domingo, 16 de junio de 2013

Homilía


La fuerza de la misericordia y el perdón generoso de Dios son como un cauce donde fluye la gracia para arrastrar al hombre hacia su plenitud.

Esta es la idea motriz que preside la liturgia de hoy, condicionada por dos protagonistas excepcionales: el rey David y Jesús.

David es considerado como el rey de Israel más valiente, leal, generoso, justo y devoto.
Nadie pone en duda su tierno amor a Yahvé-Dios y es un ejemplo vivo para su pueblo en todas las facetas de la convivencia. Pero, obnubilado por la pasión carnal, comete un gravísimo pecado al casarse con Betfagé, la mujer de Urías, capitán de sus tropas, después que éste muriera al ser colocado en lo más peligroso de la línea de combate. Sin embargo, la denuncia del profeta Natán desvela al rey lo rechazable de su acción. Enseguida reconoce su falta, pide perdón, se viste de saco, ayuna y hace penitencia hasta saberse perdonado por Dios.

A él se atribuyen los impresionantes versículos del salmo 50 (el famoso Miserere), todos ellos un sentido canto al perdón y a la misericordia de Dios: “Misericordia, Dios mío por tu bondad; por tu inmensa compasión borra toda mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Salmo 50,
La conciencia de su grave pecado convierte a David en un hombre débil, limitado y vulnerable, que no duda en humillarse ante los suyos con tal de recuperar el favor de Dios, a quien sigue amando.
Dios no sólo perdona su pecado, sino que le promete una dinastía perpetua.
¡Cuánto tenemos que aprender los hombres, tan entregados a odios, inquinas y venganzas por un mal entendido sentido de la justicia!

La lección que podemos extraer de este pasaje del Libro 2 de Samuel es que Dios, a diferencia de muchos de nosotros, siempre nos da las oportunidades necesarias para retornar al buen camino.

Del relato que hemos escuchado en Lc. 7,36-8,3 se desprende que Jesús no es un rabino al estilo de la época, pues rompe protocolos y se salta la observancia de leyes secundarias judías cuando está en juego “la misericordia, la justicia y la buena fe” (Mateo 23,23).
No le importa hablar en público con las mujeres y se mezcla con pecadores y gente de mal vivir, rompiendo la buena “imagen” que todo rabino influyente debe dar.
El evangelista pone de relieve que, al aceptar Jesús la invitación del fariseo Simón a comer en su casa, quiere manifestar públicamente lo que es “religiosamente correcto”.

Jesús se muestra irónico ante Simón por no haber seguido la saludable costumbre judía de saludar al huésped con el beso de la paz, ofrecer una jofaina de agua para que se lavara los pies sudorosos por el largo caminar y perfume para ungirlos. Cuando no se ama, tampoco abundan los detalles ni prevalece el perdón.
En cambio, la mujer pecador,a que se postra a los pies de Jesús, no se arredra, ni repara en las miradas de rechazo, porque en su interior arde el amor.
No conoce las normas de la hospitalidad, pero cumple con ellas..
Su beso de paz la redime para siempre; sus lágrimas gratifican su arrepentimiento, y el perfume que derrama sobre los pies de Jesús fortalece su fe para seguirle e irradiar con su actitud el buen olor de las buenas obras, “porque al que mucho ama, mucho se le perdona” (Lucas 7,47).

Un rabino de su categoría no puede soportar fácilmente una situación embarazosa como ésta. Juzga en su interior la actitud de Jesús y su implicación con “malas compañías”.
Es incapaz de mirarse a sí mismo, porque conoce la Ley, domina sus emociones y tiene clara noción de lo “políticamente correcto”. No quiere ver mancillada su imagen y su prestigio.
San Pablo, que ha vivido como el fariseo la esclavitud de la Ley, afirma que el hombre no se justifica por cumplirla (segunda lectura), sino por la fe que nos libera de prejuicios y nos abre al Amor verdadero.
En este sentido llega a decir: “Estoy crucificado con Cristo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,19).
Una vez más se muestra aquí en toda su crudeza la paradoja del Reino de los cielos, donde “habrá últimos que serán primeros y primeros que serán últimos” (Mateo 20,16).

La actitud de Simón es idéntica a la nuestra cuando levantamos barreras entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, colocamos etiquetas a las personas y las marginamos.
¡Cuánto daño hacemos con la maledicencia, los juicios peyorativos y la calumnia!
¡Qué gran consuelo experimenta la mujer pecadora al sentirse valorada por Jesús, que   reconoce en ella autenticidad, limpieza de corazón y honestidad!

Las mujeres ocupan un lugar privilegiado en la vida de Jesús. Además de su madre, hay muchas que le siguen por los caminos de Judea y Galilea, le acompañan en la cruz y son testigos de su resurrección.
No consta en el evangelio ninguna negativa de Jesús a cualquier petición venida de una mujer. Causa extrañeza y estupor en una sociedad tan misógina como la judía, que todavía hoy separa a los hombres y mujeres que rezan junto al Muro de las Lamentaciones de Jerusalén.
Por eso recibe tantas críticas de los escribas y fariseos, habituados a marcar distancias con los inferiores en rango; mucho más con las mujeres, los publicanos, los leprosos y los proscritos por la ley.

San Pablo, al que algunos tachan de antifeminista por su comentario en la Carta a los Efesios, afirma en su momento que ya no hay barreras entre hombre o mujer, esclavos y libres, judíos y gentiles, porque nos une a todos la fe en Jesucristo y somos justificados por ella.
Pasados veinte siglos, siguen las discriminaciones en buena parte del mundo contra las mujeres. También dentro de los llamados “gobiernos progresistas” que utilizan su imagen y no las tienen en cuenta a la hora de tomar una postura clara sobre decisiones que hieren su condición femenina y las denigran como esposas y madres de familia.

¿Aprenderemos de una vez por todas, imitando a Jesús, a dar a la mujer la dignidad que se merece?

En consecuencia, preguntémonos los que venimos a Misa, escuchamos la palabra de Dios y cumplimos con la Iglesia, que no basta con ser correctos en los comportamientos externos ni con salvaguardar nuestra buena imagen. Si no echamos una mano para resolver los problemas de nuestros hermanos, nos implicamos en la catequesis, en la acción caritativa, en la visita a los enfermos... y en tantos otros sitios que necesitan de nuestra entrega, no nos comportamos como buenos cristianos.

“La fe sin obras está muerta”
(Santiago 2,17).

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