domingo, 29 de septiembre de 2013

Homilía



Este texto es continuación del domingo pasado.

Amós hace una descripción de la vida de los opulentos: lechos de marfil, manjares suculentos, vinos generosos.

La sociedad de hoy no es ajena a estos derroches exhibidos desde los medios de comunicación social, que son presentados como un mundo ideal y paradisíaco para las aspiraciones de pobres y hambrientos. También los más bajos instintos, la crítica mordaz y destructiva o las descalificaciones al adversario de turno, son ofrecidos como mercancía de consumo a un público poco exigente, envuelto en el morbo que crea el escándalo.

Ambos mundos, separados por más de 2.700 años, coinciden en la misma decadencia moral.

La denuncia del profeta de la justicia social se enmarca dentro del cuadro actual de asociaciones y grupos, que intentan atajar, en minoría, los abusos a que se ven sometidos las personas y colectivos de marginados.

Habrá una justicia final; de esto que no nos quepa la menor duda. Cada uno cosechará de lo que ha sembrado.

Es fácil pasar de largo o desviar la mirada ante el pobre que pide limosna; de la misma manera que es sencillo ignorar las injusticias, contemporizar con ellas y evitar cualquier acto que nos comprometa. Todo ello no nos exime de responsabilidad delante del prójimo y de Dios.

La parábola del rico (que no lleva nombre, aunque le llamemos Epulón) y el pobre Lázaro comienza con una frase que tantas veces hemos escuchado de niños en la narración de los cuentos: “Había una vez” o “Erase una vez”.

Va dirigida a los escribas y fariseos, “amigos del dinero”, pero creyentes en la resurrección.

Tres escenas ilustran el juicio de Dios sobre el lujo y las miserias de la vida, por un lado, y la felicidad y desesperación después de la muerte, por otro,

Un abismo insalvable los separa.

Jesús no cuenta nada que sea extraño a las vivencias cotidianas de la gente. Conoce a la perfección las diferencias brutales entre escribas, fariseos, fuerzas de ocupación romana y recaudadores de impuestos, todos ellos ricos, y campesinos, artesanos, pastores, enfermos e iletrados: la llamada “plebe maldita”.

Intenta con esta historia dar una lección moral a sus oyentes. No pone nombre al rico y sí al pobre. Porque la pobreza tiene el nombre de personas concretas que sufren en sus propias carnes el desprecio, el olvido y el hambre.

El rico y el pobre se sientan junto a la misma mesa repleta de manjares. Representa los bienes que Dios nos regala para compartir. El rico se adueña de ellos, acomodado en un confortable diván, mientras el pobre ( los bienes son igualmente suyos) recoge las migajas que se dan a los perros. Paradojas de la vida.

No hay distancia física entre ellos, pero sí un abismo moral. El rico se deshumaniza por su ceguera y es incapaz de ver la grave necesidad que existe a su lado, volviéndose inconscientemente cruel, y olvidando su condición de hombre y hermano.

La descripción de Jesús con los términos: “arriba”, el”seno de Abraham”, señala la meta final de todo judío piadoso, que llega a la plenitud de la vida.

Por el contrario los términos “abajo” o “infierno” nos muestran el reino de la muerte, el inmenso abismo, un muro infranqueable.

La muerte, como el nacimiento, nos iguala a todos y quedan grabadas en el disco duro de la vida todas nuestras acciones.

Ya es tarde para rectificar y empezar de nuevo.

El evangelio no dice que el rico sea malo o Lázaro bueno; se limita a afirmar que Dios está siempre de parte del pobre, no porque sea bueno, sino por sufrir la opresión.

La Carta a Timoteo refleja con un mensaje escatológico la finalidad del gran combate de la fe: la vida eterna.

A ella hemos sido llamados. La revelación está hecha ya por Jesús.

Además nos movemos en un mundo real, ya anunciado por la Palabra de Dios, la Ley y los Profetas, donde nos jugamos la existencia futura con miles de pobres llamando a nuestras puertas.

No caben disculpas.
El que se empecina en el atesoramiento egoísta no percibirá las voces que claman a su alrededor, ni valorará los testimonios de tantos santos que nos han precedido, ni la bondad iluminadora de quienes entregan su vida por el Reino de los Cielos, ni las llamadas a la conversión. Las posesiones condicionan de tal manera su vida que apaga su sensibilidad.

Y cuando a Dios se le hace desaparecer del escenario de la vida humana, prevalece lo material como único horizontes. El propio interés termina trastocando el sistema de valores. Así, mientras se divulgan mentiras y patrañas para desacreditar al justo, se orquestan propagandas y mensajes subliminales para enaltecer al corrupto y sinvergüenza.

Hay diarios que tan sólo mencionan a la Iglesia para airear sus escándalos, que los hay (mucho menos que en otros colectivos), pero ocultan las miserias del “amo” que les paga. Es triste que no se quiera ver el bagaje de entrega y sacrificio que ha ido irradiando a través de los siglos. Tampoco reconocerán las prestaciones de Cáritas, la asistencia a los moribundos, la defensa de la vida, la libertad y la concordia, y el respeto a la persona como hija de Dios que es.

El mensaje de San Lucas de hoy se parece mucho en su contenido a otro expuesto anteriormente en las buenaventuras y malaventuranzas: serán bienaventurados los que han obrado el bien y desgraciados, malaventurados, los que desaprovecharon su vida y no fueron capaces de ver más allá de las gafas oscuras de su egoísmo.

Cada domingo- hoy especialmente, es como un huracán que sacude nuestras conciencias erráticas.

Nos vendrá bien preguntarnos si nuestros sentidos están atrofiados por el dinero y el corazón insensible ante los necesitados.

¿He tomado, y sigo tomando, una opción por los pobres?

¿Comparto mi dinero, mis cualidades, mi tiempo, mi alegría con ellos?

¿En qué puedo cambiar?

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