viernes, 14 de septiembre de 2012

LA EXALTACION DE LA SANTA CRUZ

En todas las mitologías antiguas se hablaba de dioses que habían venido a compartir la existencia de los hombres en este mundo. Aquellas múltiples teofanías habían preparado los espíritus a recibir sin extrañeza la doctrina de un Dios hecho hombre. Pero la estupefacción empezaba cuando se proponía la imagen de un Dios pobre, humillado, cubierto de oprobio y muerto en un patíbulo infame. Por eso nos habla San Pablo del escándalo de la Cruz. Eso no es posible, decían muchos herejes de los primeros siglos; para armonizar sus prejuicios con el Evangelio, imaginaron que en el momento de la Pasión, Jesús había sido sustuído por el Cirineo. Muchas personas de la buena sociedad hubieran aceptado un cristianismo despojado de esta trágica incompatibilidad. Hastiadas de fábulas absurdas, deseosas de algo que ellas mismas no acertaban precisar, torturadas por el confuso anhelo de una vida perenne, se hubieran manifestado dispuestas a creer en Cristo, revelador y dador de esa vida. Lo que se contaba de Él, sus milagros, su moral, sus parábolas, su Ascensión gloriosa, todo ello tenía un maravilloso poder de atracción; pero quedaba aquella muerte, aquella Cruz, aquellos clavos, que llenaban de sombras lo demás. ¿Cómo un genio bienhechor se había dejado vencer por los genios del mal, si era más fuerte que ellos? El carácter vengativo de los espíritus maléficos tomaba un aspecto alarmante y repugnante en la elección del suplicio de la cruz, uno de los más dolorosos, y al mismo tiempo el más humillante de todos, «el suplicio de la esclavitud, y sumo y extremo de los suplicios», según la frase de Cicerón; el suplicio de los piratas, de los ladrones, de los truhanes y de los esclavos fugitivos. En él se juntaban todos los dolores y todas las infamias. El reo era azotado, cargado con el madero ignominioso, injuriado y maltratado. Después se le desnudaba, se le ataba o se le clavaba, y quedaba en la cruz abrasado por una sed rabiosa, a menos que acelerasen su fin por medio del crurifragio, el rompimiento de los huesos de sus piernas con una maza de hierro. Todo despertaba el horror, la repugnancia y el desprecio. Había que luchar contra todos los instintos humanos y contra todas las prevenciones sociales para reaccionar contra aquel sentimiento, consiguiendo no solamente la compasión, sino la adoración de la Cruz y del Crucificado.

No obstante, el sentido profundo del misterio encerrado en esa aparente contradicción se impone desde el primer día. Todos los libros apostólicos respiran amor y veneración a la Cruz, y contra las burlas de los judíos y los ascos de los paganos lanzaba el Apóstol aquella réplica altiva: «Nosotros debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Seños Jesucristo.» Aceptar el cristianismo era aceptar la Cruz. Religiosos de la Cruz llama Tertuliano a sus correligionarios. Si el gentil veneraba la lanza de Minerva, el rayo de Júpiter, la cítara de Apolo o el tridente de Neptuno, la veneración del cristianismo se concentraba en la Cruz de Cristo. Ella resumía su fe, condensaba su moral y le señalaba un hito en su peregrinación sobre la tierra. Y de este modo el instrumento de ignominia se convirtió en signo de victoria, en motivo de consuelo, en mensajero de gracia y en confesión de fe. Al nacer los ritos de la literatura cristiana, el signo de la Cruz se junta a ellos, para indicar que de él toman todo su valor. No se podrá bautizar a un catecúmeno, ni consagrar el pan, ni ungir a un moribundo, sin trazar ese signo misterioso. Del culto público, la Cruz pasa a la liturgia del hogar. Los contemporáneos de Orígenes se santiguaban ya en la frente, en los labios y en el pecho; se santiguaban al salir de casa, antes de comer, antes del sueño y siempre que empezaban alguna obra buena. Como la paloma, como el áncora y el pez, la Cruz empezaba a figurar en los dijes, en los anillos, en las gemas y en los monumentos. La primera representación que hoy conocemos figura en un altar de Palmira, elevado «en honor de Aquel cuyo nombre es bendito en la eternidad», en el año 134. Después aparece en las catacumbas, en los sarcófagos, en las estelas funerarias, al frente de los epitafios, hasta que, cerrada la era de las persecuciones, empieza a adornar las coronas de los reyes. El triunfo del cristianismo es el triunfo de la Cruz. Constantino la fija en el lábaro, los soldados la graban en sus escudos, las damas la bordan en sus sedas, y los magnates la colocan en la fachada de sus palacios. Ya no se la podrá grabar como signo infamante en la frente de los esclavos, ya no se la podrá usar como instrumento de suplicio para los malhechores.

El símbolo de la esclavitud se ha convertido en trofeo de la realeza.

Es el momento en que el mundo se acuerda del madero mismo que fue empurpurado con la sangre del Redentor. Todas las demás cruces son puros símbolos; aquélla es la única verdadera, la única que tuvo la gloria de ser consagrada al contacto de una carne divina. Pero nadie sabe dónde está; ha desaparecido para siempre. «¡Oh Santa Cruz! —decía un poeta a principios del siglo IV—, la tierra no te poseerá jamás; pero llegará un día en que abrazarás con tu mirada la inmensidad del Cielo.» La tristeza y la desesperanza se habían apoderado de los espíritus. La vieja ciudad de David había sido destruida; sobre sus ruinas se alzaba una nueva ciudad, Elia Capitolina, rica en hermosos monumentos, infectada de idolatría, poblada de templos y de estatuas paganas. Sobre el Moria se levantaba el ara de Júpiter, y a la cima del Calvario llegaban los adoradores de Venus llevando a su diosa guirnaldas de mirto, ¿Qué esperanza podía haber de encontrar los recuerdos de la Pasión del Señor?

Pero hay una mujer que dice: «Vamos a adorar el lugar donde se posaron sus sagrados pies.» Fe ciega, devoción ardiente, poder y riqueza. Santa Elena, la madre del primer emperador cristiano, llega a Jerusalén. Su presencia llena de entusiasmo las almas. Rueda la estatua de Venus, cae el altar de Zeus; se destruye, se desmonta, se trabaja noche y día bajo la mirada alentadora de la emperatriz; aparece la gruta del Santo Sepulcro, surgen basílicas de admirable belleza, y Jerusalén queda transformada. San Ambrosio pone estas exclamaciones en los labios de la intrépida exploradora: «He aquí el lugar del combate; pero, ¿dónde está el signo de la víctima? Busco el estandarte de mi salvación y no llego a encontrarle. ¡Cómo! ¿Yo llevo una corona y la Cruz de mi Salvador yace en el polvo? ¿Cómo queréis que me crea redimida si no veo el instrumento de la Redención?» Mas he aquí tres cruces en el fondo de la gruta, tres cruces de una madera resinosa, oscura, resistente, de madera de pino. Una de ellas es seguramente. ¿Cuál? El milagro da la respuesta: una mujer paralítica, sana repentinamente: la multitud cae de rodillas, prorrumpe en gritos de admiración, reza, llora y adora. «La emperatriz se arroja sobre el sagrado tesoro, y no se cansa de tocar y de besar aquella reliquia, que fue el lecho de la misma Verdad; el leño parecía brillar a sus ojos, y la gracia iluminaba su corazón.» Así dice San Ambrosio, y su relato está confirmado por los de Rufino, Sócrates Sozomeno, San Paulino de Nola y San Juan Crisóstomo.

Un grito de alborozo alzóse del seno de todas las familias cristianas a la nueva de que Jerusalén salía de sus ruinas coronada con la Cruz verdadera de Jesucristo. Dios acababa de consagrar con un postrer milagro el triunfo, ya maravilloso, de la Iglesia. ¡Qué espectáculo el del resurgimiento repentino de las mismas entrañas de la tierra del instrumento del suplicio divino, convertido en señal de dominación y victoria! Las gentes creían presenciar el día de la Resurrección universal y ver al Hijo del Hombre entronizado sobre las nubes y dispuesto a coronar a sus servidores. En todos los corazones no había más que un deseo: poder ir a Jerusalén para ver, para tocar, para venerar el santo madero, que era prenda de bendición. Y empezó el torrente de las peregrinaciones, que no debía interrumpirse jamás. Llegaban los emperadores humillando sus coronas, los anacoretas vestidos de sus mantos de pieles, las matronas consulares de la Ciudad Eterna, los grandes y los pequeños de todos los países de la tierra. Llegaban clérigos y obispos, embajadores de iglesias lejanas, implorando alguna partícula, por menuda que fuese, del adorable patíbulo. Los fragmentos de la verdadera Cruz se extendían con tal rapidez, que unos años después del descubrimiento decía San Cirilo de Jerusalén: «Testimonio espléndido es el que da a Jesucristo el sagrado madero, que vemos entre nosotros, y cuyos fragmentos, arrancados por la fe de los cristianos, llenan ya casi toda la tierra.» Y donde no llegaba la presencia misma de la verdadera Cruz, estaba su figura. Se la veía en todos los rincones del mundo, en la última aldea de la Iberia lejana, en los castillos del Danubio, en los campamentos de la Mesopotamia y en las chozas de los solitarios. En los más humildes hogares la Cruz empezaba a ocupar el lugar de honor, desde donde enseñaba a cuantos la veían la ciencia de bien vivir y de bien morir. El paisano la plantaba en un ángulo de su campo; la saludaba al despuntar el día, cuando empezaba la faena, y el trabajo se le hacía más ligero. Y San Gregorio de Nacianzo decía: «Huye, maligno, si no quieres que levante el bastón de la cruz, ante quien todo tiembla. Yo la llevo en mis miembros, la llevo cuando camino, la llevo cuando descanso, la llevo en mi corazón. ¡La cruz es mi gloria!»

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