“Portones, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el rey de la gloria” (Salmo 23,7).
Con estas palabras del salmo, la liturgia de esta fiesta saluda a Jesús, nacido en Belén, que atraviesa por primera vez el umbral del templo de Jerusalén.
La procesión con cirios al comenzar la Eucaristía nos evoca la ceremoniosa entrada, que canta el salmo responsorial: “¿Quién es ese Rey de la gloria?” (Salmo 23, 8).
Pues bien, ese “Rey de la gloria” es el niño Jesús, que entra en el templo sobre los brazos de su madre, la Virgen María, para cumplir los tres puntos marcados por la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y dos tórtolas, la ofrenda de los pobres.
La primera lectura nos retrotrae a la profecía de Malaquías, que capitaliza la larga esperanza del pueblo judío al Mesías, cuya llegada será “purificadora como el fuego que funde el metal o la lejía del lavandero” (Malaquías 3, 3).
Por fin, el Mesías entra en el templo como “mensajero de la Alianza, sometido a la Ley y en actitud de obediencia a Dios.
La Carta a los Hebreos (segunda lectura) amplia el significado de este gesto, proclamando a Cristo mediador entre Dios y los hombres y superando el muro que divide las naciones. Él es “el sumo sacerdote compasivo y fiel”, que expía los pecados del mundo.
La escena está cargada de simbolismo, empezando por la Sagrada Familia, la ya mencionada Ley y los dos ancianos: Simeón y Ana.
El templo, lugar del encuentro ante Dios, se convierte en teatro del evento mesiánico, en la segunda manifestación del misterio de Navidad después de Belén.
Si en Belén se revela a los pastores, aquí, en Jerusalén, se manifiesta a dos ancianos, expresando una voluntad inequívoca de compartir la vida, desde su nacimiento, con la clase más pobre del pueblo.
Esta fiesta es un anticipo de la Pascua, en la que vislumbramos lo que deberá realizar al término de la misión de Jesús como sumo sacerdote (Hebreos 2, 16-17).
Las palabras de Simeón: “Será signo de contradicción, y a ti una espada te traspasará el alma”, asocian a Jesús y a María en el sufrimiento redentor, para llevar la verdad a los corazones de los hombres (Lucas 2, 35).
Con estas palabras del salmo, la liturgia de esta fiesta saluda a Jesús, nacido en Belén, que atraviesa por primera vez el umbral del templo de Jerusalén.
La procesión con cirios al comenzar la Eucaristía nos evoca la ceremoniosa entrada, que canta el salmo responsorial: “¿Quién es ese Rey de la gloria?” (Salmo 23, 8).
Pues bien, ese “Rey de la gloria” es el niño Jesús, que entra en el templo sobre los brazos de su madre, la Virgen María, para cumplir los tres puntos marcados por la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y dos tórtolas, la ofrenda de los pobres.
La primera lectura nos retrotrae a la profecía de Malaquías, que capitaliza la larga esperanza del pueblo judío al Mesías, cuya llegada será “purificadora como el fuego que funde el metal o la lejía del lavandero” (Malaquías 3, 3).
Por fin, el Mesías entra en el templo como “mensajero de la Alianza, sometido a la Ley y en actitud de obediencia a Dios.
La Carta a los Hebreos (segunda lectura) amplia el significado de este gesto, proclamando a Cristo mediador entre Dios y los hombres y superando el muro que divide las naciones. Él es “el sumo sacerdote compasivo y fiel”, que expía los pecados del mundo.
La escena está cargada de simbolismo, empezando por la Sagrada Familia, la ya mencionada Ley y los dos ancianos: Simeón y Ana.
El templo, lugar del encuentro ante Dios, se convierte en teatro del evento mesiánico, en la segunda manifestación del misterio de Navidad después de Belén.
Si en Belén se revela a los pastores, aquí, en Jerusalén, se manifiesta a dos ancianos, expresando una voluntad inequívoca de compartir la vida, desde su nacimiento, con la clase más pobre del pueblo.
Esta fiesta es un anticipo de la Pascua, en la que vislumbramos lo que deberá realizar al término de la misión de Jesús como sumo sacerdote (Hebreos 2, 16-17).
Las palabras de Simeón: “Será signo de contradicción, y a ti una espada te traspasará el alma”, asocian a Jesús y a María en el sufrimiento redentor, para llevar la verdad a los corazones de los hombres (Lucas 2, 35).
La profetiza Ana ejemplariza con su presencia el papel de la mujer del pueblo, que es capaz de intuir los acontecimientos importantes de la vida. Encontramos muchos testimonios en el Antiguo Testamento, en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas canónicas, especialmente las de San Pablo.
Ella y Simeón representan a todos aquellos que, a pesar de la edad, no han perdido la esperanza y a los que dedican toda su vida a la contemplación, que saben ver mucho más allá de lo que alcanzan sus sentidos.
El materialista y ateo no comprende ni valora el significado de la oración. Sólo cuenta la eficacia y los dividendos económicos. Por tanto, la vida contemplativa es una pérdida de tiempo por ilusiones vanas, que no contribuyen al desarrollo de la sociedad.
Para los creyentes, la vida contemplativa y la vida consagrada son pilares básicos para reconocer la primacía de Dios sobre nuestras vidas, de abandono a su voluntad y de constante discernimiento espiritual. Sin este apoyo, caemos fácilmente en el activismo apostólico, y terminamos vaciando de sentido el anuncio evangélico. No olvidemos que Jesús se retiraba todas las noches a orar al Padre del cielo.
Las Escuelas de Evangelización de hoy día dan la misma importancia a la acción que la a la contemplación. Ambas se complementan y contribuyen al crecimiento espiritual de los creyentes
La Iglesia celebra hoy, con buen criterio, el “Día de la Vida Consagrada” y nos pide que valoremos y agradezcamos a este “ejército de retaguardia” su enorme contribución en las tareas de evangelización. Recordemos que Josué entró en la Tierra Prometida merced a las plegarias que Moisés elevó a Dios desde la cima del monte Nebo; la oración del profeta Elías obtuvo también de Dios la deseada lluvia. El mismo Jesús nos exhortó a pedirle al Padre del cielo lo que necesitemos.
Santa Teresa de Lisieux fue nombrada Patrona de las Misiones sin haber salido de la clausura del convento.
La eficacia de una empresa, humanamente hablando, depende de la competencia de sus empleados, especialmente de los oficinistas. Lo mismo cabe decir de la mística en la Iglesia.
Ella y Simeón representan a todos aquellos que, a pesar de la edad, no han perdido la esperanza y a los que dedican toda su vida a la contemplación, que saben ver mucho más allá de lo que alcanzan sus sentidos.
El materialista y ateo no comprende ni valora el significado de la oración. Sólo cuenta la eficacia y los dividendos económicos. Por tanto, la vida contemplativa es una pérdida de tiempo por ilusiones vanas, que no contribuyen al desarrollo de la sociedad.
Para los creyentes, la vida contemplativa y la vida consagrada son pilares básicos para reconocer la primacía de Dios sobre nuestras vidas, de abandono a su voluntad y de constante discernimiento espiritual. Sin este apoyo, caemos fácilmente en el activismo apostólico, y terminamos vaciando de sentido el anuncio evangélico. No olvidemos que Jesús se retiraba todas las noches a orar al Padre del cielo.
Las Escuelas de Evangelización de hoy día dan la misma importancia a la acción que la a la contemplación. Ambas se complementan y contribuyen al crecimiento espiritual de los creyentes
La Iglesia celebra hoy, con buen criterio, el “Día de la Vida Consagrada” y nos pide que valoremos y agradezcamos a este “ejército de retaguardia” su enorme contribución en las tareas de evangelización. Recordemos que Josué entró en la Tierra Prometida merced a las plegarias que Moisés elevó a Dios desde la cima del monte Nebo; la oración del profeta Elías obtuvo también de Dios la deseada lluvia. El mismo Jesús nos exhortó a pedirle al Padre del cielo lo que necesitemos.
Santa Teresa de Lisieux fue nombrada Patrona de las Misiones sin haber salido de la clausura del convento.
La eficacia de una empresa, humanamente hablando, depende de la competencia de sus empleados, especialmente de los oficinistas. Lo mismo cabe decir de la mística en la Iglesia.
Hasta tres veces se menciona en el relato evangélico la presencia del Espíritu Santo en la consagración de Jesús.
Es el Espíritu que le acompaña toda su vida y se hace más notorio en las tentaciones del desierto y en el Bautismo del Jordán, donde le unge como Mesías.
Es el Espíritu que ilumina la predicación de Jesús y le lleva a la cruz para cumplir la voluntad del Padre.
Es el Espíritu, enviado por Jesús después de su resurrección, como guía de la Iglesia hasta los últimos tiempos, el que nos asiste actualmente.
Implorémosle para que nos ayude a dar respuesta a los grandes interrogantes de nuestra fe, un tanto adormecida por el aire pagano que se respira a nuestro alrededor.
Necesitamos un paréntesis de silencio en nuestra ajetreada vida y pararnos a pensar qué orientación darla.
Resulta paradójico que Jesús permanezca retirado en Nazaret durante 30 de sus 33 años de vida, donde “crece en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres”. (Lucas 2, 40)
Hasta sus paisanos se extrañan de su sabiduría, porque no han notado en él nada singular.
Sin embargo, la persona se fortalece en la escucha atenta, en el silencio educativo, en el trabajo humilde, apenas mencionados en las biografías humanas.
Siempre es más lo que ignoramos que lo que sabemos de ella. Por esta razón, nos equivocamos juzgando a la ligera sus actos o la categoría de su familia.
Los grandes hombres y mujeres, que han sido luz resplandeciente para la humanidad, han sido primero ejemplares en su vida privada y han cargado de combustible la antorcha de sus vidas.
Unámonos a los millones de velas encendidas, que llenan en este día los templos y centros de culto aclamando a Jesús, la Luz verdadera que brilla en los caminos del mundo.
¡Señor, que tu luz nos haga ver la luz!
(Salmo 35, 10).
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