domingo, 6 de abril de 2014

Homilía



Los textos de la liturgia de hoy, junto con los dos domingos anteriores, se enmarcan en un ámbito doctrinal, como preparación última a los catecúmenos que recibían el Bautismo durante la Vigilia Pascual

Para los que hemos sido bautizados, siguen manteniendo un significado de renovación de este Sacramento, que hemos de hacer realidad a lo largo de nuestra vida.

El Señor nos invita a que vivamos esa Vida saliendo de nosotros mismos y abriéndonos al don de Dios, que siempre pasa por nuestro itinerario personal.

Hay un fuerte contenido simbólico en las narraciones de los dos domingos anteriores, en los que San Juan nos presenta a Jesús como el Agua Viva que calma la sed del ser humano y como la Luz Verdadera, capaz de disipar las tinieblas que nos atenazan.

En el relato de hoy, esa luz se convierte en Vida.

Esta es nuestra suprema aspiración: acceder a una Vida en plenitud, que el mismo Jesús nos regala: “He venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia”.

El texto evangélico, de una profunda espiritualidad, abunda en numerosos detalles, muy apropiados para meditar. Desbrocemos algunos.

San Juan destaca la humanidad de Jesús y su sensibilidad ante la muerte del amigo querido. Se conmueve hasta las lágrimas y muestra, bien a las claras, hasta dónde puede llegar el estremecimiento y el desgarro interior por la separación de un ser querido y el dolor de su familia.

El testimonio de Jesús hace que la gente diga: “Mirad cómo lo amaba” (Juan 11, 36).Esta actitud no era nada nueva en Jesús, que mostró siempre apertura sin límites a las demandas físicas y espirituales de las muchedumbres, a quienes orienta y dirige, porque “andaban como ovejas sin pastor”.

La respuesta de Jesús: “nuestro amigo Lázaro duerme”, cuando recibe la notificación de la muerte de su amigo, afronta la realidad en la que nos movemos a menudo en nuestra existencia. Dormimos, dejamos pasar la vida anodinamente, hasta que alguien nos despierta del letargo y nos insufla nuevas ilusiones.

Dios se sirve de las personas y de los acontecimientos para facilitarnos un encuentro personal con Él, que da un nuevo horizonte y una orientación decisiva a la vida. Así sucedió con la pecadora pública, con la mujer adúltera, con Zaqueo, con la samaritana, con Charles de Foucould, con Teresa de Calcuta y tantos otros, que experimentaron, y siguen experimentando, la cercanía de Jesús.

Dormimos anclados en nuestros egoísmos, en nuestras aficiones desordenadas, en una peregrinación alocada, sin rumbo y sin sentido.

Necesitamos, como Marta y María, las hermanas de Lázaro, oír en nuestro interior la voz que nos diga: “Yo iré y te curaré”.

En nuestro mundo, tan preocupado por la salud corporal, el cultivo del cuerpo, la aplicación de técnicas de relajación, de rejuvenecimiento de la piel, de cirugía estética, de prácticas de yoga, de footing... el cultivo espiritual no cuenta. Y ¿de qué nos sirven todas estas prácticas si, al final, aunque hayamos alargado unos años la vida, nos sumimos en un vacío desolador?

El papa Francisco dice lo siguiente: “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por el bien” ( El gozo del evangelio).

¿Nos creemos, de verdad, que Jesús es la Vida verdadera y definitiva?

Estamos asediados por paradojas y contradicciones.

Nadie, con buen juicio, entiende que una sociedad, que dice defender la vida, caiga en aberraciones tan denigrantes para la condición humana como es la defensa del aborto.

Se nos llena la boca de compasión por los que mueren de hambre en países pobres, por los niños explotados en las guerras o por el maltrato a los animales; todo ello muy loable. Pero falta compasión hacia el ser humano, al que se elimina bajo pretexto de un falso progreso o de una muerte digna y sin dolor.

Esta cultura de muerte, todavía muy en boga, es la que ha llevado a la humanidad en el siglo XX al mayor genocidio de su historia. Millones de personas masacradas.

Los genocidios de hoy se realizan en las clínicas, no con ametralladoras, cámaras de gas o fusiles, sino con instrumentos de cirugía.

Algo huele a podrido en amplias áreas de nuestra sociedad.

Los periódicos airean, casi cada día, nuevos casos de corrupción, aprovechando ventajas políticas o sociales.

Parece que es un negocio fácil apropiarse de los bienes públicos para engrosar los privados, a pequeña o gran escalda; da igual.

Está herido nuestro sistema de valores, y la única forma es volver al Señor para que nos cure y nos saque de esas inclinaciones torcidas que condicionan nuestra vida.

En medio de la profunda crisis económica que padecemos y que nos arrastra al pesimismo, necesitamos, como apunta Ezequiel, escuchar la Palabra de Dios: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, pueblo mío, y os voy a llevar a la tierra de Israel... Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ezequiel 37, 12-14).

Si nos acogemos, como recuerda San Pablo, “al Espíritu que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, vivificará también nuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en nosotros” (Romanos 8, 11).

Por eso, con gran humildad, nos podemos acercar a este cercano y entrañable Jesús y pedirle con todas las fuerzas de nuestro corazón, como Marta y María. “Señor, tu amigo está enfermo”, y presentarle nuestra historia personal, nuestros vacíos y desesperanzas, nuestras apatías y desilusiones, para que nos espabile y retumbe su voz en nuestros oídos: “Sal fuera” (Juan 11, 43)

Con la confianza puesta en quien nos regala constantemente la Vida verdadera, proclamemos con entusiasmo nuestra fe.

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