domingo, 1 de junio de 2014

Homilía


La ilusión de un joven es ascender, subir siempre más arriba, ser el mejor en su trabajo, en el deporte, en la cultura, en la influencia social...

Pero, a medida que nos vamos haciendo mayores, nos damos cuenta de nuestras limitaciones físicas, intelectuales o sociales.

Nos conformamos con unas metas humanas asequibles a nuestra capacidad y nos acogemos, si somos medianamente inteligentes y sensatos, a la misericordia y a la fuerza de Dios que todo lo puede.

Hay personas que, poseyendo grandes actitudes, se han visto sacudidas duramente por la vida de pobreza, privaciones y fracasos, a menudo provenientes de la falta de oportunidades.

Pero han sabido mantener la dignidad y la compostura, el tesón en el trabajo, la entereza en el dolor, la bondad en la acogida generosa y la entrega sacrificada.

Son personas dignas de admiración y profundo respeto.

Podemos recordar palabras de muchos de nuestros padres y su comportamiento, sin rencores ni envidias:

“¡Que mi hijo sea mejor que yo en todo! Ya que yo no he podido, al menos que él sí!”

Y lo dicen con el sano orgullo de ver crecer a su hijo, al vecino o a cualquier persona allegada.

Sin saberlo nos han puesto una cota muy alta. ¡Ya quisiéramos nosotros mantener su misma dignidad y honradez!

Por desgracia, en nuestra vapuleada sociedad de la competencia y la rivalidad malsana, imperan cauces poco éticos. Nos hemos vuelto egoístas, recelosos, envidiosos y, con frecuencia, rencorosos.

¿Cómo voy a pasar a éste mis apuntes si será mi rival en las oposiciones?

Es más importante buscar el enchufe, trepar con adulaciones, desvirtuar la realidad, salvaguardar las apariencias o comprar “capacidades ajenas” para mantener el poder que no merecemos.

La figura del “trepa”, del que busca tener y aparentar más que ser y ascender por méritos propios, es la nota predominante de una parte de nuestra sociedad farisaica y demagógica.

Nada de todo esto es objeto de glorificación o alabanza.

Sin embargo, La Ascensión del Señor nos confirma y expresa la plenitud de una vida, la de Jesús, que ha sido glorificada y, con ella la de millones de seres humanos, que sentimos que nuestra esperanza no ha sido defraudada.

De esta manera el fracaso se transforma en triunfo y la vida misma, regada por los valores que proyectamos cada día, va poco a poco adquiriendo su plenitud.

La entrega, el sacrificio, la bondad, el amor y las actividades nobles recobran así una nueva dimensión, y no quedan baldías, porque dignifican las relaciones humanas y se glorifican en Dios a través de Jesús.

Mirar al cielo no es quedarse absorto en la contemplación del mismo.

Es ver que Jesús triunfante es el modelo a seguir, imitando su vida y trabajando por sembrar los mismos ideales que sembró el Maestro de Galilea; a saber:

La civilización del amor, que busca el crecimiento constante de la persona a quien se ama.

La denuncia de las injusticias, que obstaculizan el pleno desarrollo de las capacidades y riquezas interiores de cada individuo.

La liberación de todo tipo de esclavitudes, que oscurecen la dignidad de todos los hijos de Dios, que hemos sido llamados a subir a lo más alto, desarrollando en libertad los talentos que él nos regaló al nacer.

No estamos solos: Jesús camina a nuestro lado hasta el final de nuestro itinerario terrestre, como guía que nos lleva al Padre.

Al enchufar la tv o abrir las páginas del periódico, nos damos cuenta de cuán cara resulta a veces la libertad para los que cruzan en pateras el estrecho, entran como polizontes en las costas de los países desarrollados o atraviesan empalizadas policiales en busca de mejores condiciones económicas.

Y lo hacen con un objetivo concreto: un trabajo, una familia, una vida más digna, que garantice un porvenir para sí y los suyos, no porque no se sientan vinculados a su tierra, a la que anhelan volver.

Nosotros tenemos una Patria, una libertad, una familia, un hogar., una razón suprema para vivir y amar:

Una Patria: el Reino de los cielos.
Una libertad: la que Jesús nos ha regalado con su muerte y resurrección.
Una familia: la familia de los hijos de Dios.
Un hogar: la Iglesia, que nos acoge, guía y acompaña.
Una razón suprema para vivir y amar: los hombres, nuestros hermanos, en los que resplandece el proyecto de Dios y, a través, de ellos la presencia del Resucitado, que ha prometido estar con nosotros hasta la consumación de los siglos.

Cuando El nos llame, “lo veremos tal cual es” y alcanzaremos la plenitud en un estado espiritual nuevo que, parafraseando a San Pablo:

“ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado para los que lo aman”.

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