martes, 8 de enero de 2013

SAN LORENZO GIUSTINIANI Obispo

Los Giustiniani poseían ricos palacios, tesoros magníficos, naves, tierras, esclavos, nobleza y una lejana historia. En Venecia había pocas familias tan ilustres. A la púrpura senatorial se juntaba en ellos el brillo de la espada; a las ínfulas prelaticias, la gloria de los combates. Sobre todas estas cosas puso Lorenzo la luz más pura de la santidad. En su juventud, el prestigio de su nombre le enardecía. «Nada más bello, nada más amable que el», dice su biógrafo. Era magnánimo, entusiasta, soñador. Todo respiraba elegancia en su persona, en su ademán y en sus costumbres. Como todos los de su raza, sentía el anhelo de cosas grandes, la ambición de lo irrealizable, de lo caballeresco. Cuando hablaba de imperios, de conquistas, de princesas, parecía ser una reencarnación de San Francisco de Asís. Su misma madre estaba asustada: «Pero, ¿qué locura es ésa, hijo mío?—le decía—. Tienes una soberbia infernal.» Y él contestaba, riendo: «Madre, no tengas miedo; todavía me has de ver convertido en un santo.»

A los veinte años todo cambió repentinamente en aquella vida. El mismo Lorenzo nos cuenta el motivo de aquella transformación con estas palabras: «Era yo entonces como todos. Con ardor apasionado buscaba la paz en las cosas exteriores, sin poder encontrarla. Hasta que un día se me apareció una Virgen más brillante que el sol, cuyo nombre yo desconocía. Y acercándose a mí, me dijo con dulce palabra y rostro sonriente: « ¡Oh joven amable, ¿por qué derramas tu corazón en tantas cosas inútiles? Lo que buscas tan desatinadamente te lo prometo yo si quieres tomarme por esposa.» Preguntóla por su nombre y por su alcurnia, y ella me dijo que era la sabiduría de Dios. Le di mi palabra sin vacilación alguna, y, después de abrazarnos, desapareció.» Desde entonces Giustiniani abandonó sus sueños de gloria, tiró la espada, que había llevado como el caballero más arrogante, y, dejando el palacio familiar, fue a encerrarse en un monasterio de canónigos regulares que se alzaba no lejos de la ciudad, en San Jorge de Alga. Su nueva vida se resume en esta sentencia, que solía repetir a los que le hablaban de moderar sus rigurosas mortificaciones: «Veo que los mártires caminaron al Cielo derramando la sangre y los confesores macerando la carne; no encuentro más caminos.»

En la soledad del claustro empezaba a encontrar el novicio la realización de sus más locas esperanzas. Vivía en una alegría perfecta, en la exaltación más jubilosa de todo su ser. Más tarde dirá con frecuencia que, por una providencia especial de Dios, los hombres desconocen la gracia de la vida religiosa, pues si la conociesen no habría nadie tan necio que no quisiese gozar de semejante dicha. Sucedió que un día el pórtico de la iglesia de San José se llenó de una multitud bulliciosa de cantores, citaristas y soldados. « ¡Que salga fray Lorenzo—gritaban—, que salga fray Lorenzo!» El jefe de aquella tropa era un mancebo con quien Justiniani hablaba antiguamente de sus fantásticas empresas y sus anhelos imposibles. El trato continuo y la aspiración al mismo ideal habían creado entre ambos una amistad fraterna. Y el pobre muchacho, que se aburría allá en el mundo sin su amigo, venía para arrebatarle violentamente del convento e introducirle triunfalmente en la ciudad. Pero Lorenzo supo decirle tales cosas de su felicidad, de la paz interior, de los goces inefables del alma enamorada de Dios, que, como dice el hagiógrafo, «el que vino para tender un lazo al amigo, cayó sin darse cuenta en la red». «Hermano—le dijo, colgándose de su cuello—, tú tienes palabras de vida eterna; ya que no puedo volverte al mundo, quiero vivir contigo y morir a tu lado.»

Lorenzo volvió a Venecia una y otra vez, pero no como triunfador, sino como mendigo. Pobremente vestido, con un saco de esparto a la espalda, recorría las calles por donde antes había atravesado guiando brioso corcel. A veces su compañero se esforzaba por evitar las plazas principales y los lugares más concurridos; pero él le decía: «Caminemos valientemente. Nada adelantamos con renunciar al mundo de palabra si no le despreciamos también con los hechos. Llevemos el saco como una cruz, y triunfemos así de nuestro enemigo.» Un sobrino suyo contaba más tarde este rasgo magnífico: «Jamás entraba en la casa de su madre o de sus hermanos. Recuerdo que, siendo niño, le vi más de una vez a nuestra puerta pidiendo un poco de pan por amor de Dios, pero sin traspasar el umbral. Su madre, apesadumbrada de verle caminando de una parte a otra con tanto peso, encargaba a sus criados que espiasen su venida para llenarle el saco; pero él nunca quería recibir más de dos panes. No dudó, sin embargo, en asistir a la muerte de su madre, pasando a su cabecera el último día de su vida, sin dormir un solo instante, pero sin derramar una lágrima. Siempre era igual: nadie le vio ni conmovido por la ira, ni disipado por la prosperidad, ni turbado por el placer, ni encogido por el miedo, ni acobardado por el dolor.»

Solía decir Giustiniani que la verdadera ciencia consiste en saber dos cosas: que Dios es todo y que el hombre no es nada. La humildad era uno de los temas favoritos de su conversación. Comparábala a un torrente pequeño e insignificante durante el verano, grande y espacioso en invierno. «Del mismo modo—decía—, la humildad, aunque escondida en la prosperidad, debe hacerse magnánima en los sufrimientos y en las tribulaciones.» Con pena vio él llegar el día en que, dejando el saco de mendicante, tuvo que empuñar el báculo de la autoridad. En 1413 era prior general de su Congregación; en 1433, obispo de Castelo; en 1451, primer patriarca de Venecia. Es bellísima la carta que dirigió al Pontífice Eugenio IV en el primer momento de su promoción episcopal. «Dios sabe—decía—la tristeza que oprime mi corazón, las lágrimas que he derramado, los sollozos que conmueven todo mi ser desde que he sabido que Vuestra Santidad quiere colocarme al frente de la iglesia de Gástelo. Y así, os ruego que si hay en vos algún afecto para con este hijo vilísimo, o alguna compasión para con este leproso infecto, tengáis la bondad de escuchar mi ruego. Mis entrañas se horrorizan al tener que escribir eslas líneas, porque todo el mundo sabe que no tengo ni la ciencia, ni la virtud, ni la experiencia propia de un prelado; y no comprendo quién puede haber engañado de este modo a Vuestra Santidad, habiendo, como hay, en torno mío tantos hombres que al mérito de la vida juntan el ornamento de la ciencia y la abundancia de la gracia celestial.»

Fue inútil resistir. El pontífice confirmó su decisión, y Lorenzo tuvo que ceder. Realizó con perfección admirable el ideal sublime del oficio pastoral; fue doctor de la verdad, padre del pueblo, columna de la patria y luminar de su tiempo. Esto, cuando en la cristiandad resonaban todavía aquellas duras palabras de Santa Catalina de Siena: «Nuestro dulce Cristo quiere que se extirpen dos llagas que han corrompido a su esposa: la solicitud excesiva por la familia y la demasiada indulgencia. Pero hay tres vicios que atormentan, sobre todo, el corazón de Cristo: la avaricia, la lujuria y el orgullo. Esta triple corrupción ha invadido a la esposa de disto, es decir, a los prelados, que sólo buscan las delicias de la vida, el aumento del poder y la abundancia de las riquezas.» Son precisamente las tres cosas que más odiaba Justianini. Cuando un obispo tenía que aparecer en público rodeado de un ejército de pajes y servidumbre, él no admitió jamás en su casa más que cinco familiares. Todo en torno suyo respiraba una sencillez patricia y evangélica al mismo tiempo. La tapicería y la argentería estaban desterradas de su servicio. Su mesa, frugal; su lecho, de paja; su alimento, ordinario; su vajilla, de hierro, de barro y de cristal. Su familia, como él solía decir, eran los pobres de Cristo. Todos tenían entrada hasta él, y por orden suyo, un grupo de señoras tenía el encargo de buscar las familias agobiadas por el dolor, por la pobreza o por cualquier clase de necesidad. En un invierno prolongado se vieron llegar al puerto navios cargados de lena, que el obispo distribuía luego entre los humildes de la ciudad.

La bondad parecía haber tomado el nombre del obispo de Venecia. «Tuvo un don maravilloso—dice el autor de su Vida—, y es que todos los que habían estado con él se despedían con el alma llena de gozo y de paz. Los buenos le querían y los malos le respetaban. Todo en él inspiraba el amor: su conversación, sus miradas, sus movimientos, lo que hacía, lo mismo que lo que decía.» El pueblo prorrumpía en gritos de alborozo cuando en la catedral de San Marcos aparecía la figura de su pastor, alta, grácil, noble, pálida y llena de placidez y distinción. Hubiérase dicho un ángel, más que un hombre. Sabía imponer el deber sin hacerse odioso; sabía ser austero sin dejar de ser amable. Juntaba la prudencia humana con la sabiduría divina, y sus consejos eran oráculos para los que gobernaban la ciudad. Hubo un momento, sin embargo, en que pareció que toda Venecia se le echaba encima: fue con motivo de un decreto que promulgó para reprimir el lujo de las mujeres. El revuelo fue enorme. La aristocracia femenina se sirvió de todos los medios para doblegar el espíritu de aquel obispo demasiado escrupuloso: veredictos de teólogos, influencias cardenalicias, presiones senatoriales. El mismo dux, irritado con tantas protestas, llamó a Justiniani, y con la mayor altanería le dijo que se metiese en la iglesia y que dejase la calle a la vigilancia de la autoridad secular. Pero fue tal la gravedad y la mansedumbre con que respondió el obispo, que el magistrado se arrojó a sus pies pidiendo perdón, y con lágrimas en los ojos le dijo: «Id, Padre, y cumplid con vuestro oficio.» Luego repetía sin cesar: «No es un hombre quien me ha hablado, sino un ángel.»

Donoso Cortés decía que si hubiera de tratar con los hombres del mundo exterior el asunto más espinoso y complicado que darse pueda, tomaría por consejero y director al hombre más místico que encontrara. Y este dicho del gran Donoso lo acreditó en su vida San Lorenzo Justiniani, juntando la experiencia sutil de las cosas humanas y el conocimiento altísimo de los decretos de Dios. No tenía erudición libresca. Fue un diplomático por intuición, fue un místico por infusión. Al morir no se encontró un solo libro en su casa. La oración era su gran maestra: una oración inflamada, entrecortada por los sollozos, humedecida por las lágrimas, sublimada por los éxtasis. Sus meditaciones eran tan profundas, que con frecuencia le sumían en la insensibilidad; le dejaban absorto, arrobado. Celebraba una vez misa el día de Navidad, cuando se sintió lejos de todo cuanto le rodeaba. Una y otra vez se acercó a él el diácono; pero sin lograr arrancarle de su inmovilidad. Al volver en sí, pareció como si despertase de un profundo sueño. «Sigamos, hermanos, sigamos—dijo a los que le rodeaban—; pero, ¿qué haremos de este niño tan hermoso? ¿Cómo le dejaremos desnudo en medio de la nieve?»

Así aprendía Lorenzo su ciencia, aquella ciencia de Dios que después derramaba con espontaneidad y abundancia por medio de la palabra y de la pluma. Era inagotable hablando del amor de Dios, de la virtud y de los grandes misterios del cristianismo. Hablaba en el templo y en la calle, con sus familiares y con sus amigos, desde la cátedra pontifical y entre la amenidad de los bosques, sentado bajo una encina. Siendo obispo, el momento mejor de cada día era aquel en que, después de comer, comentaba un capitulo de los libros santos con los que le acompañaban. Cuando era religioso, su mayor placer consistía en conversar con sus hermanos acerca de la vida espiritual. Su lenguaje escrito es también una diaria fácil, natural, agradable, llena de unción y de elegancia. Su latín preludia el Renacimiento, su estilo es florido y torrencial. La abundancia de las palabras y las ideas perjudica a la claridad y la concisión. Sus sermones, sus libros de piedad, sus tratados Del matrimonio espiritual del Verbo y del aliña. Del combate interior, De la agonía triunfal de Cristo mediador y Del desprecio del mundo, le colocan al lado de Gerson, de Tomás de Kempis y de los mejores escritores religiosos de fines de la Edad Media. Tiene la ventaja de que nos dice lo que ha visto, no lo que ha aprendido. Más que como un erudito, se le puede considerar como un experimental. Es, ante todo, un ascético y un místico. Más que sutilizar en los problemas de la teología, le gusta penetrar en los repliegues del corazón humano, describir las astucias del genio del mal y cantar los inefables deleites del amor divino.

La muerte vino en su busca cuando estaba terminando el Libro de los grados de la perfección. Sus familiares tuvieron que cogerle y llevarle a un lecho más blando que el de costumbre; pero él le rechazó, diciendo: « ¿Qué hacéis, hermanos? Mi Señor no murió sobre plumas, sino sobre un leño.» Durante la enfermedad siguió hablando como en vida: hablando con los que le asistían, consigo mismo y con Dios. «Hasta ahora—decía sonriente—hemos estado bromeando; ahora las cosas van en serio.» Su espíritu oscilaba entre la confianza y el terror, entre la alegría y la humildad. Cuando veía llorar en torno suyo, exclamaba lleno de optimismo: «Marchad de aquí con vuestras lágrimas; es tiempo de cantar, no de llorar.» Cuando le hablaban de la gloria del paraíso, respondía: «Eso es para los buenos, para los esforzados, no para los pecadores y los perezosos como yo.» Sus últimos momentos fueron de una paz soberana. Mientras pudo, siguió dando consejos a los que le rodeaban, disertando sobre la vida y la muerte, hablando de la eterna felicidad. Al fin se interrumpió diciendo: «El Esposo se acerca, salgamos a su encuentro.» Y sus labios se cerraron para siempre.

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