martes, 17 de diciembre de 2013

San Lázaro, Amigo de Jesús

De dos fuentes de información disponemos para trazar la semblanza de San Lázaro: el santo Evangelio y algunas actas de carácter legendario. De entre los evangelistas es San Juan el que más se ha ocupado de nuestro Santo, y, si bien no es pródigo en describirnos demasiadas facetas del mismo, nos proporciona algunos trazos que por sí solos enmarcan los hechos más salientes de su vida.

Era Lázaro un judío de buena posición social, perteneciente a una familia muy conocida en toda Palestina y muy relacionado con familias distinguidas de Jerusalén. Vivía en Betania, pequeña aldea situada a quince estadios de Jerusalén, junto al camino que unía la capital teocrática con el valle del Jordán. La familia componíase de tres miembros: Lázaro y sus dos hermanas, Marta y María. Nunca se habla de sus padres ni de otros familiares, señal de que aquellos habían pasado a mejor vida y de que los tres hermanos vivían solos en la casa. De vez en cuando se aumentaba la familia con la llegada de Cristo y de sus apóstoles, que encontraban en casa de Lázaro amplio y cariñoso acogimiento. En sus viajes de Jericó a Jerusalén pasaba Jesús junto a Betania y no dejaba nunca de entrar a saludar a su familia amiga. Otras veces, cansado de luchar en Jerusalén contra los escribas y fariseos, tomaba al anochecer el camino de Betania y descansaba allí de sus fatigas apostólicas. No era Lázaro el jefe de familia, o, al menos, no era él el encargado de obsequiar a los visitantes y de llevar el peso de la casa. Estas funciones de amo y dueño de casa las ejercía su hermana Marta, acaso porque Lázaro fuera mucho más joven que ella o porque la enfermedad le imposibilitaba ejercerlas por sí mismo. Entre la familia de Lázaro y Jesús existía una amistad sincera y profunda. No especifican los evangelistas en qué radicaba esta confraternidad, pero una piadosa tradición afirma que ello se debía a que Lázaro llevaba una vida profundamente religiosa, ajustando su conducta a las prescripciones de la ley mosaica, de manera que podían aplicársele las palabras que pronunció Cristo a propósito de Natanael: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay dolo (Jn 1,47). Apenas hubo oído hablar del Salvador y le hubo visto, se prendó del mismo, convirtiéndose en su verdadero discípulo. Tanto Lázaro como sus hermanas formaban parte, muy probablemente, de un grupo de piadosos israelitas que esperaban la redención de Israel. Eran muchos los que anhelaban oír la voz del Mesías, tantas veces preanunciado por los profetas, para deshacerse de la antigua ley, desfigurada por los fariseos, y abrazar !a ley de gracia. Es también posible que la familia de Lázaro formara parte del movimiento religioso capitaneado por un grupo monástico residente en la región de Qumrán, al noroeste del mar Muerto, que se obligaba, entre otras cosas, a ejercer la hospitalidad.

El mejor elogio que puede hacerse de Lázaro lo hallamos en una frase que nos ha legado el evangelista San Juan al relatar las incidencias de la enfermedad de Lázaro. Afirma el evangelista que, habiendo enfermado Lázaro, sus hermanas enviaron un recado a Jesús, diciéndole: Señor, el que amas está enfermo (Jn 11,3).

La mencionada frase entraña un profundo contenido. El amor que sentía Jesús hacia Lázaro está patente en las pocas palabras que pronuncia. No es posible que el divino Maestro tuviese predilección por él si no hubiese atesorado Lázaro en su corazón el fascinante talismán de la santidad. Entre Jesus y las almas podría establecerse este paralelismo: Jesús ama a las almas en la medida que éstas atesoran más grados de perfección, de tal manera que a mayor santidad, más predilección por parte de Cristo.

El amor que Jesús profesaba a Lázaro aparece visiblemente en el diálogo mantenido entre Él y las hermanas del Santo. Informado el Maestro de la enfermedad que aquejaba a Lázaro por los mensajeros que le mandaron Marta y María, no partió inmediatamente a la cabecera del enfermo, sino que, como afirma San Juan, permaneció en el lugar en que se hallaba dos días más, pasados los cuales dijo a los discípulos: Vamos otra vez a Judea (Jn 11,7). Enterada Marta de que Jesús estaba por llegar, voló a su encuentro, se arrodilló a sus pies y, anegada en lágrimas, le dijo:

—Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que cuanto pidieras a Dios te lo concederá.

Respondióle Jesús:

—Tu hermano resucitará.

—Sé—dícele Marta—que resucitará en la resurrección en el ultimo día.

Jesús dijo entonces:

—Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí aun cuando hubiera muerto, vivirá, y quien vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?

—Sí, Señor—dijo Marta—; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que viene al mundo.

Y dicho esto se fue a llamar a su hermana, diciéndole secretamente:

—Está aquí el Maestro y te llama.

Apenas María oyó estas palabras, se levantó apresurademente, abandonando a los asistentes, y, rápida como el entusiasmo de su corazon, salió al encuentro del Maestro. Los judíos que estaban con ella, viendo que María se levantaba y salía de prisa, la siguieron creyendo que iba a la tumba para llorar allí. Cuando María llegó a donde estaba Jesús, viéndole, postróse a sus pies, diciendo:

—Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.

Jesús, al ver llorar a María y a los judíos, se estremeció en su espíritu y se conturbó.

—¿Dónde lo habéis puesto?—dijo.

Contestáronle:

—Señor, ven y velo.

Y Jesús lloró. Y, al presenciar los judíos cómo gruesas lágrimas brotaban de sus ojos, exclamaron:

—¡Cómo le amaba!

Jesús, frente a la tumba de Lázaro, se estremece y llora. Las lágrimas son palabras del corazón. Manda Jesús que se quite la losa del sepulcro y con voz fuerte exclama: Lázaro sal fuera. Salió el muerto atado de pies y manos y el rostro envuelto en un sudario. El Dominador de la muerte, ante la estupefacción de los presentes, añadió: Soltadle y dejadle ir (Jn 11,17-44). Las delicadas manos de sus dos hermanas apresúranse a cumplir el mandato de Cristo, soltando las trabas que oprimían el cuerpo redivivo del que hacía cuatro días que había muerto.

El milagro tuvo gran resonancia; el nombre de Lázaro corría de boca en boca y su persona habíase convertido en signo de contradicción. "De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro de nuestro Señor endureció algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe" (Fulton Sheen). El pueblo sencillo acudía a Betania llevado por la curiosidad de ver a un ser redivivo, saludar a la familia y congratularse con ella del gran milagro que en su favor había obrado Cristo. "Muchos de los judíos que habían venido a María y vieron lo que había hecho (Jesús) creyeron en El" (Jn 11,45). Debió convertirse Betania en meta de peregrinaciones, porque, según el Evangelio, una gran muchedumbre de judíos supo que Jesús estaba allí, y vinieron no sólo por Jesús, sino por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos (Jn. 12,9). Para los que le habían visto muerto y cerrado durante cuatro días en el sepulcro, era Lázaro una prueba irrefutable del poder taumatúrgico de Cristo.

Lo comprendieron así los príncipes de los sacerdotes, los cuales, alarmados por el número creciente de conversiones, resolvieron matar a Lázaro. Pero aún más: viendo que Jesús multiplicaba sus milagros y temiendo que todos creyeran en Él, reuniéronse en consejo y determinaron hacerle morir. Como no había llegado todavía su hora, Jesús ya no andaba en público entre los judíos, antes se retiró a una región próxima al desierto de Judá, donde moró con sus discípulos. En Jerusalén se le buscaba afanosamente, preguntando si subiría a la fiesta de la Pascua. Muchos temían que Jesus no asistiría a la misma, pues los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes para que, si alguno supiese dónde estaba, lo indicase, a fin de echarle mano (Jn 11,57). Buscaban los hombres la manera de dar muerte al que era la resurrección y la vida, creyendo que de ellos dependía el momento y el día de su ejecución. Sin embargo, al prenderle (Mt 26,53-56), hízoles saber Cristo que se entregaba voluntariamente en sus manos y que ofrecía su vida para la redención del mundo porque era ésta la voluntad del Padre celestial. La resurrección de Lázaro fue lo que selló su muerte. Puesto que una piedra acababa de ser quitada de su sepulcro y Lázaro era llamado para que volviera a la vida. Caifás, en representación de las autoridades, profetizó que Jesús había de morir por el pueblo, y no solo por el pueblo, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios (Jn 11,51-52).

La resurrección de Lázaro puso en ridículo a las autoridades judías. Todas sus acusaciones contra Jesús se derrumbaban estrepitosamente. Los hechos eran patentes: un hombre había muerto y Jesús lo resucitó al cabo de cuatro días. ¿Habéis oído cosa semejante? No se atrevieron las autoridades a negar la veracidad del hecho; no podían, porque muchos hombres de Jerusalén y Betania habían sido testigos oculares de los acontecimientos, siguieron el curso de la enfermedad de Lázaro, le vieron morir, asistieron a la conducción de su cadáver y divisaron el movimiento de la piedra, que, girando sobre sí misma, cerró la boca del sepulcro. Al cuarto día, cuando el cadáver presentaba señales evidentes de putrefacción—Ya hiede, decía su hermana Marta—, la voz imperiosa de Cristo le grita: Lázaro, sal fuera. Lo que no hicieron entonces los enemigos de Jesús, lo han intentado sus sucesores, los racionalistas modernos. Para Paulus, Lázaro sufrió un síncope; creyéndole muerto, lo llevaron al sepulcro. Al llegar Cristo y mandar abrirlo, una ráfaga de aire fresco penetró en la caverna, reanimando al que equivocadamente habían dado por muerto. Renán propone otra explicación no menos grotesca: cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro estaba curado; pero sus dos hermanas, ruborizadas por haber molestado a Jesús al haberle obligado a venir, quisieron reparar la falta proporcionándole la ocasión de obrar un milagro. Prestóse Lázaro a dejarse vendar brazos y piernas, envolver su cabeza con un sudario y tenderse como un muerto en el sepulcro de familia. No tuvo Cristo gran trabajo en reanimar al que estaba realmente vivo. Otros racionalistas eliminan el milagro recurriendo a la tesis de la alegoría: descartada la realidad histórica del milagro, dicen, la resurrección de Lázaro no es otra cosa que una composición literaria, o sea, un símbolo que pretende desarrollar el conocido tema, tan del agrado de Cristo, y que enuncia el evangelio de San Juan con las palabras Yo soy la resurrección y 1a vida (Jn 11,25). Para ellos la tesis crea el hecho.

Después de su resurrección llevó Lázaro una vida normal. Seis días antes de la Pascua fue Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos (lo. 12,1). La familia amiga le dispuso una cena, en la cual Marta servía, y Lázaro era de los que estaban a la mesa con Él. Los judíos se enteraron que Cristo estaba en Betania y fueron allí. Al día siguiente continuaba en Jerusalén el entusiasmo por Jesús. Le rendía testimonio la muchedumbre que estaba con Él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y le resucitó de entre los muertos. Por esto le salió al encuentro la multitud, porque habían oído que había hecho este milagro. Entre tanto los fariseos se decían: Ya veis que no adelantams nada, ya veis que todo el mundo se va en pos de El (Jn. 12,17-19). Esto último cabe decir de las hipótesis que los racionalistas han forjado para eliminar el milagro de la resurrección de Lázaro. Una hipótesis sucede a otra, sin que el pueblo se entere de su existencia. El alma popular, limpia del orgullo intelectual, sigue creyendo en la realidad del milagro y abriga la persuasión de que todo lo puede Aquel que es la resurrección y la vida. Sabe que Cristo vino al mundo para que todos tengan vida, y la tengan abundante (Jn 10,10). A Lázaro, junto con la vida del alma, devolvió Cristo la vida del cuerpo.

La historia deja a Lázaro en el convite con que obsequió a su celestial bienhechor y amigo Jesús y no vuelve a ocuparse jamás de él. La leyenda nos dice que, con ocasión de un levantamiento contra los cristianos, Lázaro y sus dos hermanas marcharon a la ciudad de Jaffa. Allí fueron apresados, y, con el fin de que pereciesen ahogados en las aguas del mar, los enemigos les obligaron a entrar en un navío viejo y averiado, creyendo en su inminente naufragio. Pero quiso Dios que, tras una venturosa travesía, llegaran a las costas del sur de Francia y desembarcaran felizmente en Marsella. Lazaro púsose inmediatamente a predicar las doctrinas de Jesús con tanta viveza y persuasión, que sus palabras calaban en lo intimo de las almas, siendo muchos los que abrazaban la doctrina de Cristo. La fama de su predicación y el número de conversiones alarmaron a las autoridades, que desencadenaron contra el Santo y sus seguidores una violenta persecución. Marsella era considerada en aquel entonces como el emporio del saber humano, debido, sin duda, a la célebre Academia allí establecida, y que era frecuentada por lo más selecto de la ciudad, de los alrededores y hasta de la misma Roma.

Las autoridades apresaron al Santo y le invitaron con palabras halagadoras a que ofreciese incienso a los ídolos. Respondióles con entereza que profesaba las doctrinas de Jesucristo, con el que había convivido y con el que le había ligado Intima amistad. "Si no adoras a nuestros dioses—dijole el prefecto—, perderán la vida en medio de horribles tormentos." Contestóle el Santo: "Bien sabes tú que tan sólo puedo ofrecer sacrificios al Dios verdadero y que tus dioses no merecen tales ofrendas. Y, en cuanto a tus amenazas, dígote que no puede acontecerme cosa más placentera, dulce y gloriosa que dar la vida por Aquel que me la devolvió después de haberla perdido y que se dignó morir por mí para que yo pueda sobrevivir eternamente". Indignado y lleno de rabia ante tan heroica respuesta, dió la orden de que le despedazasen con látigos, lo que se cumplió con tan inhumana crueldad que su cuerpo manaba sangre por todas partes. Después de esta dolorosa tortura, sigue diciendo una de las actas del glorioso mártir, se le arrastró cruelmente por toda la ciudad y se le encerró posteriormente en una prisión muy obscura, esperando a que se repusiese de sus heridas para someterle a nuevos suplicios. El Señor le visitó en su lúgubre calabozo, le fortificó para la hora del último combate, prometiéndole hacerle partícipe en el cielo de las delicias de que gozan los apóstoles. El prefecto invitóle de nuevo a abjurar de su fe; pero inútilmente. Viendo que nada ni nadie era capaz de doblegar el ánimo de Lázaro, mandó el prefecto que aquél fuera atado a un poste y atravesado por una lluvia de flechas. Como el Santo vivía aún, le aplicaron a las heridas planchas de hierro candente. En medio de este pavoroso suplicio sonreía el mártir, gozoso de sufrir por amor de su amigo Jesús. El juez puso término a su vida cortándole la cabeza.

La tradición señala dos sepulcros del Santo: uno en Betania y otro en Marsella. Del sepulcro de Betania habla Origenes (185-254). Consta de un vestíbulo de tres metros de ancho, desde donde se baja, por una escalera estrecha, a un rellano cuadrado y con una anchura de dos metros. Era éste el lugar donde reposó cuatro días el cuerpo difunto de Lázaro. El vestíbulo en el cual se colocó Cristo y desde donde imperó a Lázaro que saliera fuera, fue convertido en capilla, como atestiguan los pequeños ábsides y altares que han aparecido después de unas excavaciones arqueológicas. Según antiguos peregrinos, la misma cámara sepulcral fue revestida de mármol y convertida en capilla. Con la invasión de los árabes, el lugar fue profanado. A fines del siglo XVI transformaron las ruinas de la iglesia antigua en mezquita y prohibieron a los católicos acercarse al sepulcro de Lázaro. Más tarde los franciscanos, custodios de Tierra Santa, consiguieron, mediante una gruesa cantidad de dinero, abrir otro acceso al sepulcro. Desde entonces el peregrino que desea visitar tan augusto lugar se ve en la precisión de bajar veinticuatro gradas de una estrecha y desgastada escalera para llegar al mencionado vestíbulo. Modernamente, la Custodia de Tierra Santa ha levantado sobre el lugar una devota iglesia, que evoca maravillosamente la escena de Cristo, vencedor de la muerte, llamando a su amigo Lázaro y deshaciéndole las ataduras con que le habían aprisionado al morir. ¡Qué bien suenan allí aquellas consoladoras palabras del relato evangélico: "Señor, el que amas está enfermo"; "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre"; "¡Cómo le amaba!". Que este amor nos tenga Cristo al bajar nosotros al sepulcro, lo que sería prenda de vida eterna.

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