde hermanas y alumnas la quisieron con pasión. Se desvivió siempre por las hermanas y en los últimos años fue un apoyo muy valioso en el gobierno general. Aprovechaba cualquier circunstancia para estimular y así encontramos estas palabras escritas en sus últimos días: «Las joyas de los enamorados de la tierra son de oro y pedrería; las del enamorado del cielo son de sangre». Nació el 9 de febrero de 1888. Era vicaria general y maestra de novicias. Todas sus novicias regresaron al noviciado el año 1939.

Nacida en Molins de Rei (Barcelona) es María de Montserrat (María Dolores Llimona Planas), mujer inteligente muy dada a Dios, muy dispuesta siempre a hacer del Evangelio el libro de la calle para ella y para todos. Fue secretaria de madre Micaela (fundadora) y a su lado fue aprendiendo los entresijos de una vocación y carisma que se estaba definiendo. Nació el 2 de noviembre de 1860. Fue superiora general por espacio de 33 años, desde 1892 hasta 1931. En el 36 era consejera general.

En Benifaió de Espioca (Valencia) vio la luz del sol Teresa de San José (Ascensión Duart y Roig), el 20 de mayo de 1876. Sin cesar ofreció a Dios las flores del campo para que se gozara el Creador de la belleza de sus propias obras, y penetrada de un sentido teologal, repetía «que es mucho mejor hablar con Dios que hablar de Dios». Fue una excelente pintora. Había sido maestra de novicias y era superiora local de la casa generalicia cuando estalló la revolución del 36.

De Vilanova y la Geltrú (Barcelona) es Isabel Ferrer Sabriá, cofundadora. A los 28 años se unió a madre Micaela y Esperanza García en la fundación del instituto, viviendo todas las vicisitudes de los comienzos. Su sencillez la convirtió en una criatura que sirvió para todo, porque se entregó a todos. Su cordialidad ha sido proverbial: le interesaban los más pobres, los marginados, los analfabetos. Nació el 15 de 1852.

En Ulldecona (Tarragona), nació María de la Asunción (Josefa Mangoché Homs), el 12 de julio de 1859. De responsabilidad comunitaria acendrada, admirada por su trabajo callado, sencillo. Por su tierna y profunda devoción a María, llegó a recitar de memoria muchos párrafos de las «Glorias de María» que repetía y degustaba amorosamente. Era especialista en la costura y, de tal forma, que en sus últimos días esperaba la llegada del Señor aguja en mano.

Carlet (Valencia) tiene el orgullo de contar entre los suyos a María de la Concepción (Emilia Martí Lacal), nacida el 9 de noviembre de 1861. De su conciencia delicada y frágil supo especialmente la juventud de Sollana, para la que fue una excelente maestra de la oración. Sus alumnas cuentan: que les enseñó a orar, que las hizo gustar largos minutos de silencio con el Señor, y que les abrió el apetito hacia la lectura espiritual provechosa, además de beneficiarse de sus habilidades como maestra de corte y confección. Permaneció muchos años en Sollana y fue muy querida.

En Turís tiene una placeta María Gracia de San Antonio. Nació pobre, muy pobre, en el hospital de Valencia, el 1 de junio de 1869. Pero los de Turís fueron testigos de que María Gracia (Paula de San Antonio) sabía bien lo que era vivir y por eso ayudaba a tantos a aprovechar hasta el último momento de la vida; «al borde de la muerte —decía— se encuentra la verdadera vida». Se sabía en el pueblo que todo el mundo podía encontrar en sor Gracia una sonrisa, una ayuda, una asistencia fraterna. Era humilde, bulliciosa, pero respetuosa con todo y con todos; no quería llamar la atención de nadie, pero casi nadie dejaba de fijarse en ella. «Hay que pedir, hay que rogar, hay que aconsejar» —repetía—. Estaba dedicada a la enseñanza, pero tenía predilección por los enfermos y los pobres. Su recuerdo en Turís es imborrable.

De Valencia, y bautizada en la colegiata de San Bartolomé, es María del Sagrado Corazón (María Purificación Gómez Vives). Las tradiciones del instituto hablan de que: los horarios los cumplía a rajatabla, que en la capilla era de un recogimiento hermoso y contagioso, que guardaba el silencio escrupulosamente, que era muy buena. De su bondad y discreción nos hablan también los que la conocieron, especialmente sus alumnas. En el 36 se encontraba en el colegio que en Molins de Rei tenía el instituto y se trasladó a Valencia cuando por la fuerza tuvieron que salir del mismo. Había nacido el 6 de febrero de 1881.

Nacida en San Martín de Provencals (Barcelona), el 13 de 1885, María del Socorro (Teresa Jiménez Baldoví) fue bautizada en Santa María del Mar. Por pérdida de la madre, la encontramos acogida en la casa de misericordia de las Carmelitas de la Caridad, en donde fue creciendo en todos los aspectos. En 1907, a sus veintidós años, ingresó en el noviciado de las hermanas de la Doctrina Cristiana, y en el 36 formaba parte de la comunidad de Mislata. Era tierna, caritativa, sobre todo con las personas de la casa, que es una de las formas más difíciles de ejercer la caridad, humilde. Sus mejores esfuerzos los dedicó a la educación de los niños, los parvulillos, que a lo peor habían pasado también por el mismo trance de orfandad, que ella misma había vivido.

Huérfana, María de los Dolores (Gertrudis Suris Brusola) nace en Barcelona el 17 de enero de 1899. Bautizada en la catedral de Barcelona, recibe la formación, primero en el colegio de las religiosas francesas y luego en la Escuela Normal de Barcelona. Pasaba los veranos con los tíos, que la habían acogido, en Cabrera de Mar. Allí conoció a las hermanas de la Doctrina Cristiana y en el año 1918 se encontró con la maestra de novicias pintora que repetía: «Vale más hablar con Dios que hablar de Dios». 18 años después las dos le oyeron decir: Si el grano de trigo no muere, él solo queda; mas si muere, lleva mucho fruto...» Además, los de Ondara supieron que sus clases fueron siempre excelentes; y que no se ciñó simplemente a la explicación del catecismo y cualquier otra materia, sino que daba también un repaso de actualidad en cualquiera de sus enseñanzas. Al final, al llegar a Valencia, dijo: «Mi suerte será la de todas las hermanas».

En la parroquia de San Antonio de Valencia fue bautizada en 1862 Ignacia del Santísimo Sacramento (Josefa Pascual Pallardó). Nunca se movió de Sollana; allí se supo de su santa sencillez, de su lúcida inocencia. Le encantaba a sor Ignacia estar al servicio inmediato de la subsistencia de la comunidad. Sabía que en la cocina podía y debía encontrar la dignidad y la elegancia espiritual como en cualquier otro oficio. Hizo siempre con esmero, el trabajo sencillo y escondido que se le había solicitado. Y desde el tiempo lejano del noviciado, en San Vicente deis Horts, dejaba traslucir un gozo interior contagioso que era la alegría de cuantos se le acercaban. En el 36, las sacaron por la fuerza de la comunidad de Sollana y sor Ignacia se dirigió a la calle Maestro Chapí, donde se encontraban otras hermanas.

De Sueca (Valencia) es María del Rosario (Catalina Calpe Ibáñez) y fue bautizada en la parroquia de San Pedro Apóstol. Eran su pasión los libros de espiritualidad y de historia. Cuentan que lo que más le tentaba eran la lectura y las escapadas para visitar a la Virgen de los Desamparados. Con la tormenta del 36, dejó el colegio de la Sagrada Familia de Valencia, de cuya comunidad formaba parte, y pasó a la comunidad de la calle Maestro Chapí, donde perfumó la casa con sus jaculatorias hasta el día 20 de noviembre, día en que llegaría a la plenitud de la vida. Nació el 25 de noviembre de 1855.

Nunca sabremos cuándo escribió María de la Paz (Isabel López García), nacida en Turís (Valencia), al dorso de aquella estampa que guardaba en uno de sus libros y que rezaba: «Señor, hacedme digna de ser mártir por vuestro amor». Por supuesto, una plegaria que sonaba como a temblor y suspiro. Sor Paz se educó en el colegio que las hermanas de la Doctrina Cristiana tenían en Turís y se enamoró de la obra de madre Micaela, cuyos pasos quiso seguir. Hasta el final de sus días puso en práctica su nombre, pues sembró de paz y de servicios la estancia de las hermanas en la comunidad de Valencia. Nació el 12 de agosto de 1885.

De Albacete, posiblemente del pueblo de La Roda, es Marcela de Santo Tomás (Áurea Navarro). Sor Marcela fue la más afortunada de las novicias de la madre Sufragio. Las otras novicias, a finales de julio, madre Ángeles y madre Sufragio vieron necesario el que regresaran a casa de sus padres ante las perspectivas sombrías. La pobre Marcela, sin noticias desde hacía tiempo de sus familiares, tuvo que quedarse con las hermanas ¿Pobre? Fue su gran oportunidad. Así, la última de las novicias se enriqueció con la palma del martirio.

De Carlet (Valencia) es María del Calvario (Josefa Romero Clariana). Había nacido el 11 de abril de 1871. Tuvo muchas dificultades, por parte de la familia, para ingresar en el instituto. Pero Josefa tenía tomada la decisión con mucha fuerza y, a los veintiún años, ingresó en el noviciado. Ya profesa formó parte de las comunidades de: San Vicente deis Horts, Tabernes de Valldigna, Guadasuar, Carlet. Aquí se encontraba el 18 de julio cuando tuvieron que salir a toda velocidad del colegio. Se refugió en casa de su hermana, en donde se encontraban escondidas dos sobrinas, también religiosas de la Doctrina Cristiana. Ocho días estuvo en la cárcel de Carlet y el 26 de septiembre fue fusilada en el Barranco de los Perros, del término de Llosa de Ranes. Sor Calvario, junto con la madre Amparo, precedieron en el martirio a las otras quince mártires de la comunidad de Valencia.

Finalmente, Madre Amparo (Teresa Rosat Balasch) había nacido en Mislata, (Valencia), el 15 de octubre de 1873. En el instituto la encontramos ya en el año 1896. Y en 1906 había pronunciado sus votos perpetuos. Fue superiora de las comunidades de Tabernes de Valldigna, Molins de Rei, Cabrera de Mar, Cornellá y Carlet, de cuya comunidad formaba parte en el 36. Como todas tuvo que encontrar lugar a donde ir, y lo hizo en casa de una familia amiga, Filomena García Cubel, pero a los pocos días la encontramos en la cárcel de Carlet, de donde salió la misma lóbrega noche que sacaron a sor Calvario. Las dos corrieron la misma suerte. Era el 26 de septiembre de 1936. Madre Amparo era hija única y, al morir, dejó a su madre, mayor y enferma. Al finalizar la guerra, las hermanas de la Doctrina Cristiana la acogieron hasta sus últimos días.

Éste fue el curso de su existencia, el lema de su vida consagrada: habían enseñado a leer a los niños, habían ofrecido letras a los analfabetos, habían curado las heridas de las gentes más abandonadas, a todos habían tratado de infundir las enseñanzas del Maestro. Al final, un sencillo perdón –sin condiciones– para sus enemigos. Todas esperaban con la firmeza y seguridad de quienes sabían que, al amanecer de aquel día, vendría el Esposo de Sangre con quien cada una de las hermanas se había desposado.

Los nombres propios de nuestras 17 mártires quedaron inscritas en el Libro de la Vida, el 1 de octubre de 1995, día en que el papa, Juan Pablo II, las declaró oficialmente beatas.

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