lunes, 9 de junio de 2014

San Efrén de Siria

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San Juan Crisóstomo es el sirio de la ciudad, helenizado, transformado por la cultura clásica, iluminado por los resplandores de las escuelas atenienses; San Efrén es un sirio del campo, un representante genuino de la raza bíblica, de aquellos labradores que cultivaban las fértiles campiñas del Orontes y de aquellos pastores que guiaban sus rebaños por las llanuras donde florecieron las más antiguas civilizaciones. Aunque convertidos al cristianismo, estos campesinos conservaban con amor su lengua, sus costumbres y el sello de la raza. Bastaba salir de Antioquía para encontrarse en un mundo distinto, un mundo que el Crisóstomo admiraba por las virtudes de trabajo y honradez de sus habitantes, por la tenacidad de la fe de los rudos aldeanos, por la fuerza vibrante de su elocuencia bárbara y por la solidez de su rústica filosofía, que el sacerdote antioqueno prefería a la ciencia brillante de Grecia.

En este ambiente nació San Efrén, en una casa modesta de aquella ciudad de Nisibe, que, situada en la frontera del Imperio romano, tan pronto veía pasar por sus calles las águilas de los cesáres como los leones heráldicos de los persas.

Dotado de un temperamento poético y soñador, Efrén tenía la inquietud de una llama. El mismo nos habla de su condición antojadiza y aventurera. Era uno de esos hombres que los espíritus prácticos y excesivamente equilibrados consideran con olímpico desdén. Y algo de eso debía de tener el padre del joven. Pero había, además, otro motivo de disentimiento: en la casa de Efrén todos eran paganos, adoradores de Ormuz o devotos de los antiguos dioses asirios. El mismo jefe de la familia llevaba las ínfulas sacerdotales y sacrificaba al fuego y al sol. Pero cuando el viejo recordaba las teorías del Zend-Avesta o las genealogías de Istar y Bel, su hijo meneaba la cabeza o dejaba escapar una risa burlona. Entonces el sacerdote se llenaba de cólera, y su fanatismo se traducía en injurias, amenazas y golpes. «Los cristianos—decía—me han envenenado a este chico.» Y, efectivamente, la doctrina evangélica se había presentado a la mente del mancebo como la única religión capaz de saciar sus ansias contemplativas.

Una tarde, Efrén encontró cerrada la casa paterna. No lo sintió mucho; sin llamar tres veces, volvió la espalda y salió de la ciudad, encomendándose al ángel San Rafael, que no lejos de allí había guiado los pasos del joven Tobías. Caminó incierto a donde su humor le llevaba, de aldea en aldea y de desierto en desierto. Pero aquella vida errante era una escuela para su espíritu observador. Aprendía las lecciones de los anacoretas, lo mismo que los cantos de los aldeanos; se entrenaba en aquella poesía popular, que después manejará con tanta maestría. Vivía en las chozas y en las ermitas, hoy en compañía de los clérigos, mañana guardando rebaños de ovejas. Una noche su ganado fue asaltado y robado por una tropa de beduinos. Esto era en las riberas del Éufrates. Se le creyó cómplice de los ladrones, se le llevó a los tribunales en medio de una gritería espantosa y se le arrojó en un calabozo. Allí su mayor tristeza era pensar que, acaso sin él saberlo, había cometido algún crimen merecedor de la justicia divina; pero cuando más apretado estaba por esta inquietud, vinieron a anunciarle su libertad y el triunfo de su inocencia. Y continuó peregrinando, ayunando en las soledades, regando con sus lágrimas los santuarios, callando meses enteros y, después, animando con su charla inagotable, con su musa pintoresca y llena de imágenes, con sus recuerdos bíblicos y ascéticos, los grupos de los aldeanos y el público abigarrado de las caravanas.

En sus peregrinaciones, penetra dentro del mundo helénico y llega hasta Cesárea, atraído por el prestigio de San Basilio. Él mismo nos cuenta su encuentro con el gran doctor de Capadocia. «Un día—dice—, cuando Dios se compadeció de mí, oí una voz que me decía: Levántate, Efrén, y aliméntate de pensamientos. Yo respondí, turbado: Y ¿dónde los encontraré, señor? Entonces Dios me dijo: Ve a mi casa: allí hay un vaso de oro lleno de maravillas. Empujado por estas palabras, me levanté, dirigíme al templo del Altísimo, y habiendo llegado al peristilo, como inclinase mi cabeza bajo los propíleos, vi en el santuario un vaso de elección, que brillaba delante de la grey de Dios y, adornado de santas máximas, atraía las miradas de todos. He visto el templo penetrado de este divino espíritu, lleno de compasión por la viuda y el huérfano. He visto olas de llanto, y al pastor, bajo las alas de la paloma celeste, levantando al Cielo su oración por el pueblo.»

De esta manera simbólica, muy propia del genio del Oriente, nos cuenta Efrén el principio de aquella entrevista famosa. Su impresión fue tan profunda, que le parecía estar en las antesalas del paraíso. Vuelto del éxtasis, se halló delante del obispo, que, rodeado de sus clérigos, le sonreía y le decía: «¿Eres tú, Efrén, el que ha inclinado noblemente la cabeza y llevado el yugo del Verbo salvador?» Y le respondí: «Yo soy Efrén, corredor perezoso del hipódromo celeste.» Entonces aquel hombre divino, poniendo la mano sobre mí, me confirmó con un santo abrazo y me dio los alimentos de su alma fiel, comida de doctrina incorruptible y de pensamientos inmortales, y le dije, llorando: «¡Oh padre mío, guárdame de mi debilidad y de mis negligencias; dirígeme por el camino recto; el Dios de las inteligencias me ha traído hasta ti para que seas mi médico. Detén mi navío en la onda del reposo.»

Este último ruego parece haber sido escuchado: en adelante, el vendaval de inquietudes que agitaba aquella vida, se calma; el sembrador de imágenes y luces de palabras encuentra un campo fértil para su semilla; el peregrino se fija en la ciudad de Edesa, famosa por sus santuarios y sus fabulosas tradiciones. Sin embargo, dos sentimientos contrarios siguen luchando en su vida. Por una parte le atrae la soledad: «Mirad al onagro—decía—; vedle saltar por los bosques. Y ¿quién podrá igualar la ligereza del corzo cuando corre en el monte? Pero si baja a la llanura, pronto cae la corona que adorna su frente. ¡Oh cristiano, imítale!; busca como él la soledad, porque entre la multitud se encuentra la muerte.» Muchas veces Efrén siente el aguijón de este anhelo anacorético; pero el bien de sus hermanos le detiene; la caridad es el áncora de su navío. Desde el día en que San Basilio puso las manos sobre su cabeza, tiene la orden del diaconado; pero esta dignidad le abruma y le hace palidecer de terror. Rehúsa el sacerdocio y se finge loco para evitar los honores episcopales. No obstante, logra encontrar un medio de conciliar aquellos dos anhelos contradictorios. A un lado de la ciudad se alza una montaña que ofrece sus cavernas a los solitarios. En una de aquellas cavernas vive Efrén. Allí ayuna, medita, escribe, comenta la Sagrada Escritura, compone sus poemas místicos y ascéticos y construye sus himnos doctrinales, que deben ser máquinas de guerra contra los herejes. Su proyecto es enviar todas aquellas cosas a las escuelas y las basílicas de la ciudad, para que luego se extiendan por el campo y se canten en las plazas y hagan más llevadera la soledad de los pastores en el destierro. Pero eso más tarde, cuando él goce ya de la paz definitiva, cuando nadie se acuerde de Efrén el poeta. Y he aquí que un día los manuscritos desaparecen, llegan a la ciudad, corren de mano en mano y suben a las cátedras sagradas. Cuando el diácono va a entrar en el templo, sus versos resuenan en las naves y la muchedumbre fija en él sus miradas. Huye aterrado, pero el ángel de Dios le detiene, diciendo: «¿Adonde vas?» «Voy—responde el poeta—a buscar la paz, a esconderme de las tempestades del siglo.» «Ten cuidado—replicó la voz angélica—de que no se te pueda aplicar lo que está escrito: Efraín es una becerra rebelde; ha sacudido el yugo de su cabeza.»

Desde este momento, Efrén se entrega definitivamente; se resigna a ser el poeta religioso y popular de su tierra, el profeta, el apóstol, la gloria más pura de la Iglesia de Siria. Reúne en torno suyo a los solitarios para instruirles en la vida espiritual, dirige los coros de las vírgenes, predica al pueblo, le ilumina con sus poemas, le enardece, le excita a la lucha, le consuela y le sostiene en las horas del peligro. Va de la montaña a la ciudad y luego deja a la multitud para recogerse solo con Dios. Vive en días de terror y de llanto. Romanos y persas atraviesan su patria en son de guerra; el hambre hace estragos en Edesa y la peste diezma a la población. El desaliento encoge los corazones; cuando aparece San Efrén, reanima a los ciudadanos; con su palabra, como con una llave de oro, según la expresión de San Gregorio Niseno, abre las arcas de los ricos, organiza un vasto hospital bajo los pórticos de la plaza, ordena el servicio de los enfermos, y gracias a él en Edesa vuelve a renacer la confianza, el orden, la alegría.

Pero este organizador era, ante todo, un poeta; un poeta místico y popular a la vez, cuyo genio llegamos a comprender difícilmente. Pertenece a un mundo distinto del nuestro, a un mundo oriental, asiático, en que dominan la imaginación y el símbolo. Es a la vez antiguo y moderno, espontáneo y solemne. Carece de cultura clásica. Sus escuelas han sido la iglesia, el campo y luego la celda; sus dos libros, la Naturaleza y la Biblia. Ha leído y releído y meditado las Sagradas Escrituras; y sus interpretaciones, si a veces recuerdan el sistema de la escuela de Antioquía, son siempre personales y llenas de originalidad. No obstante, su estilo no tiene la concisión y rapidez del estilo bíblico; es difuso, hiperbólico, imaginativo, y con frecuencia nos recuerda las formas refinadas de la poesía islámica. Al leerle nos figuramos al narrador de cuentos y hadices bajo la tienda, más que al profeta que amenaza en el pórtico del templo. Escribe en prosa cuando interpreta los santos libros, pero el verso es la forma ordinaria y natural con que se viste su pensamiento. Ya sea que reprenda a los monjes, o cante la vida de los santos anacoretas, o celebre a los patriarcas del Antiguo Testamento, o predique al pueblo, o levante su voz contra las herejías, o se extasíe ante los misterios de Cristo y las grandezas de su Madre, es siempre la forma poética la que recoge su inspiración, más afectuosa que dogmática, más patética que discursiva. Tiene el don de lágrimas; llora y hace llorar. Sus discursos, inflamados por súbitas oraciones, son diálogos entre el alma y Dios, donde a veces se intercalan relatos de visiones, que no sabemos si son alegóricas, o si se ofrecen realmente presentes a sus ojos por el ardor de su imaginación y de su fe. Ve la suprema belleza, hacia la cual aspira su alma; habla con ella, recoge sus respuestas en raptos jubilosos, para caer luego tembloroso, abrumado por un terror tan grande como su entusiasmo. Cuando habla con el pueblo, es piadoso y lleno de ternura; con los monjes es severo y amenazador; pero su lira tiene siempre el poder mágico de hacer amable la virtud, aunque la revista con el gran manto de la austeridad.

Donde el fervor religioso de San Efrén tiene sus momentos más inspirados, es en sus himnos teológicos y apologéticos. Pueblo primitivo y patriarcal, el de Siria, miraba la poesía y el canto como un instrumento de enseñanza doctrinal y de lucha de ideas. No le bastaba la predicación ni la controversia. Muchas veces, en los campos y en los caminos, había oído Efrén las canciones heréticas con que Harmonio, discípulo de la escuela de Atenas, esparcía entre los sirios los errores gnósticos de su padre, bardesanes. La vehemencia de sus convicciones le lleva a emplear el mismo sistema para defender la verdad. Sus enemigos son Marción, Manes, el mismo Harmonio, Arrio y Juliano el Apóstata. Su palabra es una espada: hiere y relampaguea, movida por la violencia del amor: «Juntaos, judíos y herejes—grita el guerrero de la fe—, juntaos con los bárbaros y los idólatras, dadme la muerte por Jesucristo. Vuestro crimen me llenará de horror, pero seré dichoso muriendo.» El genio de Efrén no se complace en remontarse a las esferas de la especulación metafísica; acepta el razonamiento cuando se le ofrece la ocasión, pero de ordinario se contenta con cantar la belleza y la sublimidad de la verdad. Tiene su teología, pero esa teología es popular como su poesía. Lo mismo que en sus poemas ascéticos, también aquí tiende al soliloquio, haciendo de su poema una efusión del alma delante de Dios, una meditación, una elevación sobre los misterios cristianos. Las cuerdas de su alma vibran con más suavidad cuando celebran las glorias de María, y sus cantos de Navidad tienen la misma frescura inmarcesible de nuestros villancicos clásicos. Pero si en ellos saludamos complacidos al primer trovero de la Virgen, en sus elegías, en aquellos fúnebres lamentos con que llora la muerte de sus conciudadanos más ilustres, desde el obispo hasta el niño agotado en la cuna, se nos presenta como el cantor doliente de las efímeras alegrías del mundo. Con rigor inexorable persigue las obras de la vanidad en todos los momentos de la gloria humana, en todos los trofeos da la ambición. La nada de la vida le pone en los labios expresiones geniales; nada le deslumbra sobre la tierra; tiene el corazón en la altura, agitado entre las esperanzas y los terrores del mundo invisible. Las escenas espeluznantes del juicio último se mueven delante de sus ojos con tal viveza, que le turban, le hacen palidecer y prorrumpir en crisis de llanto. He aquí cómo nos describe uno de estos accesos de angustia: «Antes de amanecer, levantéme, y salí con dos hermanos de la ciudad de Edesa, la muy amada. Había levantado los ojos al Cielo como a un límpido espejo que reflejaba el brillo de los astros sobre la tierra. Lleno de admiración, me decía: «Si estas cosas resplandecen con tanta gloria, ¿cómo no brillarán los santos en el advenimiento del Señor?» Y empecé a pensar en esta venida terrible. Mi cuerpo temblaba, mi alma se estremecía y yo lloraba diciendo: «¿En qué estado será sorprendido, al llegar aquella hora, este pobre pecador?» Los dos hermanos que me acompañaban se volvieron a mí y me preguntaron: «¡Oh Padre!, ¿por qué gimes de esta manera?» Yo les dije: «Lloro por mi cobarde indolencia, hijos míos; Dios, en su bondad, nos ha dado la luz y yo la rechazo cada día; constantemente la gracia visita nuestros corazones; si los encuentra en paz, penetra y habita en ellos; pero si no los encuentra limpios, se aleja, dejándolos en la oscuridad.» Y he aquí que en nosotros encuentra siempre una habitación llena de soberbia y de cobardía, un verdadero lodazal de malos deseos y pensamientos vergonzosos.»

Sin embargo, los últimos momentos de aquella vida hermosa fueron serenos y luminosos, como el agonizar de una tarde en Oriente. El último canto del poeta respira confianza y aun alegría. Es su «Testamento», resumen poético y encantador de su existencia, retrato de su alma, postrer destello de una llama pura y ardiente. Se le ve satisfecho, como el labrador que ha terminado su jornada, como el jornalero que ha consumado su tarea. «Yo muero—exclama—; el tejido se ha terminado; falta aceite en la lámpara; mis días y mis horas han volado hacia la eternidad. Jesús, júzgame Tú, pues aquel a quien Dios juzgare, necesariamente alcanzará misericordia. Pasé largas horas en las asambleas disputando con los infieles; nunca me separé de la Iglesia, ni dudé del poder de Dios, ni hice al Espíritu Santo menor que el Padre y el Hijo.» Se despide emocionado de la ciudad que le ha dado hospitalidad, que le ha aplaudido sus versos y se ha estremecido al oírle en las grandes solemnidades. «Bendita sea—dice—, por siempre bendita la ciudad en que habitáis, Edesa, madre de sabios.» A sus hermanos y discípulos sólo les deja el ejemplo de su fe y su doctrina, «porque Efrén nunca tuvo bolsa, ni bastón, ni oro, ni plata, ni posesión alguna». Pide una sepultura humilde; teme la admiración de sus compatriotas y se dirige a ellos diciendo: «No me enterréis, oh edesanos, en vuestros monumentos, ni cerca del altar, ni a la sombra de la casa del Señor. ¿Qué tiene que ver un gusano con la morada de la santidad? He hecho un pacto con Dios para ser colocado entre los extranjeros; porque soy, como ellos, un extranjero y peregrino. Llevadme con la túnica y el manto que usaba ordinariamente; acompañadme con himnos y salmos y haced ofrendas por mi alma.»

Tal fue el doctor de Siria. Muchas de sus obras han desaparecido; otras sólo se conservan en traducciones griegas, que son verdaderas paráfrasis; pero aun así, la admiración nos sobrecoge ante la figura nobilísima y la obra espléndida, y los arrebatos líricos, y las brillantes fantasías, y la exaltación religiosa del gran poeta místico, a quien sus compatriotas llaman la columna de la Iglesia y la cítara del Espíritu Santo. «Grande es Efrén—decía San Juan Crisóstomo—, despertador de espíritus pusilánimes, consuelo de los afligidos, disciplina y enseñanza dé la juventud, espejo de los monjes, maza poderosa de la fe, aposento de las virtudes y morada del Paráclito.» Cuando los edesanos llevaron su cuerpo al cementerio de los extranjeros, pudieron muy bien recoger aquellas estrofas con que él había llorado a uno de sus amigos: «¡Oh río de vida, cómo se ha secado tu lecho! ¡Oh talento generoso y fructuoso!, ¿quién nos ha robado tu amable fulgor? ¡Oh árbol magnífico!, ¿qué mano atrevida ha sacudido tus ramas y hecho caer tus frutos? Tesoro opulento de sabiduría, arca de las divinas riquezas, fuente de erudición, ¿quién te oculta a nuestras miradas? Tú has sido el honor de la Iglesia, la trompeta de la profecía, el heraldo de los Apóstoles, el oráculo de los dos Testamentos, el intérprete de la doctrina inspirada, el mensajero enviado del Cielo para anunciar la vuelta de la naturaleza y una vida nueva, el cultivador feliz de nuestro campo, el guarda vigilante de nuestra viña, el que multiplicaba nuestras cosechas. ¡Las tierras que tú cultivaste lloran tu muerte y no pueden consolarse por tu ausencia! Hombre excelente, que te has levantado sobre nuestra región como estrella de la mañana, ¿por qué se ha extinguido tu luz? ¿Por qué tu brazo no se alza ya en medio del combate?»

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