domingo, 11 de noviembre de 2012
Homilía
Las viudas de Sarepta y Jerusalén encarnan tres virtudes fundamentales para nuestra vida cristiana: capacidad de sacrificio, capacidad de entrega y capacidad de generosidad.
¡Cuántas personas, como ambas viudas, han tenido que sacar adelante a sus hijos en circunstancias verdaderamente dramáticas, pidiendo limosnas, realizando los trabajos más viles y despreciados o soportando injurias, descalificaciones y desprecios!
El mundo valora la parafernalia, la buena imagen, a las personas triunfadoras, a los que han sabido labrarse un porvenir, aunque sea a costa de la extorsión y el engaño.
Pero, los auténticos héroes suelen ser anónimos o pasan de puntillas y en silencio.
El sacrificio es una virtud cristiana que se enraíza en la fe y da sentido a la esperanza.
Sacrificarse, renunciar a uno mismo en bien de la persona amada, para conseguir su promoción y realización humana, merece el mayor de los respetos.
El desarrollo industrial, el crecimiento de las clases medias y el dinero fácil en manos de la mayoría de la juventud durante muchos años, ha provocado una “cultura” de hedonismo egoísta, alejada de altos ideales.
La grave crisis económica que padecemos quizás sirva para depurar las formas de convivencia, deterioradas durante los últimos años, y despertemos a relaciones más humanas y fraternas.
¿Cómo afrontaremos la pobreza que tenemos a la puerta, con casi el 25% de paro, vive su existencia al margen de los demás?
Se necesita rearme moral, con la solidaridad en el escaparate de la acción.
La persona, vaciada de principios sólidos, es presa fácil de cualquier demagogia barata y caldo de cultivo para ideologías destructivas.
Aunque abunden las dificultades, no podemos caer en el derrotismo de la viuda de Sarepta, que aguarda la muerte después de haber consumido con su hijo el último bocado de pan.
Llegará la regeneración cuando los cristianos occidentales despertemos del letargo y la confusión mental que nos embarga.
Las dos viudas pobres, a las que todos ignoran, pero son capaces de dar todo lo que tienen, testimonian con su ejemplo la solidez de la fe auténtica, ajena a pompas y boatos, pero sí incrustada en el núcleo del mensaje cristiano, que consiste en dar la vida por amor, como Cristo, por todos, para poder recuperarla después.
Elías encarna el profetismo del Antiguo Testamento; el milagro del aceite y la harina destaca la supremacía de Yahvé y su victoria sobre la idolatría.
Jesús, por su parte, desenmascara a los escribas, intérpretes de las Sagradas Escrituras, maestros en la enseñanza de la Ley y guardianes de la fe del pueblo, por hacer ostentación de su poder y riqueza; sus ropajes suntuosos esconden un corazón vacío de Dios.
Jesús, al poner como ejemplo a la viuda pobre, quiere destacar la fe sencilla y confiada, que se abandona a la Providencia y es capaz de asimilar los dones de Dios.
El mensaje, sin testimonio personal, suena a hueco, a formulismo, a lección magistral que no cautiva el corazón. Pero cuando el mensajero es, al mismo tiempo, testigo cualificado de lo que predica, se convierte en auténtico transmisor de la fe.
Hoy vemos a Jesús en el templo de Jerusalén ante gente que se enorgullece de su poder e influencia. Su crítica a los escribas es una llamada a la reflexión sobre las actitudes e intenciones de los que formamos parte de la Iglesia..
¿Qué nos mueve a seguir a Jesús?
¿Estamos del lado de la viuda o de los que manipulan la verdad por interés económico, político, social o tráfico de influencias?
¿Nos asusta de verdad ser testigos, con las implicaciones que esto conlleva?
¿Se reduce nuestra fe a “cumplir” a secas?
Una iglesia burguesa, anclada en privilegios y nostálgica de pasadas grandezas, sería la antítesis de lo que Jesús quiere.
En la Carta de Santiago podemos leer: ¡La religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo” (St.1,26-27).
El mismo Jesús critica a los escribas y fariseos por seguir e incitar a la gente a observar tradiciones humanas secundarias y olvidar el fundamento de la Ley, que no es otro que “la misericordia, el buen corazón y la lealtad” (Mt. 23,23).
Tomemos nota; una cura de humildad nos viene bien a todos.
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