sábado, 1 de diciembre de 2012

San Eloy, Obispo

Una morada opulenta con tapices de Oriente, joyas de plata y pieles de oso y de lobo. En una silla dorada, el dueño, un magnate franco de larga cabellera, túnica breve y espada al cinto. Delante del magnate, un mancebo, como de veinte años, al pie, en actitud humilde, pero desembarazada y hasta elegante. El franco termina de leer un pergamino, le vuelve a enrollar, le deja caer sobre la mesa, y pregunta:
—¿Cómo está el señor Abbón?
—Bien está, señor—respondió el joven—; pero de viejos no podemos pasar.
—¿Y tú has trabajado con él?
—Sí, de pequeño me pusieron mis padres a su lado.
—¿Y ahora?
—Ahora, si mi señor el tesorero quisiese tomarme a su servicio, pondría a su disposición la industria de mi arte.
—¿Y qué sabes hacer?
—Trabajo el mármol, la madera, el metal; aquí tiene mi señor algunas muestras.

El joven las sacó de su cartera y se las entregó al magnate. Este las observó ligeramente, y preguntó:

—¿Tu tierra?
—La Aquitania; nací en Chaptelac, una villa cercana a Limoges.
—¿Tu nombre?
—Eligio.
—¿Siervo o libre?
—Mis padres, aunque no ricos, son de condición ingenua.
—Bueno—dijo el prócer, poniendo fin al interrogatorio—, puedes quedarte en mi casa; te tomo bajo mi protección y ya te señalaré trabajo.

Así entró Eligio en la ciudad de París, residencia de los reyes de Neustria. El tesorero real le daba su mainbour, su tutela, y la nave de sus sueños bogaba por tranquilos mares. Era un verdadero artista. Lleno de fe en su vocación, había dejado la casa humilde de sus padres para ponerse bajo la dirección de Abbón, monedero de Limoges, buen dibujante y mejor corazón. En el taller se afinó su espíritu y se despertó su ambición. ¡Si pudiese estar junto a los poderosos para tener oro, plata, camafeos, piedras preciosas! El maestro le preparó el camino, dándole una carta de recomendación para el tesorero del reino; y he aquí que se van realizando todos sus deseos. Por sus manos pasan todas las joyas del palacio: coronas espléndidas, cofres de perfumes y de reliquias, pulseras, prendedores, collares, que es preciso reengarzar y recomponer. Él examina y estudia aquellos restos de la antigua civilización de Roma, y sus gustos de orfebre se van perfeccionando al contacto de las obras maestras. El tesorero queda admirado de las habilidades del joven, y al mismo tiempo edificado de su honradez a carta cabal. Los objetos vuelven a sus manos como nuevos; ni el oro baja de peso, ni se pierde una amatista; ni falta un engarce. Un día, el tesorero dice a su cliente:

—¿Te comprometerías a fabricar un trono real?
—Señor—respondió el joven artista—, aunque es imposible hacer nada digno de nuestro señor el rey, pondría en ello cuanto puede hacer mi arte.

Trajéronle muchas libras de oro y de plata, bellos zafiros, granates, esmeraldas, marfiles y perlas orientales, algo de los inmensos tesoros acumulados por los reyes francos en un siglo de botín y conquistas. Eligio empezó a trabajar con entusiasmo y con amor, comprendiendo que aquella obra podía servir de nuevo peldaño en su fortuna. Fueron muchas horas de retoques, de incertidumbres y de esperanzas. Al fin, pudo comunicar al tesorero que la obra estaba terminada. Pocos días después el rey mismo entraba en su taller. Aunque seguro de su talento, Eligio le enseñó el trono con timidez. ¿Cómo podía adivinar los gustos de un rey semibárbaro? Sin embargo, el éxito fue completo. El rey y sus leudes examinaron la obra, y después de decir de ella mil alabanzas y de felicitar al artista, disponíanse a salir, cuando Eligió, descorriendo una cortina, les detuvo, diciendo al monarca:

—Señor: mandasteis hacer un trono, pero como sobraba bastante metal, os he hecho, además, esta silla.

El golpe, preparado con habilidad, surtió el efecto apetecido. Comprendió el rey que no sólo había encontrado un artista, sino también un hombre, y desde aquel momento le hizo del número de sus palatinos.

Todos los funcionarios de la corte, al entrar en el palacio, debían prestar el juramento de fidelidad; pero al joven artista le pareció tan grave este solemne acto, que por no someterse a él, hubiera dejado de buena gana todos sus sueños cortesanos. Sobrecogido de un profundo respeto religioso, temblaba de pies a cabeza en el momento de anunciarle que debía pronunciar su promesa poniendo la mano sobre las reliquias. Las lágrimas rodaban por su rostro, y sus ojos dirigían una mirada tan leal y tan suplicante hacia el rey, que éste, conmovido, le dispensó de aquella costumbre. De este modo el humilde artista limosín se convertía en uno de los dignatarios de la corte, con tierras, siervos, casas y servidores. Primero se le dio la dirección de la ceca del palacio; llega a ser consejero regio, y al desaparecer su amo, se le confía la superintendencia de todos los centros monetarios del reino. Hay piezas de oro, acuñadas en París, Arlés, Marsella y el palacio, que llevan el monograma de su nombre, y en las efigies la huella de su mano de artista.

De ordinario, la corte es un mar donde se pesca la fortuna, pero naufraga la virtud. Aquella corte de los sucesores de Clodoveo ofrecía de todo: violencias y generosidades, barbarie y heroísmo. El rey, Clotario II (+ 628), era débil y sanguinario a la vez, de costumbres desenfrenadas, pero generoso con las iglesias. Eguinoaldo, el mayordomo de palacio, ponía en él un sello de gracia y generosidad, que le captaba las simpatías de todo el mundo. Funcionaba una escuela palatina, en la cual se formaban los jóvenes de la aristocracia que habían de ser más tarde condes, duques, obispos y gobernadores. Rústico, clérigo de ilustre raza, la dirigía, y entre sus discípulos hay jóvenes que juntarían luego las mitras episcopales con el brillo inmaculado de la santidad. Dos, sobre todo, gozan de la intimidad del artista aquitano: el refrendario Audoeno y Desiderio, el limosnero. «Eligió—cuenta el biógrafo—amaba a Audoeno como a su propia vida. Eran un solo corazón, una sola alma; fuertes por la fe cristiana, llenos de la doctrina evangélica, modelos vivos de todos los nobles francos, se levantaban en medio del brillo cortesano como dos olivos fecundísimos o como dos candelabros de oro iluminados por el sol de justicia.» Afable, humilde, modesto, Desiderio era algo más reservado en su trato, a pesar de su ingenio vivo y de su palabra elegante. Había prometido a su madre ser casto, a pesar de los peligros de que estaba rodeado, y cumplía su palabra. Eligio se acordará siempre de esta dulce amistad, y, ya viejo, escribirá a su santo amigo: «Al obispo Desiderio, Eligio, siervo de los siervos de Dios: Cada vez que tengo ocasión de escribirte, se aumenta el gozo de mi corazón. Por eso, al mismo tiempo que te saludo, vengo a decirte que no te olvides de mí cuando logres sacar tu espíritu de las solicitudes del mundo al reposo de la oración. Y así, mientras las tierras nos separan, podremos juntarnos en Cristo, haciendo lo posible para que después de estos breves días nos juntemos nuevamente en cuerpo y alma, no ya para vivir en la corte de un rey mortal, sino en la del Rey del Cielo. ¡Oh dulcísimas entrañas de Desiderio, no os olvidéis nunca de vuestro Eligio!» Por su parte, Desiderio escribía: «Que nunca se aparte de mí ese amigo, ese dulce Audoeno, a quien amaba con amor único en la flor de la juventud; y entre los dos conservemos siempre con nuestro Eligio aquella caridad inviolable, aquella inseparable fraternidad que siempre nos ha unido. Ayudémonos con nuestras oraciones, a fin de que, habiendo estado reunidos en los palacios de la tierra, logremos vernos un día en el alcázar del Rey de la gloria.»

El trato con estos santos amigos ejerció una saludable influencia en el nuevo cortesano. A pesar de todos sus éxitos y del favor creciente de que gozaba en el corazón del monarca, la vida empezó a presentársele con toda su seriedad. Vida nueva, cuenta nueva, parece haberse dicho al poco tiempo de entrar en el palacio; y obrando en consecuencia, hizo una confesión general y se entregó a una existencia más propia de la austeridad monacal que del bullicio palatino. Recordando la palabra bíblica que dice: «Redime con limosnas tus pecados», gozaba viéndose rodeado de pordioseros y necesitados. «Como las abejas en el panal—dice su biógrafo—, así estaban con él los pobres.» A ellos pasaban todas las riquezas que recibía en palacio, y en tal cantidad llegaban a él, que cuando algún extranjero preguntaba por Eligió en la corte, solían señalar su casa con estas palabras: «Id a los alrededores del palacio real, y cuando veáis una cola de gente sucia y andrajosa, es que habéis llegado a la morada del tesorero.» «Nunca salía de casa sin llevar una bolsa llena de sueldos de oro, y cuando la vaciaba, echaba mano de su ceñidor de plata, de su manto de seda, o de las fíbulas adornadas de pedrería.» Más de una vez, el rey, viéndole ceñido de una cuerda grosera, le regaló su cinturón de brillantes. Tanto como los pobres, movían su compasión los cautivos. Constantemente se le veía en el mercado de esclavos rescatando cuantos podía, treinta, cincuenta y a veces un centenar. Estaba al corriente de los barcos que, cargados de esta mercancía humana, llegaban a los puertos de Francia, para redimir a los pobres cautivos antes que se diseminasen por el reino, y a su influencia probablemente se debe la ley promulgada por aquellos días prohibiendo que en el territorio de Francia se hiciese comercio de esclavos cristianos. Los libertados recibían opción para volverse a su tierra, para entrar en un monasterio o para quedarse a su servicio, en sus tierras, en sus casas o en su taller. Pero este misericordioso libertador de cautivos era un esclavizador poderoso de almas. En su conversación, lo mismo que en la gracia de su persona, había un atractivo irresistible. Las gentes se sentían arrastradas por su aspecto sereno, por su palabra suave, por la alegría de su espíritu y hasta por su prestancia exterior. «Tenía un rostro angélico; sencillo y noble, una cabellera espléndida y rizada, manos hermosas con dedos largos, detalle muy apreciado entre los merovingios; estatura elevada y color de oro.» Aunque mortificaba su carne llevando constantemente un cilicio, sabía encubrirle con vestidos preciosos, cintos de oro, bolsas adornadas de brillantes, y en las armas, ricas empuñaduras guarnecidas de gemas y metales. Era un sacrificio que debía hacer a su representación, cada vez más importante, al lado de los reyes. El rey Dagoberto le confirmó el favor de que había gozado durante el reinado de su padre, y Clovis II siguió distinguiéndole con su confianza y encomendándole misiones diversas en la corte y en las provincias. Enviado en 363 como embajador a Bretaña, se revela como hombre de Estado, no sólo evitando una guerra, sino también haciendo venir ante su rey al duque de los bretones. Aunque simple laico, trabaja con ardor por la pureza de la Iglesia, persigue a los simoniacos, confunde a los herejes, reúne asambleas de obispos, construye iglesias, levanta y organiza monasterios, detiene la propaganda monotelita de los emisarios bizantinos, y peregrina de santuario en santuario y de abadía en abadía, llevándose como reliquias mendrugos del pan negro que comían los monjes.

Pero ni sus tareas políticas ni sus ocupaciones religiosas logran hacerle olvidar su querido taller. El arte es para él una necesidad de instinto y a la vez una obra de piedad. Trabaja en mármol y en metal, anda entre los hornillos y los crisoles, maneja los cinceles y los martillos, dora, repuja, bruñe, introduce finos esmaltes en chapas de cobre, reproduce escenas de la Escritura y de la hagiografía, engasta cornalinas y camafeos en plata dorada, teje hilos de oro y con fuego lento los adhiere a las joyas figurando flores y follajes, hace cálices, patenas, candelabros, arquetas para guardar cuerpos de mártires, cruces, relicarios y palomas eucarísticas. Dentro del palacio tiene una habitación llena de libros y de reliquias, contigua a la de su amigo San Audoeno; pero su taller está en una casa de enfrente, que le ha regalado el rey. Allí trabaja, teniendo siempre un códice abierto delante de los ojos, rodeado de un grupo de aprendices, jóvenes godos, italianos y sajones, que le deben la libertad y el conocimiento de su arte.

En 640 la voz divina viene a interrumpir esta carrera política y artística, llamando a Eligió a ocupar la sede episcopal de Noyon. Durante un año entero se prepara en la oración y el estudio para recibir las órdenes sagradas y empezar su vida episcopal. Es una vida de apostolado, de predicación de viajes continuos de un pueblo a otro pueblo y de una provincia a otra, de celo por el acrecentamiento de la fe, de lucha encarnizada contra los últimos restos de la idolatría. Su ardor apostólico tiene una fuerza grave y firme que le atrae la cólera de los rebeldes; pero en su acento hay un calor paternal que reúne a las muchedumbres sencillas en torno suyo. Aún conservamos ecos de aquella predicación popular, algunos sermones de los que predicaba en sus peregrinaciones apostólicas. Era mejor orfebre que orador; pero es evidente que los fieles debían escuchar conmovidos cuanto el santo les decía al empezar así su comentario de la parábola del Samaritano: «Vulnerados os veo, hermanos míos; vulnerados os veo, y lo que es más triste, no con heridas corporales, sino con llagas del alma.» Otra vez iniciaba su homilía con estas humildes palabras: «Hermanos, tengo una deuda terrible con vosotros: debo dar el alimento a vuestras almas. Pero ¿cómo? ¿De dónde os alimentaré? Soy pobre, tardo en elegancias retóricas, vivo en una tierra árida y desierta, estoy rodeado de una noche de tinieblas y contradicciones. ¿Cómo voy a repartir entre los amigos lo que no tengo siquiera para esta pobre alma mía, que perdida en los vastos arenales de este mundo vuelve ahora hacia mí muerta de hambre y de cansancio?»

El obispo reaparecía de cuando en cuando en la corte, sobre todo desde que brilla en ella la santa y bella figura de Batildis, la mujer de Clovis II. Ella, que había sido esclava antes de ser reina, supo comprender mejor que nadie el corazón generoso de aquel gran libertador de esclavos. En 652 Batildis va a ser madre. Tiembla al pensar que será una hija el don que va a hacer al rey, pero el obispo de Noyon llega a su lado, habla alegremente con ella y, al despedirse, le dice:

—Desde ahora os felicito, señora, por el hijo que os va a nacer. Yo seré su padrino; le llamaremos Clotario, como su abuelo.

De repente, bajo el profeta reaparece el artista: «Hizo fabricar un juguete lindísimo para su ahijado y se lo ofreció a la reina.» A veces, las ocupaciones de su cargo le impiden dejar su diócesis, pero aun entonces resuenan en el palacio sus nobles consejos: «Teme a Dios siempre, dulcísimo hijo—escribía al rey franco—, ámale; no olvides que está siempre a tu lado. Conserva la castidad de un solo lecho; ama al que te dice la verdad, honra a los sacerdotes, acuérdate del pasado, piensa en el porvenir y cuida de no pisar los huevos del áspid con el pie desnudo.»

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