domingo, 9 de febrero de 2014

Homilía



Isaías nos habla hoy de la hipocresía del pueblo, que cree conocer la voluntad de Dios, pero no está dispuesto a romper con la injusticia.

Por algo dice el refranero español:”obras son amores y no buenas razones” y “del dicho al hecho media un trecho”.

Nos gusta dar buena imagen de nosotros mismos, que admiren nuestro talento, quedar bien ante nuestro público, y ponemos para ello en el escaparate de nuestra vida las virtudes, para ser valorados y reconocidos.

Pero de poco sirve alimentar ilusiones y que todos nos vean con buenos ojos, si no hay pureza de intenciones en nuestro corazón.

Lo mismo cabe decir de los ayunos, si no hay apertura al don de Dios, cuya benevolencia queremos conquistar.

El Señor no necesita de nuestros ayunos, abstinencias y privaciones, sino nuestra entrega personal y la ofrenda de un corazón puro.

Los profetas educan al pueblo en esta dirección: “Esto dice el Señor: parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres in techo, viste al que va desnudo y no te cierres a tu propia carne” (Isaías 58,7).

Pertenecer al “pueblo elegido” no garantiza a Israel la salvación, si no hay previamente un cambio de vida, una vuelta efectiva al espíritu de la Alianza.

A Dios no le vemos ya en el Sinaí ni en lugares extraños, lo reconocemos en Jesús muerto y resucitado, que se entrega por nuestros pecados y en cuyo nombre hemos sido bautizados. El habita en lo más hondo de nuestro ser y nos impulsa a transformar nuestra vida, cambiando “nuestro corazón de piedra en un corazón de carne” (Ezequiel,) sensible y cercano a todos los que sufren.
“Entonces brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía” (Isaías 58, 10).

Hoy celebramos la Campaña de Manos Unidas, institución nacida hace más de 50 años del seno de la Iglesia, que intenta concienciarnos sobre el hambre en el mundo, la violencia irracional y las desigualdades sangrantes, que azotan a buena parte de la humanidad.

Desde entonces, miles de proyecto han visto la luz y llevado la esperanza a millones de hogares a través de la creación de dispensarios médicos, escuelas, centros de capacitación agrícola, pozo de agua, transportes…Todo un abanico de ayudas, obtenidas gracias a la generosidad de la gente y de miles de voluntarios, que trabajan en la recogida de alimentos y en la promoción de la cultura, base esta última para el desarrollo de las clases sociales más desfavorecidas.

Todos conocemos algunos de estos proyectos concretos y cómo se emplea el dinero recaudado, merced a la buena disposición de medios altruistas de comunicación.

Las crecientes necesidades del mundo y la crisis que padecemos en España, con más de 5 millones de parados, nos cuestionan profundamente y nos plantean a cada uno un serio interrogante: ¿Qué puedo hacer yo?

Lo más fácil es dar dinero; lo más difícil es ponernos en la piel del que se siente angustiado, atormentado y presionado, porque no encuentra trabajo y se siente impotente para atender a su familia. Estamos ante un drama humano de primer orden, ante el que no debemos permanecer pasivos.

Mirar para otro lado no nos exime, como cristianos, de responsabilidad.

Según la escena del Juicio Final, contemplada en Mateo 25, el Señor reconocerá tan sólo a los que han entregado su vida a los demás, dando comida al hambriento, bebida al sediento, ropa al desnudo, hospedaje al peregrino, o visitando a los enfermos y encarcelados.

Los pequeños gestos- aportación económica, colaboración en trabajos- son muy importantes en el engranaje de las prácticas caritativas.

La fe cristiana es un contrasentido, una farsa, sin el ejercicio de la caridad. Jesús nos lo dice muy claramente: “En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros como yo os he amado” (Juan 13, 35).

El evangelio de hoy nos habla también de la sal, que conserva y da sabor a los alimentos: “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mateo 5,13).

Es una llamada de Jesús a comprometernos con la justicia para ser testigos luminosos de su amor, porque la injusticia está tan arraigada en nuestra sociedad, y es de tal profundidad, que nos aprisiona, da miedo y paraliza.

Vemos cómo hay una tendencia a enriquecerse a costa de los demás. La percibimos en muchos de los poderes públicos que, en lugar de predicar con el ejemplo y ser garantes del bien común, se desentienden de su misión y Aprovechan En propio beneficio las ventajas de sus cargos.

Vemos cómo responsables laborales, que tienen encomendada la defensa de las clases más desfavorecidas, se aprovechan del dinero destinado a los parados.

Vemos cómo, entre los estratos sociales más humildes, se crean ídolos, alimentados por el fervor popular, que cobran escandalosas cantidades de dinero por dar patadas a un balón e invierten después su dinero en paraísos fiscales, sin que contribuyan al bienestar de quienes los encumbran.

Existe corrupción en la misma Iglesia, donde el papa Francisco ha tenido que intervenir contundentemente para atajar un turbio negocio de las finanzas vaticanas, que llevado terminado con algún responsable en la cárcel.

Ser “sal de la tierra” significa que todos estos casos y otros menores no pueden dejarnos indiferentes, “porque si la sal se vuelve sosa no sirve para nada” (Mateo 5, 13). Carece de valor alimenticio y terapéutico.

Jesús nos convoca a mezclarnos con todos, generando dinámicas de desarrollo económico y fortaleciendo los principios morales que animan la convivencia.

Esto implica un compromiso serio y estable con la familia y las personas de nuestro entorno, con el fin de dar sabor a sus vidas y sembrar en ellas ilusiones, esperanzas y ánimos de trabajar por un mundo mejor.

La Iglesia necesita de cada cristiano para ser como antorcha que ilumina la casa y sal que sazona.

Y el conjunto de los cristianos hemos de resplandecer como la luz de una ciudad situada en la montaña y no escondernos de la gente. Esto último es lo que desean los enemigos de la fe, cuyos argumentos van encaminados a confinarnos en templos y sacristías para adueñarse de la calle y debilitar nuestra esfera de influencia.

El papa Francisco, en el corto tiempo que lleva de pontificado, está dando impulso al anuncio del evangelio, presentado a los ojos del pueblo como un regalo de Dios a los hombres para sacarnos de nuestras esclavitudes.

Los cristianos llevamos la luz de Cristo y no tenemos por qué tener miedo a las incertidumbres del futuro o a las críticas mordaces.

La luz brilla para todos, aunque algunos prefieren las tinieblas a la luz para que no se descubran sus obras son malas (Juan 3, 21).

“Que brille vuestra luz delante de los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo”
(Mateo 5, 16)

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