domingo, 9 de diciembre de 2012

SANTA LEOCADIA DE TOLEDO

Era en los días de la última lucha entre el paganismo romano y la Iglesia. La persecución hacía estragos en todas partes, desde las columnas de Hércules hasta las llanuras de Mesopotamia, desde el Danubio hasta los desiertos de Numidia. Como dice un autor de aquel siglo, San Optato, pasaba furiosa coronando mártires, cubriendo de cicatrices las carnes de los confesores y haciendo renegados. El magistrado encargado de cumplir en España los edictos de los emperadores se hizo famoso por su odio contra los cristianos. Vicario de la diócesis peninsular o comisario especial de la persecución, su poder se extendía desde Gerona hasta el Atlántico, desde León hasta Cádiz. Su paso a través de la Península queda señalado por arroyos de sangre heroica. El viejo valor ibérico volvía a cantar en las llamas y en las cruces. Prudencio, el poeta de los mártires, cantó aquel entusiasmo generoso en el himno cuarto de sus coronas cuando el rescoldo de las hogueras estaba caliente todavía. Pocas veces estuvo tan inspirado como cuando nos pinta a las ciudades de su tierra, que al sonar la trompeta del Juicio se presentan ante el Hijo del Hombre llevando en un castillo las reliquias sagradas de sus héroes. Esta procesión de ciudades que avanzan en diversas actitudes, una oprimiendo el místico tesoro contra su pecho, otra ofreciendo su presente en forma de guirnaldas deslumbrantes de oro y de brillantes, otra ostentando en su frente el olivo amarillento, símbolo de la paz, ésta poniendo con gesto confiado sobre el altar las castas cenizas de una virgen, aquélla lavando sus vestidos con la sangre inocente de un atleta, es una de las concepciones más grandiosas de la poesía cristiana. Nos parece ver una larga teoría de bienaventurados que, descendiendo de los pórticos de las basílicas, caminan hacia el trono de Cristo, que se sienta majestuoso en el fondo del ábside, llevando en sus manos o entre los pliegues de su vestido algún objeto precioso, un libro, una corona, una palma, un simulacro de edificio.

El gran poeta se olvida de Toledo; pero también Toledo tiene una bella ofrenda en la figura de Leocadia, su patrona. También Leocadia fue una víctima del furor de Daciano. Su prosapia, su belleza, el fervor de su fe, su entusiasmo religioso, la descubrieron a las miradas del perseguidor. «Fue interrogada; confesó, la atormentaron, y Dios le dio la corona.» Así decía la antigua liturgia española, resumiendo su breve carrera. Sin embargo, en aquella liturgia Santa Leocadia tenía el título de confesor. Las rosas de la sangre se juntaron en ella a los lirios de la virginidad; pero Daciano se había propuesto vencer su tesón con las tristezas de una cárcel prolongada. El peso de los hierros encorva su cuello de nieve; y a las cadenas se juntan la oscuridad, el aislamiento, los malos tratos de un bárbaro carcelero. Nada puede vencer su ánimo valeroso. Un día le hablan de una joven de Mérida que acaba de morir en medio de atroces tormentos.

—Esa es tu suerte—le dicen—; morirás como Eulalia si te empeñas en ser tan insensata como ella.

—Pues quiero serlo, si a eso llamáis insensatez; preparad los azotes, las teas y los garfios.

Dios se apresuró a librar a la ilustre doncella de las manos del verdugo. Agotada por los horrores de la prisión, fue a juntarse en los jardines del Paraíso con la virgen lusitana. Los toledanos recogieron su cuerpo, le encerraron en bello sarcófago, y en su honor levantaron una gran basílica, en cuyo atrio se enfilaban los sepulcros de reyes, obispos y magnates; en cuyas naves brillaban los mármoles y los bronces, y en cuyos ábsides pendían espléndidas coronas. Este templo fue centro de vida política y religiosa en el reino poderoso de los godos. Cuando los monarcas salían al combate, iban antes a implorar el auxilio de la mártir toledana; cuando volvían victoriosos, allí venían para ofrecer los despojos de los enemigos. Ante las virginales cenizas resonaban los gritos entusiastas de la multitud, se agitaba el murmullo de las liberaciones conciliares se discutían los graves negocios del reino, y en los días de revuelta buscaban refugio los proscritos. Pompas regias, ínfulas episcopales, sedas y joyeles cortesanos, relumbrar de insignias guerreras y rumor de regocijos populares. Cuando llegaba el día de la santa, el Pontífice decía, dirigiéndose a la multitud: «Gloriémonos todos fielmente celebrando este natalicio triunfal; demos gracias a Dios, que es quien ha vencido en esta virgen generosa. Por su gracia, el ánimo varonil de una mujer despreció todos los tormentos. Bien podía reírse de las amenazas del perseguidor la que en el palacio de su alma gozaba de la presencia del Salvador. Defendida en su corazón con el auxilio del invicto Rey, vencía generosamente las torturas del tirano.»

Hubo, entre todos, un día memorable. La muchedumbre llenaba el templo; el rey Recesvinto ocupaba una nave con toda su corte; en el ábside central estaba el arzobispo con todos sus clérigos. Era San Ildefonso, cuya sabiduría acababa de confundir a los negadores de la virginidad de María en un libro lleno de ciencia y de piedad. De repente, una imagen luminosa se levanta del altar y en el recinto resuenan estas palabras: « ¡Oh Ildefonso, por ti vive mi Señora!» La celestial mensajera volvió a desaparecer; pero el rey había logrado cortar la punta de su velo. Así visitaba Santa Leocadia a sus conciudadanos.

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