domingo, 19 de octubre de 2014

Homilía


La conquista de Babilonia por las tropas del emperador persa Ciro marca un hito en la historia de Israel, sólo superado por la epopeya del Éxodo.

El pueblo recibe con alegría el advenimiento de este emperador pagano, a quien Isaías considera siervo y mediador de la salvación de Dios.

Antes los mediadores habían sido siempre “hombres de Dios”, personas piadosas y ardientes defensoras de la fe y las tradiciones de Israel: Moisés, Samuel, Elías…

Dentro de la lógica del pueblo judío, parece una paradoja que un pagano sea reconocido por Dios por su nombre, como lo fue Abraham o Moisés.

Esto demuestra que el designio salvador de Dios está por encima de las formas políticas (babilonios, persas, griegos, romanos) y de confesiones religiosas (yahvismo, judaísmo, cristianismo…).

Los hombres y mujeres de hoy pagamos un alto precio, el precio de la incertidumbre y la angustia existencial, a causa del relativismo moral en que nos movemos.

Nos creemos señores de la historia, dueños de la vida y controladores de la moral. Pero somos muy poquita cosa si se nos desnuda de los ropajes en los que envolvemos nuestras incapacidades y frustraciones.

Quizás por eso sentimos la tentación de “secuestrar a Dios” para que se haga cómplice de nuestros planes y así justificar nuestras actitudes egoístas.

San Pablo, en la carta a los Tesalonicenses que acabamos de proclamar, da gracias a Dios por ellos, porque han aceptado la fe en Jesús y se están esforzando en fomentar la esperanza y cultivar el amor.

El salmo 95,10 insiste en esta primacía de Dios: “El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente”.

Estas palabras de Jesús son una respuesta contundente a los que quieren tenderle una trampa y enfrentarle, o bien con las autoridades políticas o bien con las religiosas.

Corresponde al César el poder temporal de la tierra, el desarrollo de la convivencia humana a través del control de las personas y las mercancías, el cobro de impuestos o tasas, la articulación y puesta en marcha de los proyectos, el orden ciudadano y un largo elenco de pequeñas responsabilidades secundarias a los planes de Dios.

El resto, lo fundamental, lo que abarca los valores de las personas, corresponde a Dios.

Es de sabios saber distinguir el plan de Dios, que debe ser el centro de nuestra vida, de los planes de los hombres, casi siempre interesados.

Los primeros mártires cristianos murieron por confesar a Jesús, defender su libertad religiosa y negarse a adorar al emperador de Roma.

Hoy la libertad religiosa sigue en entredicho en muchos países del mundo, por un lado como consecuencia de las presiones de militantes ateos, muy activos y beligerantes.

Si Dios no existe para ellos ¿por qué tienen tanto celo en ningunear a los creyentes o en silenciar el nombre del Todopoderoso? ¿No será para usurpar su autoridad y erigirse en dictadores?

Por otro lado, nos encontramos con intolerancias, que derivan en persecución en países, especialmente musulmanes, que no admiten otro credo religioso que el suyo.

El Dios único y señor de la historia es también señor de la Iglesia y de la Misión, que cobra hoy especial relieve con la celebración del Domingo Mundial de las Misiones (Domund).

Bajo el lemas: “Renace la alegría” los cristianos nos ponemos en marcha para anunciar al mundo el gozo del evangelio, que emerge como fuerza liberadora en medio de una parte del mundo atormentado por el odio, la venganza o la guerra.

“Quienes se dejan salvar por Él”, dice el papa Francisco, son liberados del pecado, de las tristezas, del vacío interior y del aislamiento” (Evangelii gaudium)

Los misioneros son la avanzadilla de la Iglesia, un ejército de salvación desplegado por todos los rincones del mundo para hacer presente a Dios mediante la Palabra y el testimonio de su vida entregada a los demás.

Por desgracia, la vida nos trae y nos lleva, nos absorbe en asuntos familiares, económicos o laborales estresantes, que nos descentran y nos impiden llevar a término los buenos propósitos.

La fe así se apaga, nos sumergimos en un mar de dudas y nos volvemos vulnerables frente a los “ataques” de la sociedad de consumo, de las prisas por sobrevivir y de la resolución de necesidades que creemos urgentes.

Lo que nos urge es volver al amor primero, al romance con Cristo, donde brota la fuente de la felicidad, y dejarnos interpelar por Él como guía supremo que nos lleva al Padre del cielo.

Sin este enamoramiento previo, no hay verdadera misión cristiana; en todo caso, un noble altruismo. Sólo se irradia lo que se vive con alegría y con el entusiasmo que da la convicción de amar y sentirse amado.

Nos asombra cómo viven la fe cristiana los pueblos que no han sido contaminados por el virus de los llamados “países desarrollados” y cómo la celebran con cantos y danzas.

Nos impresiona la actitud de los misioneros que han contraído el ébola por atender a los enfermos. Todos conocemos el caso de dos “Hermanos de San Juan de Dios”, contaminados por el virus en Sierra Leona por su dedicación a los enfermos y recientemente fallecidos en España.

La alegría de ser cristiano y saber compartir los bienes no es comparable a las juergas que montan otros para acallar los vacíos del corazón.

Si desterramos a Dios de nuestra vida, ¿qué nos queda?

Fátima es una niña nigeriana, bautizada con este nombre porque nació un 13 de Mayo.

Sus padres murieron martirizados por un grupo islamista por confesar la fe cristiana.

Desde entonces vive acogida en la casa de unos tíos, que la tratan con cariño.

Todos los días acude andando a la misión católica, ubicada a varios kms de distancia, y deposita una flor sobre la tumba de sus padres mientras esboza una sonrisa.

“Ellos me dan fuerzas y sé que me asisten desde cielo”, dice a los que se compadecen de ella”.

Señor, que no se apague nuestra fe, que valoremos tus dones y sepamos encarnarnos en las realidades humanas de las personas que más nos necesitan.

María, causa de nuestra alegría y Reina de las misiones, ruega por nosotros.

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