miércoles, 3 de octubre de 2012

SAN FRANCISCO DE BORJA

Llevaba la sangre inquieta y aristocrática de los Borjas. Él la purificó y la santificó. Era bisnieto de Rodrigo de Borja—Alejandro VI—, y sobrino de César y Lucrecia, y, por parte de su madre, nieto de un bastardo de Fernando el Católico. Rara vez brotó la santidad de un suelo más manchado, pero mejor que una inmunidad antihistórica y poco humana, estas primaveras de inocencia que suceden a los días de corrupción prueban el fondo divino de la Iglesia. Hijo del tercer duque de Gandía, crece en el palacio señorial como una planta que se rodea de todos los cuidados. Un maestro le enseña español, latín e italiano; otro dirige sus estudios de cálculo y de música; otro le adiestra en el manejo del caballo y de las armas. Más que a la guerra, juega a los altares y los sermones. Su padre tiene que decirle: «Deja esas cosas, pilluelo; tu abuelo el rey Fernando no se ocupaba en ellas, sino en ejercicios guerreros.»

Sin embargo, gustábale montar a caballo, y no tardó en inclinarse hacia su deporte favorito. A los quince años se revela el mozo despierto, arrogante y espigado. Tiene las formas distinguidas y opulentas de todos los individuos de la familia. Goza dirigiendo su hermoso alazán ruano; caballero a la brida, no cede más que al emperador; a la jineta, es el primero de todos. Ha estudiado filosofía y humanidades; pero la música tiene especiales encantos para él. Hubiera podido ser un Vitoria o un Palestrina. Tenía bella voz y llegó a conseguir un gran dominio de la técnica. Cantaba y componía; componía, sobre todo, piezas religiosas, que adoptaron con entusiasmo los coros catedralicios. Por toda España corrió también un canto de amor, que se llamaba canción del duque de Borja.

En 1528 se dirige a Castilla y hace su entrada en la corte. Pasando por Alcalá, se cruza con un pobre hombre que varios oficiales de la Inquisición llevaban a la cárcel. Francisco se quedó mirándole, compadecido de su desgracia, sin pensar que aquel preso de aire distinguido sería más tarde su superior, Ignacio de Loyola. En la corte caminó de triunfo en triunfo, vencía en los ejercicios ecuestres, cogía la sortija con suprema elegancia, y en los torneos nadie le superaba. Estas eran sus diversiones. En cuanto al juego, odiábale cordialmente. «En él—solía decir—se pierden cuatro cosas: el tiempo, el dinero, la devoción, y a menudo la conciencia.» Era religioso, pero sin que en su conducta hubiera nada de extraordinario. Carlos V le amaba con un afecto que no se desmintió jamás, y la emperatriz quiso casarle con la más querida de sus damas, la portuguesa Leonor de Castro. Desde entonces llamóse marqués de Lombay, montero mayor y gran caballerizo de palacio. Su primer hijo, Carlos, fue en los años de la infancia compañero inseparable del príncipe Felipe.

En estos días de prosperidad cortesana, Francisco se nos presenta como un perfecto caballero y como un cristiano fervoroso. Sabe guardar un difícil equilibrio entre las exigencias de su nobleza y los deberes de su conciencia. Acompaña al príncipe heredero en sus lecciones, asiste a las sesiones del Consejo, brilla en las recepciones palaciegas; pero tiene la ciencia de no despertar envidias cortesanas. Es un marido cariñoso, un padre vigilante y un fiel consejero. Lee los Evangelios, las Epístolas de San Pablo y las homilías de San Juan Crisóstomo. Se va haciendo excesivamente corpulento. Vale más para gobernar y organizar, que para andar en el campo de batalla. Sin embargo, acompaña al emperador en la guerra de 1536 contra Francia, y en el castillo de Muy, cerca de Frèjut, recoge entre sus brazos a su amigo el soldado poeta Garcilaso de la Vega, herido de muerte en el asalto. Al marchar a Túnez, Carlos V le recuerda que su puesto está al lado de la emperatriz. Allí le llamaba también la voz de Dios para darle una gran enseñanza. La emperatriz expiraba el primero de mayo de 1539, disponiendo que el marqués de Lombay condujera su cuerpo a Granada. La leyenda ha supuesto en Borja un amor romántico hacia Isabel de Portugal. No es necesario para explicar su dolor y el cambio de su espíritu. Era su bienhechora, era la emperatriz. Todos los sentimientos que pueden inspirar el culto dinástico, el agradecimiento y la amistad, uníanse aquí para consternar al gentilhombre, y ante el repentino hundimiento de tanta grandeza, el cristiano, iluminado por la gracia, echó de ver el vacío de todo lo que no proviene de Dios. La sentencia famosa: «No quiero servir a señor que se me pueda morir.» empieza a germinar desde ahora en su alma. El drama íntimo que le conmovió aquel día primero de mayo, volvió a renovarse quince días después, cuando, para certificar que el cuerpo encerrado en el féretro de plomo era el de su antigua señora, tuvo que descubrir el rostro de la emperatriz, horriblemente desfigurado por la muerte. Si algo mundano había habido en su vida, desaparece desde este momento. Poco tiempo después sucede un hecho que llena de admiración a toda la corte. Había tenido el marqués una viva discusión con el almirante de Castilla; y he aquí que un día el almirante se encuentra con una cita de Francisco. Creyó que se trataba de un duelo, y designó el terreno a su adversario. El marqués se presentó, efectivamente; pero apenas vio al almirante, se arrojó a sus pies, ofreciéndole sus excusas.

Sin embargo, la carrera política de Francisco no había terminado todavía. Aquel mismo año le llegaba el nombramiento de virrey de Cataluña. Entonces se reveló el administrador, el gobernante y el hombre justiciero. La gran plaga de Cataluña era entonces el bandolerismo. Parapetados en las montañas, los malhechores hacían intransitables los caminos, y los barones les ayudaban. «Dios mediante—dijo el virrey, una vez en Barcelona—, acabarán por pagar sus fechorías. Aunque hubiese de sucumbir, arruinaré sus castillos.» Era inexorable con los perturbadores de la paz pública. Cuando urgía reprimirlos, decía: «Pongamos una onza de pólvora en el arcabuz, y adelante.» Tuvo que luchar con la nobleza revoltosa, con los piratas que amenazaban las costas levantinas y con las partidas que merodeaban en las fronteras del Pirineo. Aseguró el puerto de Barcelona, fortificó las plazas del Rosellón, y durante cuatro años dio la paz al país, ocupándose minuciosamente de todo y dando cuenta al emperador en sus cartas espontáneas y pintorescas. No dejaba tampoco de comprender la utilidad de la clemencia en la represión: «Paréceme—escribía a Carlos V—que muchas cosas se remedian mejor con suavidad que ahorcando hombres; porque si éste fuese el verdadero remedio, ya no se harían males en Cataluña, según los que se han ahorcado.» Los que fueron testigos de su vida en esta época, al mismo tiempo que exaltan su culto a la justicia, nos le muestran accesible y humano para con los pequeños y muy amigo de los hombres de letras. Uno que le conoció decía más tarde de él que era un «grandissim christia». Los negocios no le dejaban mucho tiempo para la oración, pero cumplía con puntualidad todos sus deberes religiosos. Como terciario franciscano que era, guardaba en la Cuaresma la abstinencia de los frailes de San Francisco, haciendo una sola comida, compuesta de un plato de legumbres, pan y agua. Solía decir que este régimen le sentaba a maravilla, y logró adelgazar algo con él.

En 1543, Carlos V nombraba al virrey de Cataluña mayordomo mayor de la princesa de Portugal, prometida del príncipe heredero. Francisco, duque ya de Gandía, por muerte de su padre, tenía en perspectiva el más halagüeño porvenir. Aquel nombramiento parecía designar el primer ministro del próximo reinado. Así pensaba el emperador, pero Dios disponía las cosas de otro modo. Poco a poco le iba preparando a dar el paso definitivo. Los reyes de Portugal miraron con poca simpatía la designación del duque; y Francisco tuvo que retirarse a sus Estados. Va a pasar siete años en Gandía, orando, pensando en la vanidad de los favores del mundo y en el gobierno de sus vasallos. Su pequeña capital es el centro de una de las más hermosas campiñas de la tierra. Sólidas murallas la rodean, sesenta cañones la defienden, bellas casas de hidalgos y mercaderes la hermosean. El duque tiene un gran palacio de estilo italiano, un magnífico equipo de caza, una corte de ciento treinta caballeros y servidores, una armería suficiente para equipar cincuenta hombres de armas y seiscientos arcabuceros, una cuadra de cuarenta caballos, como no la tiene ningún otro Grande de España; una bonita renta de cuarenta y dos mil ducados, y unos quince mil vasallos, que viven a la sombra de la autoridad ducal en la feraz llanura levantina. No sólo está resignado, sino también contento. Como buen español del siglo XVI, siente únicamente el golpe asestado a su honor por aquella repulsa, cuyas causas no puede comprender. Reza, atiende a la educación de sus hijos, va de caza, administra su señorío, funda un colegio y una Universidad, escribe al emperador y al príncipe y sigue recibiendo sus cartas.

El destierro, como él llama su retiro en carta a San Ignacio, le hace oír con más claridad el llamamiento divino. En 1546 pierde a su esposa. Poco tiempo antes escribía al fundador de la Compañía: «Plega al Señor nos deje entender con acción de gracias qué cosa es llamar a uno para servirse de él, sin tener necesidad ninguna de él, poniéndole en los negocios en que puso a su sacratísimo Hijo. Por cierto tengo que, si esto se tuviese en lo que vale, los reyes dejarían sus oficios por ser siervos de los siervos de Dios.» La marcha al holocausto se había efectuado lentamente, y estaba ya andada la etapa decisiva. Carlos V hace saber al duque que quiere darle un puesto eminente en su imperio; es ya tarde. El 9 de octubre San Ignacio le asignaba uno muy humilde en su Orden. La entrada del poderoso magnate en la Compañía debía quedar secreta durante algún tiempo. «Por el momento—decía el fundador—, el mundo no tiene oídos bastante sensibles para oír tal explosión.»

Viene después la época de las austeridades y las penitencias, la abdicación, la partida para Roma. Los que no podían comprender aquel heroico renunciamiento decían maliciosamente que iba para hacerse nombrar cardenal. Iba para servir la comida al Padre Ignacio y para fregar las escudillas en el colegio de Santa María della Strada. «¿Qué es nuestra retirada del mundo—decía más tarde el emperador—si la comparamos con la del Padre Francisco de Borja?»

El Padre Francisco no había buscado el descanso, sino el trabajo en la oscuridad. La obediencia le manda volver a España, pero su camino es desconocido. Pide limosna por los pueblos guipuzcoanos, predica a los humildes, consuela a los afligidos. Pero esa misma obediencia le saca de nuevo al escenario del mundo. Una misión diplomática le lleva a Portugal (1552); aparece de nuevo en la corte de Castilla, recorre España en calidad de comisario general de la Compañía, se convierte en director espiritual de los príncipes y los grandes, llega a Yuste llamado por el imperial anacoreta, y en Tordesillas ayuda a bien morir a Juana la Loca, cuyos últimos momentos se iluminan con las palabras bondadosas del santo duque (1555). Pero es aquél un momento difícil de la Compañía. Por todas partes se esparcen rumores contra ella. Se habla de quemar a los jesuitas y al Padre Francisco el primero. Francisco oye en Valladolid un sermón, en el cual el más grande de los teólogos grita con violencia: «Apartaos de esos hombres, que ayer eran soldados y hoy se fingen santos.» La Inquisición condena uno de sus escritos y los inquisidores le buscan, viéndose obligado a salir precipitadamente de España.

Las mismas tempestades tienen un sentido providencial. Francisco llegaba a Roma en el momento en que moría Laínez, el segundo general de la Compañía. Él iba a ser el tercero. El 2 de julio de 1565 leemos en su diario: «Día de mi crucifixión.» Consagróse con todas sus fuerzas a consolidar la obra ignaciana. No era viejo todavía, pero estaba debilitado por la penitencia. Sufría ataques de gota y dolores de estómago. Sin embargo, más que melancolía, su aspecto reflejaba bondad alegre y radiante. Abordaba los negocios con decisión juvenil y los realizaba con la madurez de su larga experiencia. Sin salir de Roma, tiene fija la mirada en todas las partes del mundo; y no se olvida tampoco de sus antiguos amigos en la corte, de sus hijos y de sus fieles servidores de Gandía. Les escribe con frecuencia, se inquieta de su silencio, les manda mapas, relojes, pinturas y libros de caza, y se duele de que ya no podrá volverlos a ver. Sin embargo, todavía les vio pocos meses antes de morir. Pío V preparaba la Liga Santa contra el Turco, y para negociarla en España echó mano de Francisco. Era un viaje que había de costarle la vida, pero no dudó en obedecer. Dios lo permitía para reparar las suspicacias y persecuciones de unos años antes; ahora todo fueron triunfos y agasajos, y en su misión principal el éxito más completo.

La vuelta a Roma fue un martirio de nueve meses, un martirio soportado con heroica entereza. Llegó el 28 de septiembre, y el 30 dejaba de existir, sin experimentar la menor angustia ni la menor turbación, con la serenidad confiada del hombre que ha cumplido siempre con su deber. Como su vida entera, su muerte fue la revelación de un gran carácter, uno de los caracteres más nobles y más bellos de aquel siglo, tan rico en figuras gigantescas. Fue santo a fuerza de dominio y violencia. Cuando la gente se atropellaba para verlo, decía donosamente: «Me miran como a una bestia curiosa. Tienen razón. Si Dios no me hubiera encadenado con las ligaduras de la religión, sería una bestia feroz.» Pero no era la suya una santidad huraña, sino gozosa y natural. Como buen valenciano, era impresionable y artista; tenía un trato encantador, que fue el secreto de sus éxitos en la política. Ciertamente autoritario, pero con dulce autoritarismo, con firmeza condescendiente. Estas cualidades se reflejan, lo mismo que en su vida, en sus opúsculos y en sus meditaciones, que hacen de él uno de los maestros de la ascesis de aquel gran siglo de España.

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