domingo, 8 de septiembre de 2013

Homilía



Esta primera frase del Libro de la Sabiduría, que acabamos de escuchar, corresponde a la llamada “Oración de Salomón”.
Es un interrogante que cuestiona el saber humano ante la grandeza de la Creación.
El salmo 8 nos dice también:

“Cuando contemplo el cielo obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que te acuerdes de Él, el ser humano para darle poder” (Salmo 8,4-5).

No podemos, por sabios que nos creamos, competir con Dios ni alcanzar el auténtico sentido de la vida sin su gracia.

Somos pequeños, pobres, limitados, débiles y desamparados en un mundo que condiciona nuestros pensamientos y paraliza nuestras decisiones, porque a menudo no somos libres en nuestro trabajo o en nuestra familia.
Abandonarnos a Dios, a su Providencia, lejos de esclavizarnos, nos hace más libres y humanos, porque nos pone en el camino de la verdadera sabiduría: la búsqueda de la voluntad de Dios.
San Pablo lo expresa así:

“Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo, mi Señor” (Filipenses 3,8).

En este mundo de la sabiduría científica y los adelantos tecnológicos, carecemos de esta “otra” sabiduría, la sabiduría de siempre: saber para qué vivimos y por qué morimos.
Esto es un faro de luz en medio de las tinieblas que nos cercan.

Así comienza la Carta de San Pablo a Filemón, la más corta de las escritas por el Apóstol de las Gentes.

Ha perdido ya el vigor y fogosidad de su juventud, ha vivido múltiples experiencias por tierra y por mar, superado peligros y cárceles, luchado con denuedo para crear comunidades, y ha anunciado incansablemente a Cristo.
Ahora, sólo y en la cárcel, acepta serenamente el momento de su inminente muerte.

En estas circunstancias, al igual que Jesús en la Ultima Cena, valora la importancia del amor que le ha sido regalado e intercede ante Filemón, a quien no descalifica ni condena, para que deje en libertad a su esclavo Onésimo, apelando a la misericordia y a la fe que ha recibido.
Un cristiano no puede aceptar la esclavitud, pues Dios nos ha creado libres y con los mismos derechos.

Y, si es cierto que “la verdad nos hace libres”, según la afirmación de San Juan, el amor nos da la medida de la alegría cristiana, que es un anticipo de la vida eterna.
Ayudar a los demás en sus necesidades nunca es un tiempo perdido, sino una inversión espiritual, que valora la entrega por encima de los reconocimientos humanos y las riquezas materiales que se puedan adquirir.

Jesús nos hace hoy esta mima llamada, que exige una respuesta personal de cada uno de nosotros.
Vivimos desde hace varias décadas un cristianismo descafeinado, cómodo y sin compromisos. Nos guiamos por la conveniencia y el oportunismo; consumimos sacramentos sin saber su significado; nos colocamos etiquetas sin haber aprobado el control de calidad cristiana ni pasar la ITV de la identidad de nuestro motor.
Hablamos de “nosotros, los cristianos”, sin molestarnos en conocer a Jesús más que lo justamente necesario.

Es fácil ser hincha del equipo de fútbol de nuestros amores y jalear las glorias de nuestro club sin haber pisado el terreno de juego.
Son otros los que nos “sacan las castañas del fuego”, sin que nosotros hayamos encendido el fuego.
Es hora de cuestionarnos que el seguimiento de Jesús es duro, como lo es sacar a los hijos adelante en circunstancias adversas, mantener el trabajo en momentos de crisis y aguantar los chaparrones del desafecto y los revolcones de la enfermedad.

He sido durante bastantes años profesor de religión. Siempre luché por colocar la clase de religión en horarios dignos y no en la última hora de la tarde, con los alumnos cansados y con ganas de ir a casa.
Me pregunto si ante la disyuntiva de elegir entre Jesús y las riquezas o nuestra familia ¿qué haríamos?

¿No será que, en el fondo, nos da miedo vivir el estilo de vida de Jesús?

La clave para seguirle nos la da él mismo al invitarnos a conocer nuestra realidad personal, a pertrecharnos de los medios necesarios para afrontar las dificultades y conocer el precio a pagar, con frecuencia la misma vida.
Los seguidores de Jesús nos exponemos a ello, al igual que los alpinistas que encaran la conquista de las montañas más altas del mundo.

A pesar de todo, la utopía del Reino y la felicidad definitiva junto a Jesús siguen seduciendo a millones de jóvenes disconformes con el consumismo y el nihilismo, que paralizan mentes y corazones. Diversos eventos multitudinarios, como las Jornadas Mundiales de la Juventud, los encuentros con el Papa en Roma o las peregrinaciones a Santiago de Compostela han sido momentos fuertes para despertar en ellos los altos ideales.
Hay una juventud sana, que no se emborracha los fines de semana, ni llega a casa a altas horas de la madrugada, ni se droga, ni participa en algaradas callejeras, porque tiene otros objetivos en la vida, distintos de los que preconiza el hedonismo imperante.
Esta juventud, que valora el trabajo, el sacrificio y la entrega es más fácil que capte el mensaje de Jesús.

Durante este mes de Agosto nos hemos podido aislar de problemas para disfrutar del calor de la familia, del aire cálido de las playas, del frescor de la montaña o de la singular convivencia con la gente humilde de los pueblos. Nada nuevo que no sepamos.

Sin embargo, corremos el peligro de dejar a Dios en segundo plano, de olvidarnos de rezar y de desactivar nuestra sensibilidad con los eventos del mundo, que también nos afectan directa o indirectamente: guerras de Siria e Irak, inundaciones en Centroeuropa y en diversos lugares de España y, sobre todo, el azote del hambre que padecen miles de ciudadanos sin trabajo y ya sin reservas.

Si, como cristianos, olvidamos el sentido del sacrificio, es que no hemos entendido el mensaje de Jesús, que nos invita a dejarlo todo y seguirle, sin complejos y sin ataduras familiares.

Para terminar, quiero citar y hacer mía la frase del salmo 90,12, que hoy hemos rezado. Es una petición, nacida de la sensatez de la sabiduría religiosa popular: “Enséñanos, Señor, a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”.

¡Ojalá sea así!

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