miércoles, 4 de junio de 2014

SAN QUIRINO DE SISCIA

Después de ocho años de persecución, los perseguidores empezaban a cansarse. Los tiranos eran menos exigentes, menos crueles los verdugos y menos vigilantes los carceleros. Los cristianos condenados a las minas podían reunirse después de sus trabajos para cumplir con sus deberes religiosos; surgían las antiguas iglesias a la vista misma de los poderes públicos, y en España, gobernada por el joven cesar Constantino, la paz religiosa había empezado ya. No faltan, sin embargo, todavía ilustres víctimas; y entre ellas es digno de recuerdo, por la belleza de las actas que nos recuerdan su martirio, Quirino, obispo de Siscia, en Panonia. Sabiendo que la policía le buscaba, Quirino abandonó la ciudad, pero descubierto algún tiempo después, fue llevado a presencia de un magistrado municipal que se llamaba Máximo. Procedióse al interrogatorio.

—¿Por qué huías?

—No huía; cumplía sencillamente la orden del Señor, que nos dice: «Si os persiguen en una ciudad, dirigíos a otra.»

—¿De quién es ese precepto?

—De Cristo, que es verdadero Dios.

—Por lo visto, no sabes que los edictos de los emperadores llegan a todos los puntos de la tierra, mientras que ese a quien tú llamas verdadero Dios no podrá librarte de nuestras manos, como no ha podido impedir que cayeses en ellas.

—El Dios a quien adoramos—respondió Quirino—jamás nos abandona; puede socorrernos en todo momento; cuando me cogieron tus gentes estaba conmigo, en este momento me ayuda y me conforta, y es Él quien habla por mi boca.

—Hablas demasiado, como si quisieras eludir la orden de los emperadores; lee sus divinos decretos y obedécelos.

—No puedo obedecer la orden de los emperadores, porque es sacrílega; no puedo inmolar a vuestros dioses, porque no existen. El Dios a quien yo sirvo está en el Cielo, en la tierra y en el mar; está en todo y sobre todo; lo contiene todo, porque todo ha sido hecho por Él y todo está en Él.

—Has vivido demasiado y aprendido muchos cuentos. Aquí tienes el incienso; si te niegas a hacer un acto de piedad, serás atormentado y sufrirás una muerte atroz.

—Los tormentos serán para mí una gloria; y en cuanto a la muerte, si es que soy digno de ella, será el principio de una vida inmortal. Quiero ser piadoso con Dios, pero no con los dioses. No creo en dioses, que no existen, ni quiero quemar incienso en el altar de los demonios. Mi Dios tiene su altar, en el cual se consuma un sacrificio de agradable olor.

—Estoy viendo que con esa locura vas derecho a la muerte. Sacrifica.

—No sacrifico a los demonios; está escrito que el que sacrifica a los dioses perecerá.

Máximo hizo que azotasen al mártir, y después le dijo:

—Reconoce que los dioses del Imperio son poderosos. Si obedeces, serás nombrado sacerdote de Júpiter; si no, te enviaremos al prefecto Amancio, y entonces nadie te librará de la pena capital.

—Yo ejerzo un sacerdocio; soy sacerdote si me ofrezco en sacrificio al verdadero Dios. Habéis maltratado mi cuerpo, pero no creáis que sufro; me alegro de ello. Estoy pronto a tolerar suplicios mayores, para que aquellos cuyo cuidado he tenido en este mundo me sigan a la vida eterna, a la cual lleva este camino tan sencillo.

—Que sea encadenado y llevado al calabozo—dijo el magistrado.

—No temo la cárcel ni los hierros—replicó Quirino—. La luz de mi Dios me acompañará en la oscuridad.

En la cárcel, el obispo convirtió al carcelero Marello y le signó en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. A los tres días le sacaron para llevarle a la presencia del prefecto de Panonnia. Iba encadenado; a su paso, los cristianos, y en especial las mujeres, salían a su encuentro, presentándole manjares y bebidas exquisitas, que él tomaba sonriente y agradecido. El prefecto Amando le recibió en Sabaria, una ciudad cercana al Danubio, donde un año más tarde nacería San Martín, el apóstol de las Galias, y quiso que la audiencia se celebrase en el teatro.

—Dime—preguntó—, ¿es verdad lo que me dice el magistrado Máximo?

—He confesado al verdadero Dios en Siscia—dijo Quirino—; le he servido siempre, le llevo en mi corazón y nadie podrá separarme de Él.

—Me duele—continuó Amancio—humillar a un anciano como tú con las varas; quisiera hacerte entrar en razón benignamente, a fin de que goces de paz en tus últimos años.

—No te inquietes por la edad, que una fe indomable puede hacer más fuerte que todos los suplicios. Mi resolución está tomada, obra tú como te parezca.

—No entiendo—repuso Amancio—. Tu actitud es contraria a la manera de obrar de los hombres. Son muchos los que por evitar el suplicio reniegan de su pasado; tú, en cambio, renuncias al reposo amable en que se deslizaban tus días y corres con ardor a la muerte. Es una locura, créeme; obedece a las leyes romanas y no resistas a nuestros emperadores.

—No puedo obedecer a esas leyes, porque sigo los preceptos de Cristo que yo enseñaba a los fieles; por lo demás, tus razones podrían convencer a ciertas inteligencias débiles que aspiran a prolongar una vida miserable; no a mí, que he sido instruido por Dios en la esperanza de una vida mejor, que ya no teme las acometidas de la muerte. Esa vida es la que yo amo, y a ella me dirijo tranquilamente.

—Bueno—terminó el prefecto—; he perdido bastante tiempo contigo. Quiero hacer en ti un escarmiento, a fin de que los que quieran vivir queden espantados con tu muerte.

Y mandó que le atasen al cuello una rueda de molino y que lo arrojasen al río. Lanzáronle desde un puente; pero él permaneció largo tiempo flotando sobre las aguas, hablando a la multitud y diciéndola que no se doliese por su suerte. Después clavó por última vez sus ojos en el Cielo y se hundió.

Esto era a mediados de junio del año 310, cuando los que habían desencadenado la última persecución empezaban a sentir el peso de la venganza divina. Maximino preparaba en Oriente el veneno que había de necesitar algo más tarde para escapar al suplicio. Galerio se pudría en su palacio de Sárdica con la enfermedad hedionda de los perseguidores: el fuego consumía sus entrañas, gusanos repugnantes corrían por sus carnes y un olor de cadáver salía de su cuerpo vivo. Un perseguidor del siglo II, atacado de la misma dolencia, había dicho estas palabras: «No publiquéis lo que sufro, para que no se alegren los cristianos.» Perú Galerio, cuando vio su cuerpo deformemente hinchado por la parte superior, y por la inferior convertido en un esqueleto, sintió, como en otro tiempo Antíoco, la necesidad de tratar con Dios. Fue un arrepentimiento interesado y cobarde. «Yo restableceré el templo de Dios—gritaba en el paroxismo de los dolores—; yo satisfaré por mis crímenes.» Y acabó por publicar aquel edicto de tolerancia, insolente y suplicante a la vez, en el cual, queriendo cubrir con un lenguaje hipócrita la confesión de su derrota, comenzaba insultando a los cristianos y terminaba pidiéndoles rezasen por él. Entre tanto, Maximiano Hércules erraba a través de la Galia intrigando y conspirando. Perdonado una vez por Constantino, siguió abusando de la clemencia. Fue preciso tratarle con rigor; se le permitió escoger el género de muerte, y acabó colgándose. Sus imágenes fueron destruidas en todo el Imperio. Y con ellas cayeron también las de Diocleciano. Al saberlo, el pobre solitario de Salona corría como loco por las galerías de su morada suntuosa, lloraba inconsolable, se arrastraba por el suelo y se negaba a tomar todo alimento. Había comenzado su agonía; pero estaba .escrito que debía vivir lo suficiente para ver destruida su obra, execrado su nombre y triunfante el cristianismo, «Al mes del edicto de Milán, dice Lactancio, moría de hambre y de tristeza.»

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