domingo, 1 de diciembre de 2013

Homilía



El Adviento es un tiempo apropiado para revisar nuestra vida, soñar con un futuro mejor y abrirnos a un horizonte de esperanza.
Es verdad que nos sentimos rodeados de muchos problemas.
La exhortación de San Pablo nos invita a tomar conciencia de nuestra realidad a nivel familiar, laboral y social.

Corren tiempos difíciles para la familia estructurada, la familia de siempre, que es amenazada por corrientes laicistas e ideologías destructivas que siembran dudas sobre el auténtico amor humano.

Llevamos años con una filosofía hedonista que busca evadirnos de la realidad en aras de una felicidad que se escapa de las manos. El botellón, la droga y el sexo fácil y seguro entre los jóvenes, la dejación de funciones educativas en los mayores y parte de la sociedad que vive ajena a los altos ideales y a los valores que han dado soporte a la convivencia, marcan un presente sombrío.

Por otro lado, las creencias son agredidas y orquestados los ataques desde algunos medios de comunicación de clara tendencia antirreligiosa y anticlerical.

Hace algo más de un mes de la beatificación en Tarragona de varios centenares de mártires de la persecución religiosa de 1936 en España. Algo que no debiera repetirse pero parece que hay gente interesada en alimentar prejuicios y en fomentar revanchismos por hechos luctuosos que afectaron a los dos bandos en la contienda civil.

Hemos de espabilarnos, como nos dice San Pablo,
“porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Romanos 13, 11).

Puede que estos ataques sirvan para despertar sentimientos religiosos dormidos y seamos capaces de defender nuestros derechos, pacíficamente, en la calle y en los altos estamentos.

El texto esperanzador de Isaías de la primera lectura nos suena a una utopía inalcanzable. Y, sin embargo, lo que aquí se nos describe es una esperanza única.

La historia de los hombres está cargada de luces y sombras, de esperanzas y tragedias.
La Palabra es la luz que nos guía y la fuerza que nos empuja a subir con alegría al monte del señor, a ser justos y a trabajar por la paz.

De esta manera podemos cantar, como lo han hecho generaciones de judíos y cristianos:
“¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor” .(Sal 121).

A pesar de las incertidumbres, la caída de la sociedad del bienestar y las malas perspectivas económicas,
“El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”...”será el árbitro de las naciones” (Is.2, 3).
Los pueblos “de las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas” (Is 2,4).

Navidad se acerca.
Abramos nuestro corazón a Jesús para que entre en él por la puerta grande de alegría.
La Palabra de Dios que escuchamos hoy nos invita a ser como el dueño prudente que vela por los tesoros de su casa y hace frente a los ladrones..

Jesús utiliza la imagen del ladrón para que salvaguardemos la gracia de Dios, gratuitamente recibida, y no la perdamos a causa de nuestra pereza, desidia y falta de celo.

Las dos mujeres moliendo, a las que alude el evangelio, son una muestra palpable de que la misma actividad, por rutinaria que sea, puede vivirse de formas distintas.
Siempre es posible encontrar sentido, ilusión y esperanza en las mismas tareas de cada día, en las acciones más triviales de nuestra existencia.

Podemos dejar que la vida pase por nosotros sin apreciar su riqueza y dejándonos arrastrar por corrientes nihilistas o, al contrario, pasar por la vida valorando la plenitud del don que nos ha sido regalado, y consumiéndola en frutos de buenas obras.
Somos grandes, no por la magnitud de nuestras obras, sino por el amor que proyectamos en todo lo que hacemos.

La luz no debe sorprendernos envueltos en las tinieblas. Hemos de ir despojándonos de los harapos del hombre pecador y
“vestirnos del Señor Jesucristo” (Romanos 13,14),
que nos transforma en hombres nuevos.

El sueño de San Pablo, como el del profeta Isaías siglos antes, coinciden con el sueño de Dios para cada uno de nosotros: ser santos. Para ello no es necesario ir muy lejos.

En mi casa, en el trabajo, en los contactos con mi comunidad de fe, en la calle y en cualquier lugar, si aporto mi positiva actitud, sembraré esperanza, alegría y ganas de vivir. No estoy solo; los demás me necesitan.

Sin mi sonrisa, mi entorno vivirá más triste; sin mi iniciativa para espabilar y entusiasmar a los que conviven conmigo, todo será más anodino y apagado; sin mi entrega amorosa, adormecerán los buenos sentimientos de otras personas.

Si soy capaz de contribuir con mi pequeño granito de arena, unido a otros muchos, el mundo cambiará.

Si Jesús es la fuerza motriz de mi vida, todo es posible, hasta las metas aparentemente más inalcanzables.

El juicio final al que hace alusión la liturgia no debe insuflarnos miedo, sino más bien esperanza.

Sabemos que el Señor camina a nuestro lado y se adelanta en la etapa postrera de nuestro itinerario vital para acogernos y tenernos con Él.

Las crisis económicas, que hunden a millones de personas en la depresión y en la angustia son, sin embargo, para otras un revulsivo eficaz para salir de sí mismas y valorar la solidaridad de quienes comparten sus bienes sus bienes y sus vidas por amor, sin esperar nada a cambio.

Concluimos el pasado domingo el Año de la Fe y de la Nueva Evangelización, marcado por el dinamismo apostólico y el entusiasmo que provoca el Papa Francisco con sus pequeños y significativos gestos de solidaridad hacia los más pobres y necesitados.

La evangelización continúa; no hay vacaciones para el espíritu.
No somos espectadores pasivos o sujetos pasivos en la vida de la Iglesia, sino enviados por el señor para ser testigos de la fe, mensajeros de esperanza y apóstoles de la caridad en medio de los hombres.

Abramos las puertas de nuestros hogares, salgamos a las calles y gritemos a pleno pulmón el pregón que repite el Adviento:

“¡VEN, SEÑOR JESÚS!”.

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