domingo, 6 de octubre de 2013

Homilía



La fe es el mensaje central de la liturgia de hoy.
El profeta Habacuc plantea la misma pregunta que nos hacemos en la actualidad ante las desgracias de este mundo, achacables según algunos al cambio climático y según otros a Dios.

¿Por qué me ha pasado, precisamente a mí que trato de ser justo y honrado, esta desgracia familiar?

¿Por qué las guerras las discordias, los enfrentamientos familiares, religiosos y políticos se cobran tantos miles, o millones, de víctimas inocentes?

Desde niño me habitué a escuchar noticias de guerras como la de Argelia, la de Vietnam, La Árabe-Israelí y, más recientemente, la de la antigua Yugoslavia, Irak, Afganistán, el Cuerno de Africa, Angola, Ruanda, el Congo, Libia. Afganistán, Siria... Todo un rosario de catástrofes que envuelven al mundo en un callejón sin salida.

El alma se siente impotente e indefensa ante el juego de los poderosos y de los intereses creados.
A esto se añade la violencia contra la mujer, el aborto, la discriminación racial y económica, la prevaricación, el engaño...
Parece normal el grito de angustia de Habacuc: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches, sin que me salves?”

El cambio operado en España durante los últimos años hace difícil la fe.

Del Nacional-Catolicismo, sobrevenido después de la Guerra Civil, hemos derivado en laicismo beligerante. Se ha polucionado la atmósfera social de tal manera que muchos creyentes se avergüenzan de confesar su fe, y claudican por temor, presionados por la ideología dominante durante los últimos años: la ideología de género

Los agnósticos y ateos campean a sus anchas, orgullosos de serlo, mientras ironizan y se extrañan que alguien sea todavía católico y practicante.

El hastío por una vida anodina y sin sentido crece sin cesar al compás de la negación de libertades, de los abusos y del egoísmo como gran “vedette” del progresismo.

No se puede fabricar felicidad desde el revanchismo y el odio. La sonrisa es una mercancía casi en desuso por falta de una moral que condicione positivamente nuestras vidas.

Una sociedad sin Dios está abocada al fracaso, porque los paraísos terrenos terminan convirtiéndose en jaulas doradas de las pasiones y los vicios, a menudo promocionados por el Poder.

Pero todo lo humano tiene fecha de caducidad. Esta es nuestra esperanza. Sabemos que, al final, el bien triunfa sobre el mal.

Los cristianos de a pie entendemos perfectamente las palabras de Habacuc, y nos vamos acostumbrando a vivir en minoría nuestra fe ante prácticas que no nos satisfacen. Quizás sea un aldabonazo de Dios para purificar nuestra mente, nuestro corazón y nuestros compromisos.
Sea cual sea el destino de los manipuladores laicistas, nuestra vida no está en sus manos, sino en las de la Providencia.

Es normal, humano y cristiano que ante las dificultades de la vida, de la comunicación y de las desgracias del mundo, gritemos con Habacuc. “¿Hasta cuándo clamaré, Señor?”

Pero también es humano, sabiendo la poca cosa que somos, que dejemos de lamentarnos con inútiles reclamaciones, para abrirnos al misterio de Dios y confiar en El.

San Pablo recuerda a su discípulo Timoteo que “Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de valentía, de amor y de dominio propio” (II Tim, 1,7) y que “guarde el depósito de la fe”

Y por eso, porque la fe es el motor de nuestra vida y su eje vertebrador, debemos pedirla insistentemente a Dios, como los Apóstoles, que nos la aumente.

La fe de la que habla Jesús no consiste en una serie de normas, de contenidos y afirmaciones teóricas, sino una firme convicción interior que dinamiza nuestro ser y hace que todas las energías de la persona se unifiquen en torno a un fin.

Cuando esto sucede, nadie será capaz de echarnos atrás y cobra vigor la afirmación de Jesús de que la fe es capaz de mover montañas, de hacer posible lo aparentemente imposible.

San Pablo, después de un largo itinerario de fe, no exento de pruebas, aseguraba que “la fuerza que vence al mundo es nuestra fe”.

La fe emana de Dios, no de la industria humana. Debemos darle gracias por este regalo, por esta energía inagotable, que muchos hombres y mujeres desearían tener, y no tienen.

Y los que la tenemos no la cultivamos como debiéramos.
Cultivar la fe supone un servicio permanente por la causa del Reino, que no es carga añadida. Es una necesidad vital, ineludible, que arrastra y compromete de tal forma que callar ante la injusticia sería un pecado.

Así lo entendieron los mártires de todos los tiempos, que dieron su vida por Cristo.
Así lo entendieron los Apóstoles San Pablo -“¡Ay de mí si no evangelizare!”- y Santiago- “la fe, sin obras, está muerta”.

¡Ojalá sepamos, en este Año de la Fe, colocarla en el pedestal de nuestra vida, como otros cuelgan medallas, exhiben trofeos y muestran sus títulos!
Cristianos, sí; y, orgullosos y agradecidos de ser brote fecundo de la semilla que Dios sembró a través de nuestros progenitores y amigos que nos precedieron con su testimonio.

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