domingo, 26 de octubre de 2014

Homilía


El pueblo de Israel se sentía orgulloso de la Torá, la Ley que Dios le había dado por medio de Moisés.

Entre los contenidos de las leyes divinas de la Torá, conocida también como “Código de la Alianza”, destacan los de contenido fuertemente social.

La primera lectura de hoy se fija en los derechos de los inmigrantes, huérfanos y viudas, los menos considerados en el escalafón, “porque, si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé” (Éxodo 22, 23).

Por la misma razón, castiga los abusos en los préstamos de ropa o dinero (usura) al pobre.

Este texto, junto a otros muchos del Antiguo Testamento, ratifica que Dios está con los pobres, que son los que más le necesitan.

La marginación sigue siendo, pasados varios siglos, una lacra que hunde hasta la desesperación a una mayoría de emigrantes y parados de larga duración, condenados a quedar fuera de los circuitos de producción y a vivir en la pobreza y en la exclusión social.

¿A quién recurrir? ¿Qué hacer?

Es un drama humano de grandes dimensiones, que amenaza la estabilidad mundial y la convivencia de los pueblos, porque los que tienen que solucionar el problema miran para otro lado o están atrapados por la corrupción y el tráfico de influencias. Los medios de comunicación social se hacen eco a diario de los abusos de poder, de la ostentación y el lujo que exhiben algunos y de los “triunfadores”. Escasas menciones, sin embargo, y pocas palabras para los “fracasados”. No interesa; la pobreza no vende, porque no cotiza a la seguridad social ni aporta beneficios en el mercado

Es difícil salir de este pozo sin fondo cuando falta sensibilidad institucional práctica – abundan las promesas y buenas palabras- a nivel de gobiernos y de sindicatos que tan sólo protegen a los trabajadores en activo y dejan de lado al resto.

¡Ay si el profeta Amós levantara la cabeza!

La historia se repite. Desde los tiempos del Éxodo no ha menguado la voracidad de los hombres, el sometimiento de los semejantes y la explotación de los pobres.

“A lo pobres los tenéis siempre con vosotros”, dice Jesús (Marcos 14, 7).

Las legislaciones del Éxodo para atajar los atropellos e injusticias hacia los más débiles culminan con la clara definición del primer mandamiento: “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6, 4-6).

Este mandamiento, en el Nuevo Testamento va unido al del amor al prójimo. Ambos son inseparables (evangelio), pues si queremos responder a lo que Dios pide de nosotros ha de ser atendiendo a las necesidades de los demás.

Desde este punto de vista, los seguidores de Jesús hemos de afrontar las crisis humanas y la resolución de los problemas con sensibilidad y entrega desinteresada, compartiendo los bienes materiales y espirituales, y recabando ayudas para garantizar la asistencia a los pobres, independientemente de lo que hagan o dejen de hacer los mandatarios del pueblo.

Acoger a los más necesitados es algo es algo que está en las mismas entrañas de las religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islamismo.

Las tres consideran como deber sagrado la limosna, pues hemos de ser compasivos y misericordiosos con el prójimo para alcanzar también la misericordia de Dios, supremo valedor de los pobres.

El amor a Dios y al prójimo, aunque van íntimamente unidos y son semejantes, no son lo mismo.

Para Jesús el amor a Dios, buscar su voluntad, su Reino, es lo primero.

Tampoco el amor al prójimo es una ocasión para amar a Dios, pues el prójimo necesita ser amado por sí mismo y no porque esté mandado.

¿Quién le dice a una madre cómo debe amar a su bebé? Lo hará, porque es su hijo, le sale del corazón, cuidará de él y dará, si es preciso, su vida, para que nunca le falte de nada.

Amar al prójimo como a uno mismo significa ponerme en su lugar y comportarme con él como quiero que se comporten conmigo y amar como quiero que me amen.

El resumen sobre lo que somos y a lo que aspiramos lo encontramos en el pensamiento de Jesús (versículo del aleluya): “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amaré, y vendremos a él” (Juan 14, 23).

Un niño, que se acercó a comprar un perrito en una tienda de animales domésticos, donde estaba expuesta la foto de cuatro hermosos cachorros rubios que llamaron su atención.

- “Buenos días, dice el niño al dueño del establecimiento.

- Buenos días, le respondió éste, picado por el interés. ¿Qué deseas?

- Quiero comprar uno de sus perros, ¿puedo verlos?

- Claro, faltaría más. Vale cada uno 50 euros. ¿Tienes dinero suficiente?

- Sólo dispongo de 3 euros, la paga que me dan mis padres cada semana, pero le pagaré poco a poco, se lo aseguro.

- Te los enseñaré, aunque no sé si debo fiarme de ti.

Dio unas palmadas, profirió un fuerte silbido y casi al momento apareció corriendo la perra acompañada de tres de sus cachorros y el cuarto más retrasado

- Me quedo con el último, gritó el niño visiblemente emocionado

- Ése te lo regalo, porque está cojo. Me ha dicho el veterinario que nunca se curará y pienso sacrificarlo.

- De ninguna manera, agregó contrariado. Este perrito vale tanto como los otros. Le iré pagando los 50 euros.

El comerciante accedió contento por el negocio que había hecho, pero el rictus de su cara cambió al ver alejarse al niño con el perrito en los brazos y cojeando. Tenía una pierna ortopédica”.


Dios ha pagado un alto precio por nosotros, porque siendo “cojos” no ha rescatado de la muerte y nos ha regalado su Amor.

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