lunes, 17 de septiembre de 2012

SAN PEDRO DE ARBUÉS

En el momento en que España se disponía a expulsar de su suelo la Media Luna, el peligro judío se hacía más temible que nunca. Había judíos fieles a su religión y judíos conversos, y estos últimos eran los más peligrosos. Ya no les bastaba tener la plata, el comercio y la industria: necesitaban apoderarse de la influencia política y religiosa, del palacio real y las casas señoriales, de las dignidades civiles y eclesiásticas. Los cristianos viejos se dolían, en frase de uno de ellos, «al ver la empinación e lozanía de muy gran riqueza e vanagloria de muchos sabios e doctos e obispos e canónigos e frailes e abades e contadores e secretarios e factores conversos, que rodeaban a los mismos reyes; heríales la osadía de los letrados de aquel linaje, que estaban a punto de predicar la ley de Moisés, y érales insoportable la credulidad de los simples que non podían encubrir el ser judíos». La Iglesia y el Estado se hallaban a punto de caer en manos de sus peores enemigos, conversos por conveniencia la mayor parte de ellos, que seguían afectos a sus antiguos ritos y escarnecían en sus casas los misterios del cristianismo.

Para reprimir abusos, para refrenar traiciones, para castigar apostasías, surgió el Santo Tribunal de la Inquisición, y al frente de él la figura austera, impasible, incorruptible, de fray Tomás de Torquemada. «Ningún tribunal hay de mayor espanto en todo el mundo para los malos—decía el Padre Mariana—, ni de mayor provecho para toda la cristiandad. Remedio dado del Cielo, que sin duda no bastara prudencia humana para prevenir.» La oposición fue ruda por parte de los conversos. Intrigaron en la corte, ofrecieron cuentos de maravedises, conjuraron contra la vida del gran inquisidor y acudieron a todos los medios de la violencia. Sin dejarse intimidar, Torquemada recorría el reino apresando «a los más honrados e ricos conversos, veinticuatros, jurados, letrados, bachilleres e hombres de mucho favor». A principios de 1484 convocaba en Zaragoza una junta magna de doctores, caballeros y magnates, para decirles que venía a introducir el Santo Oficio en Aragón. Todos acataron su voluntad; todos aprobaron la lista de las personas que en calidad de inquisidores, oficiales, fiscales y alguaciles debían integrar el Santo Tribunal en aquella tierra. Al frente iba el nombre de un canónigo de la ciudad, Pedro de Arbués, digno de gozar de la confianza del famoso Doninico. Era un hombre grave, docto y austero. Carácter firme, piedad profunda, costumbres inmaculadas. El pueblo le llamaba ya el santo maestro Epila, por la integridad de su conducta, porque había estudiado y enseñado en San Clemente de Bolonia, y por el pueblo de su nacimiento. Un antiguo biógrafo dice de él que desde su infancia doró el hierro del pecado original con el oro celeste de las virtudes.

La presencia de Torquemada sembró también el pánico entre los judíos zaragozanos. También ellos eran ricos, poderosos e influyentes. También ellos hubieran podido decir, como los de Sevilla: «Nosotros, ¿no somos los principales de esta ciudad en tener? Fagamos gente; e si nos vinieren a prender, con la gente e con el pueblo meteremos a bollicio las cosas, e así los mataremos a ellos e nos vengaremos.» Un buen número de canónigos, jurados, asesores, oidores y magnates descendían de cristianos nuevos, entre ellos, el justicia y el vicario del Arzobispado. Temple de hierro, Arbués procedió a cumplir su misión: publicó edictos, decretó prisiones, confiscó haciendas y desenterró antiguos procesos. Los conversos se prepararon a la defensa. Trataron de soliviantar al pueblo, diciéndole que la nueva institución era contraria a sus fueros; pero el pueblo quería la Inquisición. Acudieron luego a la corte; pero tampoco allí consiguieron nada. Entre tanto, los ánimos se agriaban; llegaban noticias de conjeturas y atentados, y se repetían con gesto amenazador las palabras de un rabino sevillano, que decía a los suyos: «Hijos, gente bien me paresce que basta, ¡tal sea mi vida! Pero ¡qué! Los corazones, ¿dónde están? ¡Dadme corazones!»

Reunidos en la casa de Luis de Santángel los principales judaizantes de Zaragoza, convinieron unánimemente «que se imponía matar un inquisidor, porque, muerto él, no osarían venir otros». Juraron todos el secreto y acordaron hacer entre los convertidos una gruesa derrama para llevar a cabo el proyecto. Allegada la suma, se reunieron otra vez para ultimar el plan. Dudaban unos, temían otros, vacilaban todos en la adopción de los medios, cuando se levantó, lleno de ira, uno de los conjurados, García de Moros, y pronunció estas palabras: «Bien paresce, señores, que somos todos para poco; pues non matamos, non a un inquisidor, sinon a dos o tres; que si asi lo ficiéramos, guardarse hían de venir otros a facer esta inquisición.» Estas palabras, aplaudidas por toda la concurrencia, eran una sentencia de muerte. Buscóse a los asesinos, se les entregó quinientos florines y se les recomendó asegurar bien el golpe. Desde luego, era preferible la cabeza del maestro Epila; pero, en su defecto, podría reemplazarle cualquiera de sus auxiliares.

A las dos de la mañana del 15 de septiembre de 1485, el canónigo Pedro de Arbués se dirigía, según su costumbre, a cantar los maitines en la catedral. Sintió ruido detrás de él y apresuró el paso. Sabía que le querían matar. Unos días antes, varios hombres habían intentado limar las rejas de su habitación, y el día anterior se había librado, en una iglesia, a duras penas, del puñal. Dispuesto a defenderse, llevaba un bastón con estoque, un gran solideo metálico y una cota de malla bajo la muceta. Aquella noche el inquisidor logró entrar en la iglesia llevando en la diestra el breviario y el farol. Mientras sus compañeros empezaban los maitines en el coro, él se arrodilló abajo, delante del altar. Estaba rezando el Avemaria, cuando observó junto a la columna algunas sombras sospechosas; siguió rezando sereno, cuando al llegar a estas palabras: Benedicta tu in mulieribus, oyó que decían detrás de él: «Dale, traidor, que ése es», y casi al mismo tiempo una espada raía sobre él, asestándole una cuchillada «que le tomó desde la cerviz a la barba». Alzóse para buscar un refugio en el coro, donde los canónigos rezaban maitines, pero otro de los asesinos, dándole una estocada de través, le pasó de parte a parte, dejándole tendido en el suelo. «Loado sea Dios, que muero por la fe», decía con apagado aliento. Y durante dos días que vivió aún, dice el biógrafo, no cesó de alabar a Nuestro Señor, y de rogar por sus matadores, sin quejarse jamás de ellos en una sola palabra.

No había amanecido aún, y ya toda la ciudad estaba revuelta con el rumor del asesinato. Los judíos, que esperaban otros resultados de su miserable hazaña, vieron con espanto a las turbas que corrían las calles gritando: « ¡Al fuego los conversos!» Y se hubieran reproducido aquellas hecatombes tan frecuentes en la Edad Media, si el arzobispo don Alfonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, recordando su sangre, no hubiera aparecido entre la multitud irritada, prometiendo ejemplares castigos. Pocos días después los asesinos eran descabezados y quemados. Uno de ellos, Juan de Abadía, el que atravesó el cuerpo del santo, prefirió suicidarse en la prisión, comiéndose una lámpara de vidrio. García de Moros, uno de los principales instigadores del crimen, logró salvarse con la fuga. Pero los odios antisemitas se avivaron en el corazón de los españoles, y por todas partes ya no se oía más que una sola palabra: «Expulsión.»

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