domingo, 24 de febrero de 2013

Homilía


La palabra “Shema”, escucha, tiene una larga trayectoria en la historia del pueblo de Israel. Toda buena comunicación comienza por escuchar al prójimo, interesarse por él, alcanzar su pensamiento y sus sentimientos. No somos propietarios de nadie, y mucho menos, manipuladores de su conciencia. Chiasra Lubic, fundadora del Movimiento Focolar decía que debemos buscar la unidad del género humano y la reconciliación amando al otro desde el otro.

Si quiero que me respeten, debo respetar primero; si quiero que me amen, debo tomar la iniciativa en el amor.

Las grandes dictaduras se originan por personas iluminadas que se creen en posesión de la verdad y no admiten discrepancias. Terminan esclavizando al pueblo y convirtiéndose en árbitros de su libertad. Recurren para mantener el poder, si es preciso, a la violencia masacrando al pueblo al que dicen servir. Lo hemos comprobado en Irak, en Libia, y ahora en Siria..

Después de este inciso necesario, de rabiosa actualidad, quiero hacer hincapié en el punto clave de la liturgia de este Domingo: LA ESCUCHA.
Sigue siendo, después de más de dos siglos de cristianismo, el gran desafío de los hombres de hoy, tan influenciados de principios democráticos, pero empapados de personalismos y palabras vacías.

¿Quién escucha a quién en esta difícil coyuntura económica que estamos pasando?
¿Existe voluntad real de abordar entre todos la solución de los problemas, o sigue prevaleciendo la eterna lucha por el poder y por mantenerlo a cualquier precio?

Por otro lado, el mundo de la comunicación resulta a veces un diálogo de sordos, de rebates y descalificaciones, con miras interesadas y frecuentemente mediatizadas por la voluntad del que paga. Basta enchufar las cadenas de tv para caer en la cuenta de esta polarización. ¿Dónde está nuestra libertad, nuestro criterio independiente, nuestra noble actitud de escucha, que dé cabida en nuestro corazón a quien intenta comunicarse con nosotros?

La escucha es nuestra vara de medir nuestra fe, pues si no escuchamos al hombre, tampoco escuchamos a Dios.
Pedro, en el monte Tabor, no siente la necesidad de aprender de los demás. Por eso, no dialoga ni escucha (más bien propone y manda), hasta que la decepción y el desengaño, tras una dura experiencia de desierto, le ayudan a buscar la verdad. Y la verdad está en Dios.

Jesús sube con los discípulos a la montaña para ORAR En la oración halla la motivación y el camino para afrontar las dificultades. Recurre siempre a ella, sobre todo en los momentos cruciales de su vida: el desierto, el Tabor, el Monte de los Olivos..., a medida que va experimentando el “fracaso” de su misión y presiente su muerte. En esos momentos no le preocupan ni el éxito ni el fracaso, sino su fidelidad a la voluntad de Dios, al proyecto que el Padre le ha confiado en un mundo complejo, ambiguo y lleno de contradicciones. Necesita el retiro del silencio para su comunión íntima con el Padre.

No es ésta una expresión vana, porque estamos convirtiendo nuestros pueblos y ciudades en una mezcla inacabada de voces y gritos.
¿Cómo prestar atención?
Las sombras de la fama, el poder mediático de la palabra y la imagen condicionan de tal manera nuestra vida, que nos creamos necesidades superfluas, porque no identificamos bien la bondad del producto.
Hemos convertido la palabra en un gigantesco mercado de compra-venta, en un trágico desafuero a la credibilidad y a la inteligencia.
Escuchar a Dios nos ayudará a desenmascarar a los ídolos de nuestro tiempo y a poner el énfasis en lo que merece realmente la pena: el valor de la vida misma.

Los Beatles compusieron sus más bellas canciones, que aún siguen dando la vuelta al mundo, desde la contemplación en un monasterio de la India; San Ignacio de Loyola escribió los “Ejercicios Espirituales” en el silencio de la cueva de Manresa... La enumeración sería muy larga.

Cada vez sentimos más apremiante la llamada de acudir a EL, para envolvernos en la contemplación, en la presencia misteriosa de Dios, en la acogida...
Así, hasta el mismo aire se transforma en mensaje de esperanza y en llamada a transformar nuestra sociedad de ruidos perturbadores, que despiertan agresividad y malestar; un aire que limpie las nubes de nuestras confusiones y abra nuestros oídos a la palabra salvadora del Padre Celestial, emitida en el bautismo de Jesús en el Jordán y en su transfiguración en el monte Tabor: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”

¡Ojalá lleguemos a afirmar al unísono: “creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica” y hablemos el mismo lenguaje, el que Jesús quiere!
Entretanto, proclamemos juntos nuestra fe.

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