jueves, 11 de octubre de 2012

SANTOS PROBO, ANDRÓNICO Y TÁRACHUS

En el momento culminante de la persecución de Diocleciano, cuando los magistrados buscan la apostasía de un cristiano con tanta tenacidad como si se tratase de sujetar a una nación bárbara, se nos presentan las figuras admirables de estos tres atletas, cuya constancia venció toda la fuerza de los suplicios, todo el poder de los argumentos y todos los halagos de la astucia. Sus actas, copiadas en los registros públicos por los cristianos, antes de terminarse la persecución, nos reflejan la actitud característica de los jueces y los reos en aquella lucha decisiva entre el paganismo y el cristianismo. Pasó ya el tiempo de aquellos breves interrogatorios en que la sentencia seguía inmediatamente a la confesión de la fe. El magistrado y el mártir se esfuerzan por convencerse; un duelo se establece entre ambos, y el mártir se excita, se exalta, prorrumpe en palabras audaces, indignadas o irónicas. A través del tribunal, para decirlo con palabras de San Agustín, «vuelan aquellos dardos de Dios que enciende la cólera de los jueces, haciéndoles más de una vez heridas saludables».

A principios del año 304, Máximo, gobernador de Cilicia, prendió en Pompeiópolis a tres cristianos que se llamaban Probo, Táraco y Andrónico. El primer interrogatorio se celebró en Tarso, unos meses más tarde:

—¿Cómo te llamas?—preguntó el gobernador a Táraco, que era el más viejo.

—Soy cristiano—respondió él.

—No vuelvas a pronunciar este nombre impío; dime: ¿cómo te llamas?

—Soy cristiano.

Máximo ordenó a los verdugos que le golpeasen en la boca, y dijo:

—No respondas una cosa por otra. Táraco añadió:

—Mi verdadero nombre es ese que te he dicho; ahora bien, si quieres saber cómo me llaman los hombres, te diré que me llaman Táraco, y en la milicia me dieron el nombre de Víctor.

—¿De qué condición eres?

—Romano y soldado, nacido en Claudiópolis de Isauría; pero al hacerme cristiano abandoné el ejército.

—No eres digno de servir en él, desgraciado; pero ¿cómo te retiraste?

—Pedí la licencia a mi jefe Publio, y él me la dio.

—Considera tu vejez; quiero que seas de los que obedecen a las órdenes de los príncipes. Sacrifica a los dioses y abandona la maldad.

—No violaré la ley de mis padres.

—Hay otra ley distinta de ésa, imbécil—dijo el gobernador; y mandó azotar al mártir.

Pero él seguía confesando animosamente la divinidad de Jesucristo.

—Deja esa charlatanería—añadió Máximo—; acércate y sacrifica.

—No es charlatanería; digo sencillamente la verdad. Tengo sesenta y cinco años, y he envejecido sin hacer traición a ella.

Un centurión intervino, diciendo:

—Ten piedad de tí, y sacrifica.

—¡Atrás, ministro de Satán!—respondió Víctor, airado. Y el gobernador le mandó llevar a la cárcel. Entró luego el segundo acusado:

—¿Cuál es tu nombre?

—Mi nombre primero y el más noble, cristiano; el que me dieron los hombres. Probo.

—¿Y tu condición?

—Mi padre era de Tracia; pero yo nací en Side, población de Panfilia. Soy hombre del pueblo y cristiano.

—Ningún provecho sacarás de ese nombre. Sacrifica a los dioses, para que te honren los príncipes y seas nuestro amigo.

—Ni quiero honras de príncipes, ni ambiciono tu amistad; mis riquezas no eran medianas, y, sin embargo, las abandoné para servir al Dios vivo.

Probo fue desnudado y azotado con vergas; la sangre corría por su cuerpo y humedecía el suelo, pero él seguía confesando su fe.

Introdujeron luego a Andrónico:

—¿De qué condición eres?—le preguntó el gobernador.

—De noble alcurnia—respondió él—; mi familia figura entre las primeras de Éfeso.

—Abandona tu loca jactancia; escúchame como escucharías a tu padre. Ya ves que nada han ganado los que antes de ti se han empeñado en desobedecer. Sométete a los dioses, honra a nuestros príncipes y nuestros padres.

—Bien haces en llamarlos padres, pues todos sois hijos de Satán, hijos del diablo, cuyas obras hacéis.

—Tu juventud cree que podrá desafiarme; pero te prevengo que te esperan grandes tormentos.

—Te parezco joven en años; pero has de saber que mi alma está madura y dispuesta a todo.

El mártir fue suspendido en el potro. Tras muchas súplicas inútiles, comenzó el tormento. Después de retorcerle violentamente las piernas, le desgarraron los flancos con garfios y con fragmentos de vidrio. «Te haré morir por partes», decía el gobernador, furioso. Y Andrónico respondía: «Desprecio tus amenazas y tus tormentos.»

Los tres presos seguían a Máximo en sus viajes a través de la provincia. Estando en Mopsuesta, quiso probarlos de nuevo, ensayando todos los suplicios y todos los argumentos, con el mismo fracaso que antes, un grupo de apóstatas se arremolinaba al pie de la tribuna.

—¿No veis a todos éstos—dijo el gobernador—honrados por los dioses y los príncipes, mientras que a vosotros todo el mundo os mira con desprecio como impíos destinados al suplicio?

—Créeme—respondió Probo—; todos estos desgraciados están muertos si no hacen penitencia de su pecado.

Durante el mes de septiembre tuvieron que sufrir un nuevo interrogatorio, el más vivo, el más duro y el más violento. Jueces y acusados sabían que aquélla era la lucha postrera. Sentado en su tribunal, dentro de la ciudad de Anazarbe, Máximo dijo a sus esbirros:

—Traedme esos impíos cristianos.

—Están presentes, señor—conestaron ellos. Dirigiéndose a Víctor, le dijo el gobernador:

—Renuncia a tu obstinación y sacrifica a los dioses que todo lo gobiernan.

—No es bueno para nosotros—respondió Víctor—, ni para ellos, ni para los que les obedecen, que el mundo esté gobernado por hombres a quienes espera el fuego eterno.

—Malvado, ¿no dejarás de blasfemar? ¿Piensas obtener con tu imprudencia que te haga decapitar inmediatamente?

—Si llegase a morir tan pronto, la prueba no sería grande. Pero haz lo que quieras, a fin de que se aumente delante do Dios el mérito de mi combate.

—Aún no has sufrido tanto como otros cautivos sobre los cuales pesa el rigor de las leyes.

—Lo que acabas de decir es una prueba más de tu loca ceguera; porque los malhechores son castigados justamente, mientras que los que sufren por Cristo recibirán de Él la recompensa.

—Maldito charlatán, ¿qué recompensa esperas tú de tu vida perversa?

—No te toca a ti preguntarme sobre esto.

—¡Miserable! Me hablas como si fueses mi igual.

—No soy tu igual, ni deseo serlo; pero tengo la libertad de hablar y nadie puede quitármela, gracias a Dios, que me fortifica por su Cristo.

—Yo te quitaré esa libertad, malvado.

—Nadie me la quitará jamás, ni tú, ni tus emperadores, ni vuestro padre Satán, ni los demonios, a quienes adoráis en vuestro error.

—Mi condescendencia en hablarte te hace perder la cabeza, impío.

—Acúsate a ti mismo; pues el Dios a quien sirvo sabe que me es odiosa tu presencia, y que no he deseado nunca hablar contigo.

—Bueno, sacrifíca, si quieres evitar nuevos tormentos.

—Ya he dicho que soy cristiano y que lo seré siempre; créeme, es la verdad.

—Desgraciado, te arrepentirás cuando te sientas morir en medio de los suplicios.

—Si tuviese que arrepentirme, lo hubiera hecho cuando me atormentaste antes de ahora; mi resolución está bien tomada; no te temo, gracias a Dios.

—Haz lo que quieras, impudente. He dejado crecer tu impudencia al no castigarte; atadle, suspendadle para sacarle la locura.

—Si estuviese loco, me hubiera hecho impío como tú.

—Ahora que estás suspendido, obedece para evitar las penas merecidas.

—Lo que has de hacer, hazlo pronto; no te contentes con anunciarlo.

—¿Te imaginas, miserable, que después de muerte algunas mujercillas recogerán tu cuerpo, le honrarán y le cubrirán de perfumes? Yo tendré buen cuidado de que no suceda.

—Te permito atormentarme hasta que muera, y después de muerto haces de mí lo que se te antoje.

—Ven a sacrificar a los dioses.

—Te he dicho mil veces, insensato, que no sacrifico.

—Coged su rostro y rompedle los labios.

—Has desfigurado mi rostro, pero mi alma está más bella que antes. Ni lo que haces ni lo que dices me asusta; tengo las armas de Dios.

—¿Qué armas vas a tener, maldito, desnudo como estás y cubierto de heridas?

—Ignorante y ciego, tú no puedes ver mi armadura.

—Ahora comprendo que eres un mago como algunos lo dicen.

—Ni lo he sido, ni lo seré jamás, porque no sirvo, como vosotros, a los demonios, sino al Dios verdadero que me da la paciencia.

—Calentad las puntas de hierro y aplicádselas al vientre.

—Aunque mandes cosas peores no podrás hacer que me olvide de la vida eterna.

—Traed una navaja y cortadle las orejas; poned sobre su cabeza ascuas ardiendo.

—Mis orejas ya no existen, pero sigo oyendo con los oídos de mi corazón.

—Despojadle, con la navaja, de la piel de su cabeza maldita, y poned los carbones sobre el cráneo.

—Aunque desuelles todo mi cuerpo, no harás que abandone a mi Dios.

—Poned el hierro incandescente bajo sus brazos.

—Que Dios te mire y te juzgue en este día.

—-Maldito, ¿a qué Dios invocas? Responde.

—A un Dios que está cerca de ti, a quien tú no conoces, y que, sin embargo, te dará tu merecido.

—Bueno, no quiero que mueras tan pronto; voy a hacerte quemar vivo, voy a dispersar tus cenizas.

—Haz lo que quieras, ya te lo he dicho; has recibido poder en este mundo.

—Que le vuelvan a la prisión y le guarden para las fieras que combatirán mañana.

El interrogatorio de Probo se desarrolló en este mismo tono. La misma agresividad y los mismos insultos; la misma cólera en el juez y la misma altivez en el mártir. Acudióse, sin embargo, a un nuevo medio para conseguir la apostasía.

—Hacedle beber por fuerza el vino de las libaciones —ordenó Máximo; y, entre tanto, el mártir rezaba:

—Señor Jesús, hijo de Dios vivo, mira desde lo alto del Cielo la violencia que me hacen y juzga mi causa.

—Mucho has sufrido, y, sin embargo, gustaste el sacrificio; ¿qué puedes hacer ahora?

—Dios conoce mi voluntad.

Furioso de la inutilidad de sus esfuerzos, el gobernador dio orden de proceder a la tortura. Hierros ardientes araron las piernas del confesor magnánimo; sus manos fueron taladradas con clavos; sus ojos, sacados de las órbitas. Él, sin embargo, decía: «Mientras me quede un soplo de vida, no callaré, porque Él me ha hecho fuerte por su Cristo»:

Cuando entró el tercero de los confesores, el pretorio ofrecía un espectáculo repugnante: olor a carnes quemadas, restos de cuerpos humanos, charcos de sangre en el suelo y salpicaduras en los bancos, en los vestidos de los verdugos y hasta en las paredes. Lleno de indignación, Andrónico habló con más vehemencia que sus compañeros. El gobernador quiso hacerle creer que Probo y Víctor habían apostatado.

—Mientes, tirano—respondió él—; y yo te desafío delante del tribunal de Dios.

Mientras los verdugos metían hierros ardientes entre sus dedos, el mártir apostrofaba al juez con estas palabras:

—Insensato, enemigo de Dios, discípulo de Satán; tengo el cuerpo abrasado; pero, ¿crees que te temo? Dios está en mí por Jesucristo, y te desprecio.

—Ignorante — respondió Máximo—, ¿no sabes que el hombre a quien invocas era un malhechor vulgar, que fue colgado del patíbulo por orden de un presidente llamado Pilato?

Máximo conocía, sin duda, las actas de Pilato; obra de un falsario, que el gobierno imperial, cómplice del fraude, tenía empeño en propagar y popularizar. Pero Andrónico, que había bebido en mejores fuentes, repelió la injuria con violencia y rapidez

—Cállate, malvado—le dijo—; te está prohibido decir esas cosas; no eres digno de hablar de Él.

Y continuó execrando las leyes que condenaban el culto del Crucificado; hasta que el juez le interrumpió, diciendo:

—Cabeza dura, ¿te atreves a maldecir de los emperadores, que han dado al mundo una paz tan duradera?

Hablar de paz mientras la sangre cristiana corría en, todas las provincias, parecióle al mártir una burla. En nombre de la conciencia cristiana, va a abominar por vez primera públicamente de la tiranía y crueldad de los perseguidores:

—Sí—respondió—, los maldigo y seguiré maldiciéndolos, y no me cansaré de maldecir a esas calamidades públicas, a esos bebedores de sangre, que han trastornado el mundo. Que la mano inmortal de Dios caiga sobre ellos y castigue sus juegos sanguinarios.

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