domingo, 28 de julio de 2013

Homilía


La diócesis de Alcalá de Henares, con su obispo Don Juan Antonio Reig a la cabeza, ha puesto en marcha una Escuela de Evangelización con el fin de preparar agentes de pastoral y despertar desde las parroquias y centros escolares el espíritu misionero, del que tan necesitado está nuestro adormecido cristianismo.

Unas 130 personas, provenientes de parroquias y diversos Movimientos hemos venido asistiendo asiduamente durante varios sábados a las charlas impartidas por teólogos cualificados en dogma y pastoral, al igual que, a las reuniones por grupos, a las dinámicas de evangelización en la calle y a largos y variados momentos de oración.

Hemos vivido compartires inolvidables como grupo de amigos. Todos hemos colaborado en las experiencias piloto llevadas a cabo en siete parroquias, como paso previa para extenderlas el próximo curso en todas las parroquias.

Se inició la misión durante la Cuaresma- una semana en cada parroquia- con esquemas similares a éste: todos los días hubo oración de Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde, Eucaristía y adoración del Santísimo ya entrada la noche, con el templo permanentemente abierto y sacerdotes disponibles para la dirección espiritual o confesión.

Destinamos un día para evangelizar a los jóvenes, otro a los niños de catequesis y sus familiares, otro a los mayores y a los enfermos. No faltó la evangelización en las plazas, bares, centros comerciales y locales de ocio, siempre de dos en dos, y, como colofón final, la Eucaristía del domingo con todos los evangelizadores y evangelizados.

Los testimonios recibidos de las siete parroquias coinciden en algo muy sustancial: el impacto de la oración, la toma de conciencia de la necesidad de Dios y de ser escuchados que gravita en el alma de muchos bautizados, pero no practicantes, el choque emocional en algunos, gratamente sorprendidos por el mensaje cristiano, desconocido por la mayoría o adulterado por los medios de comunicación, el gozo de sentirse evangelizados al evangelizar y el crecimiento en número de los añadidos a la fe. Algo que nos es novedad en la Iglesia, pues los Hechos de los Apóstoles nos narran parecidas experiencias.

También hemos de decir que ha supuesto un punto de inflexión en las parroquias para no tener miedo al fracaso, porque el hambre de Dios sigue vivo en el corazón de los hombres.

Me asombra mucho la fe de Abraham, descrita en Génesis, suplicándole con insistencia a Dios que no destruya la ciudad de Sodoma.
La fe convierte a Abraham en padre y modelo de todos los creyentes, de los que se ponen en camino para descubrir día a día la voluntad de Dios en su peregrinaje por la tierra.

Me impresionan igualmente las palabras de Jesús en el evangelio según San Marcos:
“ Cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis” (Marcos 11,24).
“Todo lo que pidáis a Dios con fe, lo recibiréis” (Mateo 21,22).
La fe es la primera exigencia de Jesús para realizar sus signos.
Así lo hace con María Magdalena, con Mateo, el publicano, con Zaqueo, con la hemorroísa, con la mujer cananea y con tantos otros que acuden a él para remediar las dolencias físicas y morales propias y las de sus familia.
A la mayoría les dice, después de sentirse curados: “Tu fe te ha curado” (Mateo 9,22).
Dios, que vive en nosotros, actúa cuando se lo pedimos con perseverancia y con fe: “pedid y recibiréis” (Mateo 7,7).

El milagro se opera cuando se ajusta a la voluntad de Dios, no a la nuestra.

Lo que pasa que es que pedimos mal y a destiempo, o lo que pedimos no nos conviene. Jesús, que se retira todas las noches a orar al Padre del cielo para encontrar en Él las fuerzas que necesita para llevar adelante su misión, nos muestra con su ejemplo el supremo valor de la oración.

Sus discípulos lo ven transformado, y por eso le piden orar como Él ora.
La respuesta de Jesús no se hace esperar y les enseña el Padre nuestro, la más bella de todas las oraciones, la que nos invita a dirigirnos a Dios como Padre, a santificar su nombre, a pedir la llegada de su Reino, a abandonarnos a su voluntad, a compartir el pan recibido como don, a perdonar para ser perdonados y a que no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal.

Es importante meditar cada uno de los párrafos y dejarnos empapar por la utopía del Reinado de Dios anunciado por Jesús, que empieza a actuar en nosotros cuando nos abandonamos a su Providencia amorosa y nos ponemos en marcha predicándolo como un Buena Noticia.

La oración es el soporte de la vida cristiana, su alimento vital. Sin ella la fe se apaga y el hombre, abandonado a sus propias fuerzas, se debilita, pierde el rumbo y, con él, el horizonte de la felicidad.

No podemos vivir sin Dios, que es el Supremo Bien, al que buscamos siempre, sin saberlo, para dar respuesta a los interrogantes que llenan de zozobra nuestro corazón:
¿Qué sentido tiene la vida?
¿Existe el más allá?
¿Encontraré la felicidad que sacie mis anhelos profundos?
El dolor, la enfermedad y la muerte
¿Son el destino definitivo de nuestra débil condición?
¿Por qué acuden tantos peregrinos a Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela, Lourdes, Fátima, Medjugorje, Guadalupe…?

Unos para sentirse arropados entre la multitud de creyentes que comparten los mismos ideales y proclaman con alegría y entusiasmo su fe; algunos, porque desean encontrarse consigo mismos y descubrir el valor de la fe proclamada y sencilla, otros para pedir ayuda a Dios y a la Virgen. Todos regresan felices y, la mayoría, sanados por dentro.

Conocí a un joven vallisoletano con una grave enfermedad renal y a punto de entrar en diálisis. Se inscribió a una peregrinación a Fátima organizada por mí el primer fin de semana de Mayo con el propósito de dar gracias a la Virgen por la curación de su hija (de ningún modo para pedir la suya).

Una vez en Fátima me acerqué al Centro de Peregrinaciones para informarme de los diversos actos religiosos programados para el sábado. Mi sorpresa fue grande cuando ofrecieron a mi grupo llevar las andas de la Virgen durante la Procesión nocturna de antorchas. Otros grupos, habituales en Fátima, se extrañaron de la oferta que nos habían hecho, a pesar de que ellos habían solicitado con frecuencia ese servicio.

El joven llevó esa noche las andas; caían las lágrimas por sus mejillas, porque se sentía profundamente emocionado. Sentí yo también un escalofrío de alegría ante su fe y su tenacidad. Sólo por eso había merecido la pena el viaje.

Danos, Señor, la fe de Abraham y enséñanos, como a tus discípulos, a orar con perseverancia, para seas tú quien mueva nuestras vidas y llenes de esperanza nuestras ilusiones.

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