domingo, 17 de febrero de 2013

Homilía


Las tentaciones de Jesús no son ajenas a la realidad de los hombres y mujeres de todos los tiempos, que sufrimos permanentemente el acoso de las fuerzas del mal.
La soledad y el desierto no nos evaden de tenerlas, pues se hallan latentes en nuestro corazón. Nos gustaría huir de la enfermedad, del dolor, disfrutar de los placeres sin término, de libertad sin límites, sin compromisos que aten, sin letras que pagar, con casas, criados y gente a nuestro servicio, que asientan complacidos a nuestros requerimientos. Pero, sabemos por otro lado, que esto no es posible, que la tierra de Jauja- la de las riquezas inagotables- no existe.

No todo lo que nos dicta la tentación es malo, puesto que aparece como apetito de bien e incluso de altruismo, pero se transforma en una acción perniciosa si nos lleva a romper con los demás, a marginar de nuestra vida a los seres más allegados y al acaparamiento de bienes en detrimento de la sociedad.

Alguno añade jocosamente para explicar esa lucha interior que “todo lo bueno, está prohibido o es pecado”
Es cierto que hemos vivido historias del cristianismo marcadas por el jansenismo y ascetismo desmedidos, pero también es cierto que, en la actualidad, hemos ido perdiendo el sentido del pecado, hemos relajado las costumbres en aras de una libertad, que se va pareciendo cada vez más a libertinaje, y se pone en tela de juicio la moralidad pública. De aquí a concluir que “todo vale, mientras no me castiguen “faltan pocos tramos.

Sin embargo, en un mundo donde parecen triunfar las fuerzas del mal sobre las del bien, las lecturas del Domingo de hoy nos recuerdan que siempre es posible, aún en los lugares más inverosímiles, la victoria del bien sobre el mal. Jesús mismo nos da el ejemplo.

Hay tres tentaciones comunes: EL DINERO, EL PODER Y LA GLORIA., LA SEGURIDAD.

“Di que estas piedras se conviertan en pan” (Lucas 4,3).

El dinero fácil, la explotación, los bancos, la acumulación de riquezas, el despilfarro de la abundancia. Convertir todo en materia, disfrutar de la inmediatez del placer, tener alcohol, drogas, sedantes, sexo a la carta...

Por un lado, está el hambre física de alimentos, que debe satisfacerse con el correcto uso de los bienes materiales. Desgraciadamente no suele ser así, porque la codicia de unos pocos acapara lo que corresponde a todos. Y así constatamos un mundo de desigualdades hirientes y de millones de personas que mueren del hambre.

Por otro lado, está el hambre espiritual, el hambre de Dios, que se sacia con el alimento de su Palabra y la llamada al amor, que es justicia, paz, libertad, concordia…
Los hombres no terminamos de comprender este mensaje, nacido de la boca de Jesús: “no sólo de pan vive el hombre.” (Lucas 4,4).”
Seguimos llenando nuestras despensas de manjares que no llenan.¿ Hasta cuándo?

El Papa Juan Pablo II animaba a millones de limeños, acudidos de todo Perú, para escuchar al Pontífice, con palabras proféticas:”vosotros, que sufrís del hambre físico, tenéis hambre de Dios. Esta es vuestra gran riqueza..
En los países desarrollados, que no padecen hambre física, carecen de hambre de Dios, y ésta es su gran pobreza”.
Sólo quien cree, siente y mantiene la presencia de Dios, se puede llamar rico.

No es sólo la gran tentación de los políticos. A todos nos agrada dar órdenes, estar arriba, disponer de servidores, ser admirados por nuestra condición física e intelectual, por nuestras habilidades y aptitudes...

De esta manera, cuidamos nuestra imagen, modulamos nuestros gestos, camuflamos nuestras esporádicas salidas de tono, por quedar bien y ser favorablemente considerados.

La bulimia, la anorexia y otros males de nuestro tiempo son fruto de la esclavitud de la imagen. Es la eterna factura que tenemos que pagar para no ser nosotros mismos y desequilibrar nuestras más nobles aspiraciones. El estar arriba, el miedo a fracasar, a ser perdedor, condiciona nuestro desarrollo como personas y nos impide ser auténticos y libres.

La ostentación del poder ha desembocado en guerras y en esclavitudes cuando se ha convertido en un afán desmedido de dominio.

Intentar ser vencedor no es malo cuando se hace por afán de superación y con miras positivas hacia la sociedad. Sucede así en quienes preparan carreras por vocación, en deportistas que compiten en buena lid, no para humillar al adversario, sino para batir su propia marca.

Ninguna tentación es mala en sí misma. Lo es cuando los actos que se derivan de esa tentación se apartan de la rectitud y pervierten nuestro ideal.

Todos los dictadores entran como salvadores y libertadores, pero cuando se corrompen terminan siendo monstruos que oprimen, e incluso se arrogan el poder como venido del mismo Dios. Disponemos de ejemplos muy recientes en la historia de la humanidad.

Aspiramos a seguridades materiales y espirituales: abundar en comodidades, disfrutar de buena salud- pagamos religiosamente a la Seguridad Social- poseer un cobijo cómodo, perpetuar el amor de los nuestros, mantener estable la relación de pareja, el empleo y sobre todo, el amor. Que alguien nos proteja, nos mime, nos acompañe, nos haga partícipes de su afecto, que se nos garantice la felicidad eterna.

Sabemos que en esta vida no es así, que los condicionamientos son cambiantes, que no hay amor sin heridas ni gloria sin sufrimientos y cruz. La única seguridad a nivel físico es la muerte, y espiritualmente- para el creyente- la vida eterna.

El Tabor y Getsemaní, dos momentos claves en la vida de Jesús- nos recuerdan esta gran verdad evangélica, de llegar a la gloria a través del sufrimiento

¡Ojalá sepamos comprenderlo mejor durante esta Cuaresma con práctica piadosas y saludables: oración, penitencia, ayuno y limosna!.

¡Que Dios no nos deje caer en la tentación, y, como Jesús, permanezcamos fieles a nuestra misión, coherentes con nuestros nobles ideales!

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