jueves, 13 de diciembre de 2012

Santa Otilia

La niña crecía entre las paredes del convento de Baume, el más pobre de cuantos se escondían entre las sinuosidades del monte Jura. Una gran tristeza ensombrecía sus primeros años. A veces decía a la monja que cuidaba de ella:

—Estas flores que tan buen olor despiden, deben de ser muy bonitas.
—Mucho, mucho—respondía su maestra.
—¿Y el sol y la noche y los pájaros que cantan al amanecer? .

Ella no podía ver ninguna de estas cosas; había nacido ciega, y todas en el convento llamábanla con ternura la ciegiecita. Hasta que un día pasó por allí un santo obispo, la bendijo y empezó a ver. Pero había aún otra cosa que la atormentaba. A veces, corriendo por el jardín o jugando con sus compañeras, se detenía de repente y rompía a llorar. La maestra, entonces, le preguntaba:

—¿Qué tienes, Otilia? ¿Te han pegado?
—No me han pegado—decía la niña—; lloro por ver que todas hablan de su madre, de su hermanito, del río de su pueblo, y yo tengo que callarme, porque no puedo decir nada. ¿Quién soy? ¿De dónde he venido? ¿Por qué estoy aquí? Dígamelo, Madre; que si hay que callarlo, yo le prometo que nadie lo ha de saber.

Muchas veces la monja respondió que tampoco ella sabía nada; pero, vencida al fin por las importunaciones de la niña, le contó esta historia: Largo tiempo los duques de Alsacia, Athalrico y Berswinda habían pedido a Dios que les diese un heredero de su fortuna y de su nombre. Berswinda era una mujer piadosa, caritativa y temerosa de Dios; Athalrico representaba el tipo del primitivo sicambro, que, aunque bautizado, conservaba su naturaleza selvática. Dios parecía haber escuchado sus ruegos, pero el vástago que les nació no era un hijo, como quería el duque, sino una hija y una hija ciega. Su desesperación, su vergüenza fue tal, que la madre creyó necesario encerrar a la niña en un monasterio lejano para librarla de la ira de su marido. Athalrico ya no volvió a preguntar por ella.

Este relato causó en el ánimo de la colegiala tristeza y alegría al mismo tiempo. Desde entonces, su pensamiento volaba con frecuencia hacia el alto de Hohenburg, donde estaba el castillo familiar, y no perdía ningún medio para saber noticias de los que le habitaban. A la alberguería del monasterio llegaban muchos mendigos, que algunos días antes habían recibido limosna de manos de la duquesa.
—¿Con que venís de Hohenburg?—preguntaba la niña.
—Sí, allí me dieron esta capa que me cubre de las nieves.
—Y ¿qué decís de nuestros señores los duques?
—Ella es una santa: cuida a los pobres como si fuesen sus hijos; él, según el día, es capaz de darte un sueldo de oro o un puntapié. Le cuentan muy valiente en la guerra; pero tiene violencias de fiera salvaje. Dicen que tuvo una hija ciega, y la mandó echar de casa; y que no la quiere recibir, aunque sabe que ha recobrado la vista.
—Es un hombre sin piedad...
—Eso, no; a los otros hijos los quiere como a las niñas de sus ojos, sobre todo a Hugo, el más hermoso, el más simpático de todos.

Cuantos venían de Hohenburg se hacían lenguas de aquel joven, de su bondad, de su dulzura, de su prudencia. Sin conocerle, Otilia empezaba a quererle más que a los otros, y un día se decidió a enviarle un manto de escarlata, bordado por ella con el mayor cariño, y dentro una tablilla con estas palabras: «Al señor conde Hugo: Recibe, hermano mío, este presente que te envía con su amor una hermana a quien no conoces. Otilia, la pobre desterrada, llora con las ansias de ver tu cabeza rubia y tus ojos bondadosos. Tú, que lo puedes todo con mi padre y señor, dile que se acuerde ya de mí.»

Hugo recibió con alegría el regalo y el mensaje. No se atrevió a hablar claramente a su padre; pero, confiando en el amor especial de que era objeto, mandó a dos escuderos suyos en busca de su hermana. Algunos días después, Athalrico paseaba con su hijo en la terraza del castillo, cuando advirtió que un carro subía lentamente la pendiente de Hohenburg.

—¿Qué es eso?—preguntó, extrañado.
—Es vuestra hija Otilia—respondió el mancebo—. Soy yo quien la he mandado venir, seguro de vuestra bondad
—No, no es mi hija, y tú tampoco llevas mi sangre—rugió el feroz austrasiano, dejando caer su bastón sobre Hugo, con tal violencia, que le hizo rodar por el suelo.

Inútil decir que la muchacha fue recibida de mala gana. Su padre rehusó verla, y sólo las súplicas reiteradas de Hugo pudieron hacer que se quedase entre la servidumbre del castillo, bajo la vigilancia de una vieja y santa irlandesa que en él vivía. Comía con los siervos y los criados; lavaba la ropa blanca, trasteaba en la cocina, ayudaba a su madre a repartir el pan a los pobres y pasaba largas horas en la capilla rezando y llorando. Cuando había convidados, ella estaba encargada de servirles el vino chispeante de Borgoña en vasos de oro. Todos admiraban su dulzura, su gracia y gentileza, y los elogios que de ella se hacían empezaban a ablandar la dureza de Athalrico. Cuando alguno caía enfermo en el castillo, era imposible arrancarla de su cabecera; ella le asistía, le velaba y le cuidaba como la más dulce madrecita. Athalrico se sentía ya contento de su hija y admirado de tanta virtud. Un día, viéndola venir por un corredor con un objeto escondido bajo el manto, olvidó por completo su orgullo, y, acercándose a ella, le dijo.
—¿De dónde vienes, mi querida hija, y qué es lo que llevas ahí?
—Señor—respondió ella, deteniéndose respetuosamente y bajando los ojos con timidez—, llevo un poco de harina para hacer unas tortas a los pobres.
—No tengas miedo—replicó el duque—; hasta ahora has vivido aquí como una extraña, pero esto ha terminado, Tu humildad ha vencido.

Esto debió de suceder alrededor del 666. Este año fue decisivo en la vida de Athalrico. En un monasterio de Alsacia, llamado Grandval, vivía el santo abad Germán, con quien el duque Athalrico estaba en continua querella. Un día el duque reunió un escuadrón de alemanes y le llevó en dirección a Grandval. Al saber esta noticia, el abad, tomando las reliquias de los santos y los Evangelios, salió al encuentro del magnate: «Enemigo de Dios—le dijo—, ¿cómo te atreves a convertirte en perseguidor de los santos?» Conmovido por este acento de autoridad, el duque se arrepintió de lo hecho; pero era tarde: su tropa se había derramado por el valle, incendiando y saqueando. El mismo abad Germán, alcanzado por una flecha, cae a las puertas del monasterio.

Desde entonces cambia la vida de Athalrico; su carácter se suaviza, protege a la Iglesia, funda monasterios, y el perseguidor de los santos se convierte en su favorecedor más espléndido. Un momento se irrita cuando Otilia le anuncia que quiere hacerse monja, pues ya no podía separarse de ella; pero termina entregándole su castillo de Huhenhurg para que haga de él un monasterio (667). Emprende luego lejanas expediciones guerreras; pero vuelve triste, viejo, humillado, vencido. Ebroíno, el mayordomo del palacio franco, el enemigo de su casa, le ha deshecho en el campo, le ha despojado de sus tierras de Borgoña y ha llenado su nombre de oprobio. En aquella hora angustiosa, «su dulce cieguecita» le consuela, le fortifica, recoge su postrer aliento y reza y llora por él; llora tanto, que no puede comer ni dormir, hasta que un mensajero divino entra en su celda y le dice: «Otilia, la amada de Dios: alégrate ya, porque has obtenido el perdón de tu padre.» Desde entonces, ya tranquila, puede entregarse por completo a los arrebatos de la oración y a su amor apasionado por los pobres... Después de catorce siglos, la virgen prudente y humilde, a quien Alsacia llama su patrona, reina todavía en las alturas del viejo Hohenburg, dominando uno de los más bellos paisajes de las orillas del Rhin.

Los ciegos suben allí para implorar la intercesión de la hermosa cieguecita; los pobres, a pedir un destello de su compasivo corazón, y todos los que sufren, a buscar una fuente de consuelo y de alegría. Y mientras las gentes rezan recogidas y temblorosas, de aquellos ojos iluminados por el milagro brotan raudales de luz v rocíos de bendiciones.

1 comentario:

  1. Bonita leyenda, my inspiradora,con mensajes De valores, actitudes y mucha y esperanza, de Una vida De Fe.

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