domingo, 10 de agosto de 2014

Homilía


El profeta Elías se enfrenta al poder opresor del rey Acab, en defensa de la verdadera religión, y tiene que huir de la impía reina Jezabel para refugiarse en una cueva del monte Horeb.

Como Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley, oye la voz de Dios, que le dice: “Ponte en pie, el Señor va a pasar” (I Reyes 19, 11).

Elías espera el paso del Señor como un hecho grandioso, pero queda desconcertado cuando descubre que no está en los fenómenos ruidosos del viento huracanado, el terremoto o el fuego, sino en la brisa tenue, en el silencio elocuente.

Varios siglos más tarde ocurre en Nazaret, un pueblo insignificante y en una cueva, el acontecimiento más singular de la historia humana: la encarnación del Hijo de Dios en las entrañas de la Virgen María.

Fallan nuestros cálculos si pensamos en parafernalias, desfiles y comitivas, al estilo de los reyes de la tierra, para presenciar el paso del Señor.

No es la forma de obrar de Dios, que busca al hombre, y si éste está atento a lo pequeño e insignificante, se deja encontrar por Él y todo adquiere una perspectiva distinta.

El relato evangélico describe un encuentro especial de Jesús con sus discípulos, con un marcado simbolismo, en el Mar de Galilea.

La escena se desarrolla durante una travesía en barco al otro lado del Lago, mientras Jesús despide en tierra a la muchedumbre y se retira, como cada noche a orar al Padre del cielo, lejos del ruido y de las presiones que recibe en el ejercicio de su ministerio evangelizador.

Es consciente del peligro que corren los suyos sin su presencia, pero quiere que reciban una lección de fe frente a la prueba que deben sortear.

El viento, la noche, las olas, la tempestad, el remar contra corriente, adquieren tintes dramáticos. Están solos frente a fenómenos naturales incontrolables.

El miedo a que la barca zozobre y se hunda en el mar (símbolo de la muerte) refleja la realidad de las primeras comunidades cristianas y también de las nuestras.

Es la misma situación que nos atenaza hoy ante el aparente eclipse de Dios y el florecimiento de ideologías que niegan su existencia o atacan a los creyentes como engañados ilusos de falsas realidades.
¿Triunfarán las fuerzas del mal y hundirán la Iglesia? ¿Desaparecerá la fe cristiana ante las embestidas de sus enemigos?

Es una pregunta, que surge en nuestra mente durante la larga noche de la fe, en la que se multiplican fantasmas imaginarios y sentimos miedo; un miedo que condiciona nuestra libertad y nos impide reaccionar y luchar contra la adversidad.

Nuestras solas fuerzas son insuficientes para detener la tempestad de nuestro corazón angustiado.

Necesitamos que Jesús nos eche una manos y nos diga: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo” (Mateo 14, 27).

Grandes santos como Teresa de Jesús, Pedro de Alcántara, Teresa de Calcuta, Padre Pío han vivido en sus carnes esta dura prueba del fracaso, de la “ausencia” de Dios, de apatía y falta de motivaciones… San Juan de la Cruz la llama “La noche oscura del alma”.

Todos los creyentes, en mayor o menor medida, debemos afrontarla.

Pero, pasada la noche, llega el alba, y la figura de Jesús emerge sobre las aguas procelosas de la muerte, calma el mar, ahuyenta los miedos y fortalece la fe vacilante de sus discípulos.

Hay un detalle en el evangelio que no pasa desapercibido. Se trata de Pedro andando sobre las olas.

Es el ejemplo de todo creyente, que se siente seguro poniendo los ojos en Jesús.

El hundimiento de Pedro, al desconfiar de Jesús y fijarse en el peligro de las olas, revela la inseguridad que nos atenaza al alejarnos de su poder protector.

A pesar de todo, Jesús extiende la mano y nos recrimina a cada uno cariñosamente con palabras de aliento: “¡Hombre de poca fe! ¡Por qué has dudado?” (Mateo 14, 31).

“Cuando un niño empieza su adolescencia, su padre lo lleva al bosque, le venda los ojos y se va dejándolo solo.
El muchacho tiene la obligación de sentarse en un tronco toda la noche y no puede quitarse la venda hasta que los rayos del sol brillan de nuevo en la mañana. Tampoco puede pedir auxilio a nadie.
Una vez que sobrevive esa noche, ya es un hombre.
No puede hablar con los muchachos sobre esta experiencia, pues cada chico debe entrar en la adultez por su cuenta.
El chico, lógicamente, está atemorizado al oír toda clase de ruidos: bestias salvajes que merodean a su alrededor, aullidos de lobos, gritos humanos para hacerle daño…
Escucha el soplido del viento y el crujir de la hierba, sentado estoicamente en el tronco, sin quitarse la venda. Esa es la manera en que puede llegar a ser adulto.
Por último, después de esa horrible noche, aparece el sol.
El muchacho se quita la venda… Entonces descubre a su padre sentado junto a él, que ha velado toda la noche para protegerle del peligro sin que se dé cuenta”


Estamos en las manos de Dios, que nunca nos abandona y nos ha dejado a Jesús para que vele por nosotros.

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