domingo, 26 de mayo de 2013

Homilía


La lectura creyente de la Biblia, entendida como una unidad de sentido, nos permite contemplar los hechos y dichos de Jesús, no como un acontecimiento aislado en la Historia de la Salvación, sino como cumplimiento y plenitud de la misma.

La Sabiduría va desvelando poco a poco al hombre el misterio de la creación, como don gratuito de Dios.

Los primeros libros bíblicos comparten una visión plana de todo el universo, con montañas que ponen límites a las aguas y con una bóveda que pone límite al cielo, pero los hagiógrafos quieren dar a conocer la sabiduría de Dios.

La Sabiduría, es presentada hoy en el Libro de los Proverbios con rasgos personales. Es la que acompaña a Dios en la creación, juega con la bola del mundo y tiene, a su vez, vida propia, que es distinta de Dios.

Por otro lado, San Pablo nos transmite en su Carta a los Romanos, probablemente la última escrita de las que conocemos, su propia experiencia creyente, lejos de argumentos teológicos: que la muerte salvadora de Jesús ha posibilitado la reconciliación de Dios y la criatura, de tal manera que ésta accede a una vida nueva.

Este reconocimiento llenará de luz toda la vida de San Pablo, porque comprende que la muerte de Jesús lo envuelve todo en amor, introduce la armonía y la paz en el corazón de los creyentes y disipa los miedos, agravios y temores que no lograban quitar los sacrificios y ofrendas de la Antigua Alianza.

Quien entra en esta dinámica abre la puerta al hombre nuevo, que se siente hijo de Dios, beneficiario de la redención de Jesús y sujeto activo de su Amor, “que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Romanos 1,5).

Esta esperanza no defrauda, no desaparece nunca, porque le basta una pequeña grieta para renacer.

Los cristianos, al hacer diariamente la señal de la cruz, confesamos nuestra fe en la Trinidad, que también se hace patente en el saludo del sacerdote al iniciar la Eucaristía: “Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor del padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (II Corintios 13,13-14).

Con estas palabras de San Pablo nos adherimos al misterio más íntimo de Dios, que empapa nuestra existencia y es inabarcable para la mente humana. No lo conoceríamos si Jesús no nos lo hubiera revelado.

Celebramos que Dios no es un ser solitario, sino una familia, en perfecta comunión, en la que el Padre se revela como Creador, el Hijo como Amigo y Salvador y el Espíritu Santo como dador de vida y amor. Son tres personas distintas y un solo Dios.

Las parejas y sacerdotes que damos el FDS de Encuentro Matrimonial compartimos cada uno nuestra versión sobre el amor trinitario según la clave de toda pareja que se ama. El esposo y la esposa amándose y entregándose plenamente el uno al otro y con el hijo o los hijos, fruto de su unión íntima, son en esta vida la mejor imagen posible del amor trinitario. Darse es el gran secreto del universo creado, porque todo es gracia y es don.

San Juan, a la hora de hablar de la Trinidad afirma que “Dios es Amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (I Juan 4,16).

La iniciativa de todo amor proviene de Dios, que nos amó primero. Por eso, si amamos, nos acercamos al misterio de Dios y comprendemos nuestro desvalimiento y pequeñez, que nos hace exclamar con el salmista:”Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?” (Salmo 8,4-5).

Hemos sido creados a imagen de Dios, pero, a menudo, esta imagen queda deteriorada y oscurecida por las tribulaciones y problemas de la vida, impidiendo transparentarla en nosotros.

La profunda crisis económica que padecemos está poniendo a prueba la dignidad de la persona humana en las familias afectadas por el desahucio, la pobreza y el hambre. Son estas circunstancias concretas las que miden la sensibilidad y la fe auténtica de quienes se confiesan cristianos. “Un fe sin obras es una fe muerta”, afirma el Apóstol Santiago. No es de cristianos descargar siempre el peso de la responsabilidad sobre las autoridades. Es una manera muy cómoda de eludir compromisos. Tampoco podemos esperar que los ricos compartan parte de sus bienes amasados de forma injusta. Los comparten, eso sí, con los de su categoría, en barrios de lujo, bien vallados y protegidos para impedir el acceso a los de clases inferiores.

“Si tienes problemas o estás herido y necesitado… acude a la gente pobre. Son los únicos que te van a ayudar” (J.Steinbeck).

¡Cuán ciertas son estas palabras! Las podemos aplicar hoy a los padres de familia jubilados, que con sus medianos o escasos salarios mantienen a hijos y nietos en paro, soportando sobre sus cansados hombros el peso de la crisis.

Se repite así lo ocurrido en 1929 con la famosa recesión económica en Estados Unidos, que dejo, de la noche a la mañana, a millones de familias en la miseria, obligándolas a emigrar y a ganarse la vida fuera de sus hogares y aguantando la voracidad de los explotadores de turno. Este tema, planteado en la novela, llevada al cine, “las uvas de la ira” y también en la película “al este del Edén” nos dan una idea de esos dramáticos años de sufrimiento y también de solidaridad entre los más pobres.

El porcentaje de paro es altísimo, y nuestros jóvenes, los más preparados y cualificados para garantizar el futuro desarrollo del país, emigran fuera porque no encuentran trabajo. Si no fuera por Cáritas y por otras entidades benéficas, nacidas del compartir de bienes de gente solidaria, estaríamos hablando ahora de una revolución social de consecuencias alarmantes.

Ser cristiano es, ante todo acoger el don de Dios, visible en el prójimo y en toda la Creación.

Ser conscientes de esto nos obliga a dar un giro radical a nuestros comportamientos y actitudes ante la vida, en la medida que valoremos la experiencia de acoger y ser acogidos.

Es ésta la gran verdad del cristianismo, el reflejo trinitario que Jesús nos reveló para conocer a Dios. El dogma trinitario ha dado muchos quebraderos de cabeza a los más preclaros teólogos, que han consumido años de sus vidas intentando desvelar un Misterio que permanece oculto a la mente humana. Todos ellos se han topado con un muro infranqueable, que se destruirá en la otra vida cuando Dios lo sea todo en todos.

Mientras tanto, y con motivo de esta Fiesta, unámonos a la creación entera y recemos con el salmista: “Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra” (Salmo 8,2), y con toda Iglesia universal profiramos el tan repetido: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos”.

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