domingo, 27 de abril de 2014

Homilía


“A los ocho días”, según queda reflejado en (Juan 20, 26), Jesús se aparece de nuevo a sus discípulos, estando presente, en esta ocasión, el incrédulo Tomás.

Desde entonces, y una vez ascendido Jesús al cielo, sus seguidores se reúnen para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, compartir la Palabra y los alimentos en comunión de bienes, orar y celebrar la fracción del pan (la Eucaristía).

Nace así el domingo, el Día del Señor, para actualizar la Pascua y la presencia viva del Resucitado.

El evangelio de hoy nos recuerda que sólo Jesús debe ser el centro de nuestra vida creyente, de nuestras parroquias y lugares de culto, a los que acudimos un día a la semana, el domingo, para encontrarnos con los hermanos, escuchar el mensaje de Jesús y alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre.

Es una necesidad vital para sostener y hacer más dinámica nuestra fe, mirándonos desde los ojos de Dios, que se nos comunica de muchas maneras, siempre y cuando le abramos las puertas.

Es sintomático que coincida la aparición de Jesús estando cerradas las puertas del Cenáculo, porque los Apóstoles sentían miedo de ser agredidos.

No es bueno cerrarse en uno mismo, evocando nostálgicamente experiencias pasadas y dejándose arrastrar por la depresión, que nos adentra por callejones sin salida.

Tampoco es bueno un cristianismo a la carta, al servicio de las apetencias cambiantes de grupos mediáticos o de intereses particulares, que le hacen presa fácil de ideologías narcisistas, y terminan sumiendo a la persona en un anonimato estéril.

Hoy celebramos el Domingo “in albis”, llamado así porque, en este día, los recién bautizados en la Vigilia Pascual venían a la celebración de la Eucaristía revestidos con túnicas blancas, reflejo de un nuevo modo de vivir según la resurrección.

La vestidura blanca simboliza la pureza de corazón, la apertura de la mente y una disposición optimista para recibir el mensaje salvador de la fe.

Tomás es un claro ejemplo de lo que puede suceder si nos alejamos de nuestra comunidad de referencia en la fe y nos fiamos únicamente de nuestros sentidos, nuestros raciocinios y nuestras fuerzas.

Hay verdades que superan nuestra capacidad intelectual, siempre muy limitada.

Nuestros tatarabuelos no habrían creído que pudieran hablar o ver a sus seres queridos a miles de kms, enchufando un aparato y apretando el interruptor. La ciencia lo hace posible, y queda mucho por descubrir.

¿Qué sucedería si alguien recogiera la longitud de onda de las palabras que pronunció Jesús hace dos mil años?

Cabe esa posibilidad.

Hemos recibido los conocimientos de toda índole en comunidad, a través de nuestros antepasados, de los que hemos heredado el lenguaje, las pautas de comportamiento, las habilidades manuales, el cultivo intelectual… y, muy especialmente, la fe.

¿Qué sería de nosotros sin esos valores?

La fe nos permite confiar en la tradición y en el encuentro que una multitud de seres humanos han tenido con Jesús resucitado.

Sus testimonios siguen vivos en el corazón de los cristianos de a pie, ya citados, como una premonición, en el evangelio que acabamos de proclamar:

“Dichosos los que crean sin haber visto”
(Juan 20, 29).

La presencia de Jesús resucitado no sólo rompe definitivamente los moldes del ateísmo práctico de Tomás y las vacilaciones del resto de los discípulos, sino que abre sus corazones al entendimiento de las Escrituras, a reconocerle como Dios y Señor y a proclamar el evangelio por todo el mundo.

Es normal que Pedro, después de haber sufrido el rigorismo intransigente de dirigentes judíos, experimentado el amor de Jesús y vivido con los fieles provenientes del paganismo su adhesión a Jesús, exclame:

“No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis, no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado”
(I Pedro 1, 8).

La Pascua nos invita a que abramos las puertas de nuestra vida al gozo de la fe, a la serenidad de la esperanza y a la fuerza del amor, que se deja impulsar por el Espíritu.

Estamos en una cultura, que prima más al individuo que al colectivo y, aunque los móviles e Internet permiten rápidos intercambios comerciales y la fluidez de contactos, entorpecen, sin embargo, el diálogo y la comunicación profunda fuera del ámbito selecto de unos pocos amigos.

Cerramos así las puertas por miedo a que nos molesten los vecinos, nos agobien los mendigos, nos roben objetos de valor o nos hagan perder el tiempo, que dedicamos, por otro lado, a hobbys o a mejorar nuestra condición física.

Ponemos estas mismas barreras a Dios, al que no dejamos entrar, por si acaso nos involucra en compromisos que condicionen nuestro modelo de vivir, estrecho y egoísta.

¿Qué razones tenemos para vivir y para amar?

¿En quién o quiénes nos apoyamos para salir de la crisis económica y moral, que nos envuelve en negros nubarrones de futuro?

Echamos en falta, en España, entre otros, a nivel humano, a dos personajes fallecidos hace un mes: Adolfo Suárez, expresidente de gobierno e Iñaki Azcuna, exalcalde de Bilbao.

Ambos políticos, cristianos practicantes, han sido reconocidos por su honradez y entrega al servicio de la concordia y de la paz entre los ciudadanos.

No abundan, en la clase política, tan castigada por la corrupción, líderes de su talla moral.

Iñaki Azcuna le decía al obispo de Bilbao, Dn. Mario Iceta, días antes de morir, mirando a un crucifijo: “Ése salió a buscarme, me encontró y me llamó. Y, desde entonces, ni él me ha dejado a mí, ni yo a él”.

Jesús sale hoy a nuestro encuentro, para que conozcamos que las auténticas prioridades de nuestra vida giran en torno a él.

Toda comunidad cristiana ha de establecer una jerarquía de verdades, pues, según el papa Francisco:

“No se respetan cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios”
(Evangeli Gaudium).

Ahora estamos invitados a la Eucaristía, a “partir el pan” y a reconocer, más allá de nuestras dudas y vacilaciones, propias de la condición humana, al Cristo de nuestra fe, que nos regala los dones de la Paz y del Espíritu.

Estos dones inspiran nuestro agradecimiento, para cantar con el salmista:

“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”
(Salmo 117,24).

Al mismo tiempo, nos desarma de nuestras falsas seguridades y rebeldías, para afirmar, como Tomás:

¡Señor mío y Dios mío!
(Juan 20, 28).

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