domingo, 3 de agosto de 2014

Homilía


El texto de Isaías-primera lectura-nos exhorta a fiarnos de las promesas de Dios, porque llegan tiempos mejores y un horizonte de esperanza con la futura llegada del Mesías prometido al rey David.

El pueblo acaba de regresar del destierro de Babilonia después de sufrir allí múltiples penalidades. Ansía recuperar su libertad, sembrar los campos, reconstruir el templo de Jerusalén, erigir ciudades y disfrutar de los bienes de la tierra para vivir con dignidad.

Las fiestas sociales, especialmente los desposorios, donde se reúnen familiares y amigos tienen, tanto en el Reino de Israel como en el de Judá, un marcado sentido religioso, que rememora la unión sagrada entre Dios y su Pueblo, que se celebras con el consumo de manjares, vedados durante el resto del año, y vinos de solera.

Las palabras del profeta:
“Venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde”.
(Isaías 55, 1), son como un anticipo de la llegada del Reino de Dios, capaz de saciar la sed y apagar el hambre de la gente.

Esto queda reflejado en el salmo 144, 15: “Los ojos de todos te están aguardando, Señor, tú les das la comida a su tiempo”.

Jesús irrumpe- evangelio de hoy, en un ambiente sociológico especial que, en Galilea, tierra de gentiles, se traduce en necesidades físicas y espirituales. Escasean los alimentos y sobran los opresores que exprimen y explotan al pueblo. Muchos pasan hambre.

Jesús es sensible a las necesidades de la multitud que le sigue, y se compadece de ella, porque pone tanto interés en escucharle que se olvida de traer alimentos.
No interviene personalmente para remediarlas. Tan sólo dice:

“Dadles vosotros de comer”
(Mateo 14, 16).

Es una forma de recabar la colaboración humana, en este caso de cinco panes y dos peces, para realizar el milagro.

“Dadles vosotros de comer”, es una orden que promueve el ejercicio de la misericordia y el amor, y desemboca en el reconocimiento final de Dios:

“Tuve hambre y me disteis de comer” (Mateo 25, 35).

La práctica de la caridad entra de lleno en la esencia de la fe, hasta tal punto que el apóstol Santiago llega a afirmar que “una fe sin obras es una fe muerta” (Santiago 2, 17).

Los primeros cristianos nombran diáconos para ocuparse de los pobres y abren una tradición de socorro a los necesitados, que es una constante en todas las épocas del cristianismo.

Hoy abundan las instituciones dedicadas a este menester; entre ellas, las dos grandes avanzadillas de la Iglesia: Cáritas y Manos Unidas, cabezas visibles del compartir de bienes.

Todos sabemos la ingente labor que están realizando en estos momentos de crisis; hasta sus mismos enemigos la reconocen, porque no les queda otro remedio.

¿Qué sería de nuestra sociedad sin los centros de acogida a los pobres sin techo, a los ancianos desamparados, a los enfermos, a los inmigrantes, a las mujeres maltratadas, a los marginados de los circuitos económicos, a los parados sin recursos?

¿Qué sería de nuestra sociedad sin los comedores sociales, sin las parroquias, que fomentan la solidaridad y recaban constantemente ayuda de los feligreses?

¿Qué sería de nuestra sociedad sin los millares de voluntarios, que entregan su tiempo, su salud y su dinero para paliar o cubrir las necesidades de los demás?

¿Qué hacen los partidos políticos, los sindicatos, las multinacionales o la banca, mientras tanto, además de perderse en elucubraciones ideológicas, descalificaciones mutuas, discursos demagógicos y promesas de futuro que casi nunca se cumplen?

¿Por qué algunos de ellos critican duramente a la Iglesia, cuando no mueven un dedo por los pobres a los que dicen defender?

Los cristianos de a pie estamos hartos de soportar insultos por parte de quienes mantienen en sus programas políticos la lucha de clases, la religión como enemiga del progreso o el odio a todo lo religioso, residuo atávico de un anticlericalismo, que hoy no tiene razón de ser, porque los sacerdotes apenas cobran el salario mínimo interprofesional y la mayoría de las parroquias llegan a fin de mes con las arcas vacías.

¿Acaso reparten sus ganancias con los pobres?

Una cosa es predicar y otra dar trigo. Y si no, ¡qué pregunten a Cáritas y a Manos Unidas, y tomen buena nota de dónde proceden las ayudas!

Los centros públicos cierran sábados y domingos, días en los que los pobres también comen. Pero Cáritas está ahí.

Si miramos por dentro, nos sorprenderemos cómo se puede llegar a todos con los donativos de la solidaridad, sin aspavientos, sin ostentaciones propagandísticas y sin el apoyo de los medios de comunicación social.

La caridad no es ruidosa, tiene su morada en el silencio y su válvula de escape en llevar la alegría a los tristes, consuelo a los afligidos y auxilio a los desesperados; casi siempre a través de personas anónimas, cuyo único galardón es ser reconocidas por Dios y disfrutar de la tranquilidad de conciencia de lo bien hecho.

El milagro de la multiplicación de los cinco panes y los dos peces se produce actualmente cada día. Abramos los ojos para verlo.

“Cuentan que dos hermanos, uno soltero y otro casado y con cinco hijos, poseían una granja de suelo fértil, cuyos frutos se repartían a partes iguales. Así lo hicieron varios años.

El hermano casado empezó a sobresaltarse años después por las noches y pensó: .

Y esa misma noche cogió un saco de trigo de su cosecha y lo vació sigilosamente en el granero de su hermano.

El hermano soltero también empezó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo: .

Y esa misma noche cogió un saco de trigo de su cosecha y lo vació sigilosamente en el granero de su hermano.

Un noche coincidieron ambos por el camino y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.

Muchos años más tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se conoció en toda la comarca, y los ciudadanos decidieron levantar un templo en el lugar del encuentro de los dos hermanos, porque creían que no había otro sitio más santo que aquél”.


La caridad es la cara visible del Amor, de un Amor que celebramos cada domingo en la Eucaristía.

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