Estos son los principales puntos que son tratados en la homília del 30 de septiembre 2012, del Domingo 26º de TO resumida en una presentación, no obstante como siempre encontrareis la HOMÍLIA completa más abajo.
domingo, 30 de septiembre de 2012
Lecturas
En aquellos días, el Señor bajó en la nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. Al posarse sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar en. seguida.
Habían quedado en el campamento dos del grupo, llamados Eldad y Medad. Aunque estaban en la lista, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento.
Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: - «Eldad y Medad están profetizando en el campamento.»
Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: ‘ «Señor mío, Moisés, prohíbeselo.»
Moisés le respondió: - «¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»
Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado.
Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego.
¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final!
El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos.
Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste.
En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: - «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.»
Jesús respondió: -«No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro.
Y, además, el que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga.
Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno.
Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.»
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homília
Tanto el pasaje del libro de los Números como el del evangelio según San Marcos, nos confirman que la profecía es un don sagrado de Dios y, como tal, ningún ser humano puede arrogársela sin ser cómplice de la extorsión, la mentira o el engaño. Los falsos profetas son denostados por la Sagrada Escritura, pero el verdadero profeta es empapado por el espíritu de Dios, que llena su ser, le impulsa a proclamar su Palabra, guste o no, y a comprometer y entregar su vida por esta noble causa. Entre los “profesionales de la religión” puede anidar inconscientemente la idea de ser los únicos intérpretes y mediadores del Señor, que ejercer dominio sobre quienes actúan evangelizando al margen de la autoridad eclesiástica.
Los discípulos de Josué, al igual que los discípulos de Jesús, quieren apagar la voz de estos profetas, porque no pertenecen a su grupo. Ambos adoctrinan al pueblo y piden respeto hacia ellos, ya que “uno que hace milagros en mi nombre, no puede hablar mal de mí” ( Marcos 9,40). San Pablo dirá a este respecto que “la Palabra de Dios no está encadenada”(II Timoteo 2,9).
Nos conviene sacar consecuencias para nuestra vida de estos relatos, para no creernos los auténticos depositarios de la verdad y caer en particularismos y sectarismos excluyentes. Debemos, en cambio, alegrarnos del bien que otros hacen a nuestro alrededor y de cómo llevan adelante y positivamente el anuncio del Reino de Dios a entidades y grupos distintos a los nuestros. Nunca ha sido la envidia buena consejera. Nuestra vida cristiana crece en la medida que reconocemos el don de Dios, en nosotros y en los demás, renunciemos a nosotros mismos y pongamos los cinco sentidos en actuar siguiendo las huellas de Jesús.
Orientar la misma existencia es, para cada uno de nosotros, una tarea vital e imprescindible. Y sirven de estímulo propuestas válidas de soluciones y ejemplos edificantes, que desembocan en positivas actitudes ante la vida.
Jesús nos ofrece el ejemplo de los niños para entrar en el Reino de los Cielos. El niño era en Israel, como en la mayor parte del mundo antiguo, muy poquita cosa hasta que cumplía los trece años y se incorporaba a la sociedad adulta. Crecían en indefensión y eran, junto con las mujeres, los más ínfimos ciudadanos del discriminado ambiente semita. El gesto de Jesús de acoger a los niños, abrazarlos, mimarlos y ponerlos como modelo, supone una valentía testimonial de primer orden que clarifica los objetivos para llegar a ese Reino de Dios. Los primeros en el ranking del Reino no serán los ganadores de los premios nobeles, los cerebros brillantes- coleccionistas de masters- ni los poderosos y acaparadores de fortuna, sino los auténticos servidores de los demás, aunque carezcan de títulos nobiliarios, académicos, religiosos o de cualquier índole.
Ahora bien: para un cristiano, el servicio al pueblo pasa siempre por la atención especial a los seres más indefensos de la sociedad, primeras víctimas del deterioro de la convivencia y de los errores de quienes ostentan la autoridad. Un pueblo solamente progresa cuando sabe acoger y educar en integridad y buenas costumbres a las futuras generaciones. Esto ha sido una constante en la primitiva tradición cristiana, y defender la vida un deber sagrado, que ya recoge la Didajé, el primer libro cristiano que se conoce, cuando se opone frontalmente al aborto.
La mayoría de nosotros hemos visto, a través de la tv o del cine, programas y reportajes sobre los inmensos basureros que rodean las grandes ciudades del Tercer Mundo: Bangkok, Manila, Calcuta, Bombay... Miles de personas- niños incluidos- escarban entre la basura, para encontrar algo que llevarse a la boca, u objetos de valor con los que sacar algunas monedas. Se juntan aquí la miseria, los malos olores, la podredumbre y lo que nadie quiere para sí. Es la sempiterna lucha por la supervivencia. La vida es cruel para quien, sin culpa alguna por su parte, ha tenido la desgracia de nacer en una familia pobre, sufrir las consecuencias del hambre y deambular en la marginación, sin trabajo, sin dinero, sin casa, sin amigos, sin seguridad social, sin escuela... No cabe mayor pobreza que vivir a la altura de los animales y verse abocado a todo tipo de enfermedades, junto a otras personas que mueren ejerciendo esta inhumana actividad.
Jesús nos habla hoy de los infiernos, de la gehenna, un valle ubicado a la salida de Jerusalén, donde se acumulaba la basura de la ciudad, el humo y los malos olores provenientes de la fermentación y descomposición de los alimentos. La gehenna simboliza el mundo del absurdo, del vacío, de la desesperación, al que nos conduce el desamor y la falta de respeto y consideración a la vida de los demás, especialmente de los más débiles.
Por eso, arrebatar la fe a quienes la profesan como único patrimonio al que aferrarse, es sumir a la persona en la postración y cercenar sus posibilidades de futuro. Si se trata de un niño que, según la tradición judía, carece de derechos hasta cumplir los 13 años, el pecado es aún mayor. La responsabilidad que adquirimos al educar a un niño es muy grande; debemos estar atentos a sembrar valores, alimentar su fe, promover el respeto y la justicia, acompañar sus pasos con amor, para que vivan con dignidad y no caigan en un futuro vacío existencial.
Personas como la Beata Teresa de Calcuta o Vicente Ferrer son un ejemplo a imitar. Ellos se conmovieron ante la miseria humana y entregaron su vida para conquistar la dignidad de millones de seres humanos. Toda su entrega fue un canto a la esperanza y a las inmensas posibilidades que puede tener cada persona si se lucha contra el hambre y se le abren los horizontes de la cultura y del desarrollo económico, social y religioso. No están lejos de Jesús quienes, aún sin creer, entregan su tiempo, su dinero y sus mejores ilusiones para mejorar las condiciones de vida de cuantos se hallan anclados en la pobreza extrema dentro de ambientes irrespirables.
Toda la liturgia de hoy es una llamada apremiante al compromiso activo y generoso. Tomemos nota, si queremos estar junto a Jesús en el Reino de los Cielos.
SAN JERÓNIMO
El hombre más apasionado de los libros, fue en su infancia un estudiante mediano, que buscaba cualquier pretexto para huir de la compañía del pedagogo y esconderse en el regazo de su abuela. Más de una vez, cuando tenía que estudiar la lección, tiraba los libros y se pasaba el rato jugando al escondite en los zaquizamíes de los esclavos. Porque en la casa de sus padres había esclavos, riquezas, jardines y numerosas dependencias para la servidumbre y para los ganados. Era la casa de un propietario generoso y opulento de Stridón—Grahovo—, una ciudad de Dalmacia, en la Bosnia actual, que medio siglo más tarde iba a ser destruida por los bárbaros. Además de bienestar, allí había fe, y las verdades religiosas fueron el primer alimento del espíritu del muchacho, aunque, según la costumbre de entonces, no se apresuraron a administrarle el bautismo.
A los quince años, Jerónimo era un adolescente pálido, de pequeña estatura y de salud delicada. El espíritu se desarrollaba en él a costa del cuerpo, y poco a poco la curiosidad de saber empezaba a dominarle. Viéndole extraordinariamente dotado, su padre le envió a Roma, donde se conservaba todavía floreciente la tradición escolar. Allí enseñaban dos profesores famosos: Elio Donato, el conocido comentarista de Virgilio, y el africano Mario Victorino, cuya ruidosa conversión al cristianismo era entonces la comidilla de la sociedad romana. En estos dos maestros halló el joven escolar la doble enseñanza literaria que buscaba: en el uno, el gusto puro de la poesía profana; en el otro, las tradiciones de la elocuencia antigua, unidas al entusiasmo religioso. Largos análisis gramaticales, profundos estudios de los poetas, poco griego, mucho latín, tal fue el cuadro de la formación que recibió Jerónimo en aquellas aulas famosas. Leyó a Virgilio, le comentó y se le aprendió de memoria; analizó uno a uno los discursos de Cicerón, y empezó a reunir una biblioteca, donde figuraban como dioses mayores Plauto, Salustio, Tito Livio y Quintiliano. El dinero que le enviaban de Stridón lo empleaba en libros, y él mismo se pasaba largas horas copiando sus autores favoritos. Más tarde se acordará con deleite de estos años de trabajo ardiente y oscuro, en que puso todo el fuego de su naturaleza apasionada, así como de las declamaciones y alegatos ficticios pronunciados ante el auditorio malévolo y socarrón de sus camaradas. En su edad madura se despertaba todavía tembloroso, creyendo encontrarse en uno de estos ejercicios estudiantiles.
Para perfeccionar el gusto, asistía asiduamente a los discursos de los abogados famosos, se ejercitaba en la dialéctica y leía los filósofos. Sin embargo, la filosofía no debió ejercer sobre él una influencia muy profunda. Le interesaba como erudito más que como pensador. Leyó a Séneca, como había leído a Tito Livio o a Lucano. La especulación no fue nunca su fuerte, y entonces lo que le preocupaba, sobre todo, era la gloria literaria. Hay que reconocer que en este aspecto aquellos años fueron muy fecundos, pues al fin de ellos Jerónimo era ya un escritor en el mejor sentido de la palabra. Ninguno de sus contemporáneos escribirá con tanta corrección como él, ninguno se acercará más al estilo de los clásicos, ninguno se servirá de un latín más rico, más fuerte y más elegante. No siempre será el buen gusto su guía, pero había conseguido, como nadie, el dominio de la palabra. Él lo sabe, y hasta el fin de su vida permanecerá sensible a una crítica o a un elogio que se dirija a su literatura.
Por este tiempo, Jerónimo no pensaba todavía en ser santo. A la vez que los libros, amaba las alegrías de la juventud, las fiestas ruidosas, los amores fáciles y aquellas gratas compañías que más tarde le llenarán de inquietud. Sin embargo, las emociones religiosas de la infancia seguían vivas en su corazón, y con los recuerdos clásicos sabía juntar la admiración hacia los héroes del cristianismo. Gustábale visitar las tumbas de los mártires y rezar ante los nichos de las catacumbas. Esta era su ocupación favorita los domingos: en compañía de algunos amigos, a quienes había conocido en los bancos de la escuela, cruzaba aquellos corredores sombríos, contemplaba aquellas capillas y se esforzaba por descifrar los epitafios de aquellos sepulcros. La muerte de Juliano el Apóstata, por el aspecto de castigo que vieron en ella sus contemporáneos, le impresionó fuertemente, poniéndole en ese estado de ánimo que del hecho más insignificante, de cualquier palabra, por vulgar que sea, toma ocasión para cambiar el curso de la vida. A Jerónimo le conmovió esta frase de un pagano, que había puesto su confianza en el emperador apóstata: «¿Cómo dicen los cristianos que su Dios es paciente y misericordioso? Nada más terrible, nada más rápido que esta venganza.»
A los veinte años, el estudiante dálmata había llegado a la fe integral; y una vez que recibió el bautismo, consideró que debía cambiar completamente de vida. Sin embargo, no renunció a sus clásicos, ni renunciará nunca, ni pierde tampoco su curiosidad de saber. Saber, en su sentir, era ver, tanto como leer. No le bastan las bibliotecas, necesita recoger la emoción directa y auténtica de las cosas. Sin abandonar nunca sus libros, empieza a viajar de Roma a Tréveris, buscando tal vez algún empleo en la corte imperial. Allí descubre dos cosas que hasta entonces le habían tenido indiferente: la vida monástica y la literatura cristiana. Empieza a leer los autores eclesiásticos, que hasta entonces le habían repugnado por los defectos de su lenguaje, y empieza copiando las obras de San Hilario. De Tréveris, a Aquilea; donde se une a un cenáculo de ascetas que imitan a los solitarios egipcios y cuentan historias edificantes y discuten acerca de la Sagrada Escritura. Entre ellos estaba Rufino, amigo del alma desde el primer momento, enemigo cordial de la última hora. Aquilea le place más que Stridón, donde no hay más que lujo, barbarie y sensualismo. «Mi patria—dirá más tarde—tiene por Dios al vientre y es la morada de la rusticidad. Allí se vive al día, y el más santo es el más rico. La olla tiene una digna cobertera: el sacerdote Lupicino.» Cosas como éstas debió decirlas Jerónimo en un viaje que hizo a Stridón. El hecho es que sus paisanos le trataron como a un enemigo, y con burlas y palabras soeces le obligaron a dejar la ciudad, alejándose, como él mismo dice, de los silbidos de la víbora de Iberia.
Se embarca sin rumbo fijo, y la nave le lleva a las costas de Grecia; visita los monumentos de Atenas, pasa a Tracia, recorre todo el Asia Menor, se interna en el Ponto, atraviesa los caminos de Galacia y llega a Capadocia y a Cilicia. Viaja como turista y como asceta. Habla con los maestros famosos, se postra ante los santuarios de los mártires, admira las obras de la antigüedad, busca los consejos de los solitarios ilustres y visita los monasterios que se alzan junto al camino. Al empezar el otoño de 374 cae, finalmente, en Antioquía. Es la primera fecha cierta que conocemos de aquella existencia agitada. Sabemos sólo que entonces el infatigable viajero tenía alrededor de treinta años, y con ellos una amplia, profunda y selecta formación científica y espiritual. Es el momento en que empieza a descubrirse a sí mismo, cuando aparecen el monje y el escritor, hasta ahora sólo presentidos. Unos egipcios le cuentan la vida de Pablo de Tebas, el amigo de San Antonio el Grande y su precursor en la vida eremítica. Jerónimo se entusiasma, recoge el relato prodigioso, le poetiza, le dora con las luces de su imaginación y compone un libro delicioso, una especie de novela histórica, que arrancará lágrimas y renunciamientos durante muchos siglos. Había encontrado la vena y no tenía más que explotarla, y lo hará más tarde; y así formará su admirable trilogía hagiográfica de Pablo, Maleo e Hilarión, donde encontramos algunas de sus páginas más bellas. Al mismo tiempo se ensaya en un campo nuevo: el de la Sagrada Escritura. Su cerebro está lleno de interpretaciones alegóricas; lee a Orígenes; se olvida de su temperamento positivo y occidental con el estudio de los Padres orientales. Asiste con interés a las lecciones de Apolinar de Laodicea, el sofista cristiano que había consagrado a aclimatar en su nueva fe los esplendores de la elocuencia antigua y de la antigua poesía; se empapa de lengua griega y de espíritu griego, y, envuelto en este ambiente, publica su comentario místico de Abdías, que luego le inquietará tanto como sus extravíos de Roma.
Lo que le desagradaba en esta primera producción escriturística no era solamente la sutileza pueril de las interpretaciones o la falta de ciencia y serenidad, sino también el convencimiento de que aún no se había ejercitado bastante en la vida evangélica para tratar de las cosas de Dios. «Creía que mis conocimientos profanos me capacitaban para leer un libro cerrado.» Necesitaba la educación austera de la penitencia, y se sometió a ella con la fogosidad propia de su carácter. En el año 375 sale de Antioquía, y quince leguas al sudeste de la ciudad encuentra el desierto de Calcis, cuyos monjes rivalizaban en austeridades con los de la Tebaida. Jerónimo iba en busca de paz, pero llevaba la guerra consigo. Tal vez en aquellas circunstancias le hubiera sido más provechosa cierta gitación exterior. El hecho es que en aquella existencia agotadora de ayunos, vigilias y maceraciones, flotando entre la oración y la imaginación, experimentó más que nunca el tormento terrible de las tentaciones, que él mismo nos ha descrito con una elocuencia apasionada, pero tan casta, que el realismo del cuadro no llega a alterar su inocencia. «¡Cuántas veces, en aquella vasta soledad, que, calcinada por los fuegos del sol, no ofrece a los monjes más que una habitación desolada, creía yo encontrarme todavía en medio de las delicias romanas! Estaba solo, sentado y entregado a mis tristezas. Bajo aquel saco que deformaba mis miembros, era yo entonces un objeto de horror; mi exterior inculto daba a mi carne el aspecto de la raza etiópica. Y a todas horas, lágrimas y sollozos. Cuando, a pesar de mis esfuerzos, el sueño me dominaba, mis huesos mal unidos se rompían sobre la tierra desnuda. Pues bien: yo, por temor al infierno, me había condenado a una prisión semejante; yo, que no tenía por compañeros más que a los escorpiones y a las fieras, me veía con frecuencia entre las danzas de las jóvenes de Roma. El ayuno debilitaba mi cuerpo, pero en el cuerpo helado el corazón se abrasaba de deseos; mi carne era como un presagio de mi muerte, y, sin embargo, el incendio de las pasiones culpables estallaba en ella. En medio de aquel abandono, me arrojaba a los pies de Jesús, los regaba con mis lágrimas, los enjugaba con mis cabellos, y con semanas de ayuno trataba de domar la carne rebelde. No me avergüenzo de mi desgracia; lloro más bien por no ser lo que entonces era. Recuerdo que muchas veces yo continuaba exhalando gritos lastimeros cuando el día sucedía a la noche, y no cesaba de golpearme el pecho hasta que la palabra del Señor restablecía la calma. Mi celda misma me era odiosa, como cómplice de mis pensamientos. Eternamente irritado contra mí mismo, me internaba solo en el desierto. La profundidad de los valles, la aspereza de las montañas, las rocas abruptas, eran los lugares de mi oración y el calabozo de mi carne miserable. Pero el Señor me es testigo; después de haber llorado mucho y contemplado el Cielo, me sucedía a veces que me introducían entre los coros de los ángeles. Loco de alegría, cantaba entonces: «Corramos tras el olor de tus perfumes.»
El estudio era el gran sedante de aquellos combates interiores. Jerónimo formaba ya los planes de sus futuros trabajos bíblicos, y con ese fin se había entregado con paciencia ejemplar al estudio de la lengua hebrea, bajo la dirección de un monje judío que había llegado hasta aquella soledad. «Dejando—dice él mismo—las salidas ingeniosas de Quintiliano, los torrentes de la elocuencia de Cicerón; la dulzura de Plinio y la gravedad de Frontón, me di a estudiar una lengua de sonidos guturales. ¡Cuántas veces, desesperado, interrumpí aquel estudio para emprenderlo de nuevo aguijoneado por un afán incoercible de saber!» De Antioquía, de Italia y de las playas del Adriático le llegaban sin cesar libros, epístolas y saludos, que le obligaban a mantener una asidua correspondencia con sus antiguos amigos. De esta época es la carta famosa en que invita a Heliodoro a hacerle compañía en el desierto, testimonio magnífico de su celo ardiente, de su viva imaginación y de su retórica vibrante y apasionada: «¿Qué haces, soldado degenerado, en la casa paterna?—decía a su amigo—. ¿Dónde está la trinchera, el foso, la noche pasada bajo la tienda? Ya ha sonado el clarín en lo más alto de los Cielos.» Y en su furia religiosa, añade: «Si tu padre, para detenerte, se tiende en el umbral de la puerta, pasa por encima de tu padre.» El desierto, aquel desierto de sus luchas y de sus penitencias, le exalta hasta el lirismo: « ¡Oh soledad—exclama—, soledad embellecida por las flores de Cristo! ¡Oh soledad, que gozas más familiarmente de Dios! ¿Qué haces en el mundo, hermano mío, con un alma superior al mundo? Créeme, aquí veo más claro. ¿Hasta cuándo te detienes a la sombra de los techos, en la prisión ahumada de las ciudades?»
Sin embargo, poco a poco se iba convenciendo de que la soledad no estaba hecha para él. En vano aguardaba la paz con que soñó en otro tiempo. A las molestias de los demonios se juntaban las de los monjes, eternamente envueltos, a pesar de sus penitencias heroicas, en enconadas discusiones dogmáticas. De todos los partidos venían a pedir la aprobación del solitario, y ¡ay de él si se atrevía a negarla! Al fin, Jerónimo, que no pecaba por exceso de paciencia, estalló en una de aquellas sus terribles invectivas, que le obligaron a salir de Calcis. «Tengo vergüenza de decirlo—exclamaba—: desde el fondo de nuestras míseras chozas condenamos a todo el Universo; protegidos por el saco y la ceniza, nos declaramos contra los obispos. ¿Qué significa este regio orgullo bajo el hábito del penitente? Las cadenas, la mugre, los largos cabellos son las señales del remordimiento que gime, no los emblemas de la dominación.»
En 378 le vemos de nuevo en Antioquía. Allí le obligan a aceptar la dignidad sacerdotal, pero con la condición expresa de que no se le obligue a ejercer sus funciones. El estudio sigue siendo su pasión, pero una pasión dirigida por la voluntad; es, ante todo, el estudio de la Escritura y de los escrituristas, aunque no ha abandonado por completo sus aficiones literarias de otros tiempos. Sin poder abandonarlas, se le presentan ahora como un peligro nuevo, como una tentación del espíritu, no menos terrible que la de lo-sentidos. «Hombre miserable y débil—dice, aludiendo a estos años de su vida—, yo ayunaba antes de leer a Cicerón. Después de muchas noches pasadas en vela, después de muchas lágrimas, que me hacía derramar el recuerdo de mis pecados, corría en busca de los diálogos platónicos. Y luego, cuando, al volver en mí, me dirigía a los profetas, sus palabras me parecían groseras y descuidadas. Como estaba ciego, acusaba a la luz.» A esta ansiedad sucedió una fiebre violenta, que dejó al pobre monje postrado en el lecho. «Y entonces—añade—me creía transportado en espíritu ante el tribunal supremo. «¿Quién eres?», me preguntó una voz, y yo respondí: «Soy un cristiano.» «Mientes—me dijo el juez—, no eres un cristiano, eres un ciceroniano; donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» Y en el mismo instante se sintió cogido por unas manos terribles y golpeado y azotado y zarandeado. Este sueño, visión, alegoría o delirio—el mismo San Jerónimo le consideró al fin de su vida como una de las muchas cosas que cruzan por nuestra imaginación mientras dormimos—, es el eco de una lucha porfiada contra aquella poesía, contra aquella mitología que en el siglo IV se presentaba aún cargada de peligros y reminiscencias paganas.
A fines del año 378, el eremita fracasado reanuda su vida peregrinante. Atraído por la elocuencia de Gregorio de Nacianzo, llega a Constantinopla y se convierte en discípulo del patriarca. Eran dos caracteres hechos para entenderse: sensibles, impresionables, irascibles, accesibles a la ternura, prontos a la ironía y al sarcasmo, apasionados por la amistad y tan aficionados a la retórica y a la literatura, que una bella frase era para ellos el más sabroso de los deleites. Tal vez fue el Nacianceno quien inspiró a Jerónimo la idea de dar a conocer a los occidentales las obras de los Padres griegos. Fue en esta estancia constantinopolitana (378-381) cuando dio comienzo a sus tareas de traductor, comenzando con la crónica de Eusebio y las homilías de Orígenes. La traducción no es para él un oficio, sino un arte, el arte difícil de ser exacto sin dejar de ser correcto, de ser elegante sin sacrificar la fidelidad.
Cuando Gregorio, hastiado de las intrigas y ambiciones de los altos dignatarios eclesiásticos, se vuelve de nuevo a la soledad, Jerónimo reaparece en Roma, aureolado con el brillo de una virtud bien probada, precedido por la fama de sus trabajos literarios, respetado por la madurez de la edad y admirado por el prestigio del genio (382). Se le consulta como doctor de la fe, y sus decisiones son respetadas hasta en el palacio de Letrán. El Papa San Dámaso ve en el sacerdote extranjero un instrumento útil de su política eclesiástica, recurre a él en cuestiones de filosofía, de Historia y de Sagrada Escritura, y, aprovechando su conocimiento del griego, le hace su secretario para las cosas orientales. Una confianza familiar une a los dos grandes hombres; el asceta ayuda al Pontífice, y el Pontífice otorga al asceta su protección inteligente, le lanza a sus primeros trabajos de traducción bíblica y le alienta en las horas de la inacción. «Veo que duermes—le escribía una vez—. No escribes, te contentas con leer, y eso no es trabajar. Para despertarte, te envío aquí unas cuantas cuestiones que deseo me resuelvas cuanto antes.» Esta segunda estancia de Jerónimo en Roma (382-385) tuvo en el corazón de Jerónimo una influencia semejante a la que había tenido la primera en su inteligencia. Sin debilitar su carácter, le suavizó, le armonizó un poco, le hizo más confiado, más accesible, menos áspero. En medio del camino de su vida, Dios le colocó entre un grupo de mujeres piadosas, para las cuales fue un sincero amigo, un consejero experimentado, un guía vigilante, aunque rudo y autoritario. Eran hijas de los Escipiones y los Camilos, y descendientes de los Césares a quienes el monje dálmata acostumbró a sacrificar sus tesoros, a estudiar la Biblia, a cantar salmos, a servir a los pobres y los enfermos, a practicar todas las obras de la caridad evangélica. Él las conducía con imperio casi despótico, las animaba a las virtudes más austeras, les explicaba los Libros Santos en un palacio del Aventino y componía para ellas largas epístolas, que son verdaderos tratados de la más pura y rígida moral.
Este ascendiente, ejercido por un sacerdote que ni siquiera era italiano, acabó por despertar envidias y suspicacias en el clero de la ciudad; y, por otra parte, Jerónimo las aumentaba con las punzantes ironías de su lenguaje. Sus pinturas satíricas irritaron los ánimos de sus enemigos, se le acusó en sus amistades, se interpretó como debilidad culpable lo que en él era efecto de su entusiasmo elocuente y religioso, y hasta los más moderados le llamaban indiscreto y exagerado en su espiritualidad. Uno de los acusadores tuvo que retractar sus infames calumnias, pero Jerónimo comprendió que su situación se hacía insostenible en Roma, sobre todo después de perder el apoyo del Papa San Dámaso. Con el corazón destrozado abandonó para siempre aquella ciudad, que para él será en adelante como una nueva Babilonia, vestida de púrpura y entregada al libertinaje. Su pulso temblaba, y de sus ojos saltaban chispas de indignación cuando, a punto de embarcarse, escribía estas palabras: «¿Yo criminal, yo hipócrita y solapado, yo mentiroso y engañador? Antes toda la ciudad me quería y me admiraba; la opinión general me juzgaba digno del soberano pontificado. Dámaso, de bienaventurada memoria, me tenía constantemente en sus labios: yo era humilde y diserto... Más he aquí que de repente todas las virtudes me han abandonado. Pero doy gracias a Dios—añadía—, porque me ha juzgado digno de que el mundo me odie.»
Otra vez en el Oriente: de Roma a Chipre, de Chipre a Palestina, de Palestina a Egipto. Un año de peregrinaciones científicas y piadosas a través de los lugares bíblicos y de las lauras de los anacoretas; nuevas lecciones de rabinos, y, como consecuencia de todo ello, una resolución firme de emprender la gran obra de su vida: la revisión textual de las Sagradas Escrituras. En 386, Jerónimo ha terminado sus viajes, se ha establecido en Belén y ha reunido los materiales de su obra. Su monasterio se alza junto a la santa gruta, y a un centenar de pasos está el de su santa amiga, la patricia Paula, que no ha podido prescindir de su dirección. Estos primeros años de Belén van a ser los más felices, los más pacíficos de su vida. Paula le provee de libros y le exime de preocupaciones materiales. El reza, ayuna, lee y dicta; dicta a veces más de mil líneas en un solo día. En el monasterio ha abierto una escuela de jóvenes, a quienes enseña la gramática y explica los clásicos, y ha organizado un escritorio, donde sus monjes copian y corrigen los libros antiguos y los que salen de su pluma. Desde su rincón vive atento a cuanto sucede en la cristiandad oriental y occidental. No aparece un hereje sin que sienta la fuerza de su brazo terrible. Sus libros son como una maza, que no dejan siquiera el recuerdo del adversario. Ya en Roma, aniquiló a Helvidio; el que negaba la perpetua virginidad de María, ahora sabe que Joviniano combate en Italia el instituto monástico, e inmediatamente lanza contra él los proyectiles formidables de sus diatribas y sus argumentos; más tarde se enfrentará con Vigilancio, el enemigo del culto de los santos, y luego vendrá la más apasionada, la más ruidosa, la menos lógica de sus polémicas, la polémica origenísta, que le pone frente al que antaño fue su autor favorito, el gran sabio de Alejandría, y frente al más tierno y dulce de los amigos de su juventud; el erudito y virtuoso Rufino de Aquilea. Casi octogenario, sigue abatiendo herejes y defendiendo a la Iglesia. Su ardor combativo no se debilita nunca. Cuando en 415 Pelagio aparece en Palestina, Jerónimo sale al campo con la misma furia que en los días de su juventud. «Hay que trabajar—escribía a San Agustín—para que la herejía sea arrojada de las iglesias. Simula el arrepentimiento para enseñar más fácilmente, pero no tardará en morir si logramos sacarla a la luz del día.» Y un año antes de su muerte, dirigiéndose al Papa Bonifacio, la pluma del viejo león trazaba estas líneas: «Que los herejes vean que eres hostil a su perfidia. Que te aborrezcan. Los católicos te amarán más aún. No sufras que guarden el nombre de obispos los que acarician a los herejes.»
Entre tanto, el sabio seguía su obra escriturística, una obra de crítica, de erudición, de compulsación paciente de manuscritos. Ya en Roma, Jerónimo había hecho una primera revisión de los Evangelios a base de antiguas versiones griegas y latinas, y el texto del Salterio romano se remonta también a esta época. Ahora le pareció que había sido excesivamente tímido, que se había dejado llevar demasiado de la preocupación de no inquietar a los enemigos de novedades; y empezó la revisión parcial del Antiguo Testamento, sirviéndose del aparato crítico que Orígenes había amontonado en sus Hexaplas. De esta corrección procede el Salterio galicano. Su espíritu, siempre inquieto, se dirigió después a las primeras fuentes, a los originales hebreos. Pensaba que era necesario poner al alcance de los apologistas y los controversistas la verdad hebraica y quitar así a los judíos una superioridad de que tanto se ufanaban. Cualquiera que no hubiera sido San Jerónimo, se habría acobardado ante semejante empresa; él la acometió con su fogosidad habitual, y en ella trabajó durante quince años (390-405). Fue un trabajo gigantesco, pero que los contemporáneos del autor apenas supieron comprender. Unos le recibieron con desconfianza; otros, con escándalo; otros, con irritación. Jerónimo fue considerado como un falsario, como un impostor, como un sacrílego. El mismo San Agustín se asustó. Parecíale muy bien la primera revisión que el solitario de Belén había hecho con ayuda de los textos griegos, pero la idea de una traducción directa del hebreo le repugnaba, y así se lo escribió a Jerónimo con su sinceridad habitual. Jerónimo se contentaba con decir melancólicamente: «Si mi trabajo disgusta, nadie está obligado a leerle. Dejo a todo el mundo en libertad completa para deleitarse en el vino viejo y despreciar el nuevo que yo les sirvo.» Sosteníale, sin embargo, la convicción profunda de que el tiempo estaba con él. Y no se engañaba; su versión se introdujo poco a poco en las iglesias. San Agustín mismo la utilizó, se hizo la más corriente, la más conocida, la Vulgata, y mereció que el Concilio de Trento la consagrase con su autoridad infalible.
Pero San Jerónimo no se contentó con traducir los textos sagrados. Hubiera sido dejar una obra incompleta, y esto no se compadecía con su temperamento apasionadamente científico, ni tampoco con su entusiasmo religioso, pues las dos cosas llegaron a fundirse dentro de él en una armonía perfecta. Si al principio los choques entre el erudito y el cristiano le atormentan, llega un momento en que la erudición se convierte para él en devoción y aun en ascetismo. «Ama la ciencia de las Escrituras—escribía a un amigo—, y no amarás los vicios de la carne.» Pero esto no quita nada a la grandeza de sus empresas científicas. Sin duda, hay en ella deficiencias y errores, pero nada le falta de lo que hace al verdadero sabio. Tiene, ante todo, el anhelo de llegar hasta el fin en el campo que se propone explorar. El trabajo engendra un nuevo trabajo. Quiere aprender la Biblia; pero se le presenta la interrogación inevitable: ¿Es que se encuentra la Biblia en las traducciones latinas que corrían entonces? Y empieza a corregirlas valiéndose de la versión griega de los Setenta. Pero esta versión, ¿qué autoridad tiene? Es preciso ir al original, es preciso aprender la lengua hebrea «con sus sonidos roncos y silbantes». Y viene la traducción directa. Esto no basta: quedan muchos pasajes oscuros, dudosos, difíciles para un espíritu occidental. Jerónimo los iluminará con voluminosos comentarios, donde se enumeran y discuten todas las soluciones. Así nace, se desarrolla y se multiplica su gigantesca biblioteca sagrada; versiones, revisiones, explicaciones, discusiones lingüísticas, estudios filológicos, etnológicos, geográficos e históricos. Su trabajo es siempre rigurosamente objetivo. No se propone estudiar la Escritura para encontrar en ella argumentos que ha de usar en las controversias dogmáticas, como habían hecho hasta él los Padres occidentales. En la Biblia no ve otra cosa que la Biblia; lo que le importa es fijar su texto, aclarar el sentido, buscar la interpretación. La estudia, no como teólogo y predicador, sino como crítico, pero siempre con un espíritu de respeto y adoración. Su anhelo de verdad pasa por encima de todas las diferencias de raza y de religión: no le importa ponerse bajo el magisterio de un hebreo, ni tiene inconveniente en consultar a los rabinos, ni cree mancharse leyendo los antiguos comentarios de los grandes doctores israelitas.
Advertiremos, sin embargo, una cosa, y es que hoy nos deleitan más los libros del moralista y del polemista que los del sabio. El sabio ha sido superado, en parte, por las investigaciones modernas; el polemista conserva siempre toda su fuerza, todo su interés y su juventud perenne. Sus diatribas contra Vigilancio, contra Joviniano, contra Rufino y contra Pelagio no serán modelos de discusión serena, pero nos encantan por el verbo inagotable y por la elegancia, por la brillante imaginación y por el vigor de la doctrina. El volumen de las cartas es una joya única; en la literatura cristiana no se encuentra nada semejante. Las cartas de San Agustín son más profundas, más doctrinales, pero no interesan ni cautivan tanto. La doctrina de San Jerónimo es práctica más que dogmática. Dirige a sus discípulos, llora la muerte de sus amigos, combate a sus enemigos, cuenta, discute, se expansiona y se entusiasma; unas veces fogoso y apasionado, otras satírico y mordaz, otras vibrante de sensibilidad y ternura, siempre elegante, lleno de elocuencia, inagotable en su ardiente, abundante e ingeniosa espontaneidad. Esas cartas son un vivo retrato, son él mismo, amable, admirable y magnífico, aun en medio de sus asperezas, de sus susceptibilidades y de sus terribles cóleras. A veces nos hace arrugar el entrecejo, como le pasaba a su amigo Marcelo, o nos sonreímos con aquella sonrisa que debía dibujarse en los labios de San Agustín cuando recibía sus cartas; pero, indulgentes con estos arrebatos del dálmata semibárbaro, nos sentimos conquistados por la violencia de aquel gran corazón, por la fuerza de aquel carácter de hierro, por la austeridad y sinceridad de aquella vida, por la ciclópea grandeza de aquella obra en que se revela el escritor de talento, el erudito sin par, el trabajador infatigable, el implacable defensor de la ortodoxia, «el doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras».
A los quince años, Jerónimo era un adolescente pálido, de pequeña estatura y de salud delicada. El espíritu se desarrollaba en él a costa del cuerpo, y poco a poco la curiosidad de saber empezaba a dominarle. Viéndole extraordinariamente dotado, su padre le envió a Roma, donde se conservaba todavía floreciente la tradición escolar. Allí enseñaban dos profesores famosos: Elio Donato, el conocido comentarista de Virgilio, y el africano Mario Victorino, cuya ruidosa conversión al cristianismo era entonces la comidilla de la sociedad romana. En estos dos maestros halló el joven escolar la doble enseñanza literaria que buscaba: en el uno, el gusto puro de la poesía profana; en el otro, las tradiciones de la elocuencia antigua, unidas al entusiasmo religioso. Largos análisis gramaticales, profundos estudios de los poetas, poco griego, mucho latín, tal fue el cuadro de la formación que recibió Jerónimo en aquellas aulas famosas. Leyó a Virgilio, le comentó y se le aprendió de memoria; analizó uno a uno los discursos de Cicerón, y empezó a reunir una biblioteca, donde figuraban como dioses mayores Plauto, Salustio, Tito Livio y Quintiliano. El dinero que le enviaban de Stridón lo empleaba en libros, y él mismo se pasaba largas horas copiando sus autores favoritos. Más tarde se acordará con deleite de estos años de trabajo ardiente y oscuro, en que puso todo el fuego de su naturaleza apasionada, así como de las declamaciones y alegatos ficticios pronunciados ante el auditorio malévolo y socarrón de sus camaradas. En su edad madura se despertaba todavía tembloroso, creyendo encontrarse en uno de estos ejercicios estudiantiles.
Para perfeccionar el gusto, asistía asiduamente a los discursos de los abogados famosos, se ejercitaba en la dialéctica y leía los filósofos. Sin embargo, la filosofía no debió ejercer sobre él una influencia muy profunda. Le interesaba como erudito más que como pensador. Leyó a Séneca, como había leído a Tito Livio o a Lucano. La especulación no fue nunca su fuerte, y entonces lo que le preocupaba, sobre todo, era la gloria literaria. Hay que reconocer que en este aspecto aquellos años fueron muy fecundos, pues al fin de ellos Jerónimo era ya un escritor en el mejor sentido de la palabra. Ninguno de sus contemporáneos escribirá con tanta corrección como él, ninguno se acercará más al estilo de los clásicos, ninguno se servirá de un latín más rico, más fuerte y más elegante. No siempre será el buen gusto su guía, pero había conseguido, como nadie, el dominio de la palabra. Él lo sabe, y hasta el fin de su vida permanecerá sensible a una crítica o a un elogio que se dirija a su literatura.
Por este tiempo, Jerónimo no pensaba todavía en ser santo. A la vez que los libros, amaba las alegrías de la juventud, las fiestas ruidosas, los amores fáciles y aquellas gratas compañías que más tarde le llenarán de inquietud. Sin embargo, las emociones religiosas de la infancia seguían vivas en su corazón, y con los recuerdos clásicos sabía juntar la admiración hacia los héroes del cristianismo. Gustábale visitar las tumbas de los mártires y rezar ante los nichos de las catacumbas. Esta era su ocupación favorita los domingos: en compañía de algunos amigos, a quienes había conocido en los bancos de la escuela, cruzaba aquellos corredores sombríos, contemplaba aquellas capillas y se esforzaba por descifrar los epitafios de aquellos sepulcros. La muerte de Juliano el Apóstata, por el aspecto de castigo que vieron en ella sus contemporáneos, le impresionó fuertemente, poniéndole en ese estado de ánimo que del hecho más insignificante, de cualquier palabra, por vulgar que sea, toma ocasión para cambiar el curso de la vida. A Jerónimo le conmovió esta frase de un pagano, que había puesto su confianza en el emperador apóstata: «¿Cómo dicen los cristianos que su Dios es paciente y misericordioso? Nada más terrible, nada más rápido que esta venganza.»
A los veinte años, el estudiante dálmata había llegado a la fe integral; y una vez que recibió el bautismo, consideró que debía cambiar completamente de vida. Sin embargo, no renunció a sus clásicos, ni renunciará nunca, ni pierde tampoco su curiosidad de saber. Saber, en su sentir, era ver, tanto como leer. No le bastan las bibliotecas, necesita recoger la emoción directa y auténtica de las cosas. Sin abandonar nunca sus libros, empieza a viajar de Roma a Tréveris, buscando tal vez algún empleo en la corte imperial. Allí descubre dos cosas que hasta entonces le habían tenido indiferente: la vida monástica y la literatura cristiana. Empieza a leer los autores eclesiásticos, que hasta entonces le habían repugnado por los defectos de su lenguaje, y empieza copiando las obras de San Hilario. De Tréveris, a Aquilea; donde se une a un cenáculo de ascetas que imitan a los solitarios egipcios y cuentan historias edificantes y discuten acerca de la Sagrada Escritura. Entre ellos estaba Rufino, amigo del alma desde el primer momento, enemigo cordial de la última hora. Aquilea le place más que Stridón, donde no hay más que lujo, barbarie y sensualismo. «Mi patria—dirá más tarde—tiene por Dios al vientre y es la morada de la rusticidad. Allí se vive al día, y el más santo es el más rico. La olla tiene una digna cobertera: el sacerdote Lupicino.» Cosas como éstas debió decirlas Jerónimo en un viaje que hizo a Stridón. El hecho es que sus paisanos le trataron como a un enemigo, y con burlas y palabras soeces le obligaron a dejar la ciudad, alejándose, como él mismo dice, de los silbidos de la víbora de Iberia.
Se embarca sin rumbo fijo, y la nave le lleva a las costas de Grecia; visita los monumentos de Atenas, pasa a Tracia, recorre todo el Asia Menor, se interna en el Ponto, atraviesa los caminos de Galacia y llega a Capadocia y a Cilicia. Viaja como turista y como asceta. Habla con los maestros famosos, se postra ante los santuarios de los mártires, admira las obras de la antigüedad, busca los consejos de los solitarios ilustres y visita los monasterios que se alzan junto al camino. Al empezar el otoño de 374 cae, finalmente, en Antioquía. Es la primera fecha cierta que conocemos de aquella existencia agitada. Sabemos sólo que entonces el infatigable viajero tenía alrededor de treinta años, y con ellos una amplia, profunda y selecta formación científica y espiritual. Es el momento en que empieza a descubrirse a sí mismo, cuando aparecen el monje y el escritor, hasta ahora sólo presentidos. Unos egipcios le cuentan la vida de Pablo de Tebas, el amigo de San Antonio el Grande y su precursor en la vida eremítica. Jerónimo se entusiasma, recoge el relato prodigioso, le poetiza, le dora con las luces de su imaginación y compone un libro delicioso, una especie de novela histórica, que arrancará lágrimas y renunciamientos durante muchos siglos. Había encontrado la vena y no tenía más que explotarla, y lo hará más tarde; y así formará su admirable trilogía hagiográfica de Pablo, Maleo e Hilarión, donde encontramos algunas de sus páginas más bellas. Al mismo tiempo se ensaya en un campo nuevo: el de la Sagrada Escritura. Su cerebro está lleno de interpretaciones alegóricas; lee a Orígenes; se olvida de su temperamento positivo y occidental con el estudio de los Padres orientales. Asiste con interés a las lecciones de Apolinar de Laodicea, el sofista cristiano que había consagrado a aclimatar en su nueva fe los esplendores de la elocuencia antigua y de la antigua poesía; se empapa de lengua griega y de espíritu griego, y, envuelto en este ambiente, publica su comentario místico de Abdías, que luego le inquietará tanto como sus extravíos de Roma.
Lo que le desagradaba en esta primera producción escriturística no era solamente la sutileza pueril de las interpretaciones o la falta de ciencia y serenidad, sino también el convencimiento de que aún no se había ejercitado bastante en la vida evangélica para tratar de las cosas de Dios. «Creía que mis conocimientos profanos me capacitaban para leer un libro cerrado.» Necesitaba la educación austera de la penitencia, y se sometió a ella con la fogosidad propia de su carácter. En el año 375 sale de Antioquía, y quince leguas al sudeste de la ciudad encuentra el desierto de Calcis, cuyos monjes rivalizaban en austeridades con los de la Tebaida. Jerónimo iba en busca de paz, pero llevaba la guerra consigo. Tal vez en aquellas circunstancias le hubiera sido más provechosa cierta gitación exterior. El hecho es que en aquella existencia agotadora de ayunos, vigilias y maceraciones, flotando entre la oración y la imaginación, experimentó más que nunca el tormento terrible de las tentaciones, que él mismo nos ha descrito con una elocuencia apasionada, pero tan casta, que el realismo del cuadro no llega a alterar su inocencia. «¡Cuántas veces, en aquella vasta soledad, que, calcinada por los fuegos del sol, no ofrece a los monjes más que una habitación desolada, creía yo encontrarme todavía en medio de las delicias romanas! Estaba solo, sentado y entregado a mis tristezas. Bajo aquel saco que deformaba mis miembros, era yo entonces un objeto de horror; mi exterior inculto daba a mi carne el aspecto de la raza etiópica. Y a todas horas, lágrimas y sollozos. Cuando, a pesar de mis esfuerzos, el sueño me dominaba, mis huesos mal unidos se rompían sobre la tierra desnuda. Pues bien: yo, por temor al infierno, me había condenado a una prisión semejante; yo, que no tenía por compañeros más que a los escorpiones y a las fieras, me veía con frecuencia entre las danzas de las jóvenes de Roma. El ayuno debilitaba mi cuerpo, pero en el cuerpo helado el corazón se abrasaba de deseos; mi carne era como un presagio de mi muerte, y, sin embargo, el incendio de las pasiones culpables estallaba en ella. En medio de aquel abandono, me arrojaba a los pies de Jesús, los regaba con mis lágrimas, los enjugaba con mis cabellos, y con semanas de ayuno trataba de domar la carne rebelde. No me avergüenzo de mi desgracia; lloro más bien por no ser lo que entonces era. Recuerdo que muchas veces yo continuaba exhalando gritos lastimeros cuando el día sucedía a la noche, y no cesaba de golpearme el pecho hasta que la palabra del Señor restablecía la calma. Mi celda misma me era odiosa, como cómplice de mis pensamientos. Eternamente irritado contra mí mismo, me internaba solo en el desierto. La profundidad de los valles, la aspereza de las montañas, las rocas abruptas, eran los lugares de mi oración y el calabozo de mi carne miserable. Pero el Señor me es testigo; después de haber llorado mucho y contemplado el Cielo, me sucedía a veces que me introducían entre los coros de los ángeles. Loco de alegría, cantaba entonces: «Corramos tras el olor de tus perfumes.»
El estudio era el gran sedante de aquellos combates interiores. Jerónimo formaba ya los planes de sus futuros trabajos bíblicos, y con ese fin se había entregado con paciencia ejemplar al estudio de la lengua hebrea, bajo la dirección de un monje judío que había llegado hasta aquella soledad. «Dejando—dice él mismo—las salidas ingeniosas de Quintiliano, los torrentes de la elocuencia de Cicerón; la dulzura de Plinio y la gravedad de Frontón, me di a estudiar una lengua de sonidos guturales. ¡Cuántas veces, desesperado, interrumpí aquel estudio para emprenderlo de nuevo aguijoneado por un afán incoercible de saber!» De Antioquía, de Italia y de las playas del Adriático le llegaban sin cesar libros, epístolas y saludos, que le obligaban a mantener una asidua correspondencia con sus antiguos amigos. De esta época es la carta famosa en que invita a Heliodoro a hacerle compañía en el desierto, testimonio magnífico de su celo ardiente, de su viva imaginación y de su retórica vibrante y apasionada: «¿Qué haces, soldado degenerado, en la casa paterna?—decía a su amigo—. ¿Dónde está la trinchera, el foso, la noche pasada bajo la tienda? Ya ha sonado el clarín en lo más alto de los Cielos.» Y en su furia religiosa, añade: «Si tu padre, para detenerte, se tiende en el umbral de la puerta, pasa por encima de tu padre.» El desierto, aquel desierto de sus luchas y de sus penitencias, le exalta hasta el lirismo: « ¡Oh soledad—exclama—, soledad embellecida por las flores de Cristo! ¡Oh soledad, que gozas más familiarmente de Dios! ¿Qué haces en el mundo, hermano mío, con un alma superior al mundo? Créeme, aquí veo más claro. ¿Hasta cuándo te detienes a la sombra de los techos, en la prisión ahumada de las ciudades?»
Sin embargo, poco a poco se iba convenciendo de que la soledad no estaba hecha para él. En vano aguardaba la paz con que soñó en otro tiempo. A las molestias de los demonios se juntaban las de los monjes, eternamente envueltos, a pesar de sus penitencias heroicas, en enconadas discusiones dogmáticas. De todos los partidos venían a pedir la aprobación del solitario, y ¡ay de él si se atrevía a negarla! Al fin, Jerónimo, que no pecaba por exceso de paciencia, estalló en una de aquellas sus terribles invectivas, que le obligaron a salir de Calcis. «Tengo vergüenza de decirlo—exclamaba—: desde el fondo de nuestras míseras chozas condenamos a todo el Universo; protegidos por el saco y la ceniza, nos declaramos contra los obispos. ¿Qué significa este regio orgullo bajo el hábito del penitente? Las cadenas, la mugre, los largos cabellos son las señales del remordimiento que gime, no los emblemas de la dominación.»
En 378 le vemos de nuevo en Antioquía. Allí le obligan a aceptar la dignidad sacerdotal, pero con la condición expresa de que no se le obligue a ejercer sus funciones. El estudio sigue siendo su pasión, pero una pasión dirigida por la voluntad; es, ante todo, el estudio de la Escritura y de los escrituristas, aunque no ha abandonado por completo sus aficiones literarias de otros tiempos. Sin poder abandonarlas, se le presentan ahora como un peligro nuevo, como una tentación del espíritu, no menos terrible que la de lo-sentidos. «Hombre miserable y débil—dice, aludiendo a estos años de su vida—, yo ayunaba antes de leer a Cicerón. Después de muchas noches pasadas en vela, después de muchas lágrimas, que me hacía derramar el recuerdo de mis pecados, corría en busca de los diálogos platónicos. Y luego, cuando, al volver en mí, me dirigía a los profetas, sus palabras me parecían groseras y descuidadas. Como estaba ciego, acusaba a la luz.» A esta ansiedad sucedió una fiebre violenta, que dejó al pobre monje postrado en el lecho. «Y entonces—añade—me creía transportado en espíritu ante el tribunal supremo. «¿Quién eres?», me preguntó una voz, y yo respondí: «Soy un cristiano.» «Mientes—me dijo el juez—, no eres un cristiano, eres un ciceroniano; donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» Y en el mismo instante se sintió cogido por unas manos terribles y golpeado y azotado y zarandeado. Este sueño, visión, alegoría o delirio—el mismo San Jerónimo le consideró al fin de su vida como una de las muchas cosas que cruzan por nuestra imaginación mientras dormimos—, es el eco de una lucha porfiada contra aquella poesía, contra aquella mitología que en el siglo IV se presentaba aún cargada de peligros y reminiscencias paganas.
A fines del año 378, el eremita fracasado reanuda su vida peregrinante. Atraído por la elocuencia de Gregorio de Nacianzo, llega a Constantinopla y se convierte en discípulo del patriarca. Eran dos caracteres hechos para entenderse: sensibles, impresionables, irascibles, accesibles a la ternura, prontos a la ironía y al sarcasmo, apasionados por la amistad y tan aficionados a la retórica y a la literatura, que una bella frase era para ellos el más sabroso de los deleites. Tal vez fue el Nacianceno quien inspiró a Jerónimo la idea de dar a conocer a los occidentales las obras de los Padres griegos. Fue en esta estancia constantinopolitana (378-381) cuando dio comienzo a sus tareas de traductor, comenzando con la crónica de Eusebio y las homilías de Orígenes. La traducción no es para él un oficio, sino un arte, el arte difícil de ser exacto sin dejar de ser correcto, de ser elegante sin sacrificar la fidelidad.
Cuando Gregorio, hastiado de las intrigas y ambiciones de los altos dignatarios eclesiásticos, se vuelve de nuevo a la soledad, Jerónimo reaparece en Roma, aureolado con el brillo de una virtud bien probada, precedido por la fama de sus trabajos literarios, respetado por la madurez de la edad y admirado por el prestigio del genio (382). Se le consulta como doctor de la fe, y sus decisiones son respetadas hasta en el palacio de Letrán. El Papa San Dámaso ve en el sacerdote extranjero un instrumento útil de su política eclesiástica, recurre a él en cuestiones de filosofía, de Historia y de Sagrada Escritura, y, aprovechando su conocimiento del griego, le hace su secretario para las cosas orientales. Una confianza familiar une a los dos grandes hombres; el asceta ayuda al Pontífice, y el Pontífice otorga al asceta su protección inteligente, le lanza a sus primeros trabajos de traducción bíblica y le alienta en las horas de la inacción. «Veo que duermes—le escribía una vez—. No escribes, te contentas con leer, y eso no es trabajar. Para despertarte, te envío aquí unas cuantas cuestiones que deseo me resuelvas cuanto antes.» Esta segunda estancia de Jerónimo en Roma (382-385) tuvo en el corazón de Jerónimo una influencia semejante a la que había tenido la primera en su inteligencia. Sin debilitar su carácter, le suavizó, le armonizó un poco, le hizo más confiado, más accesible, menos áspero. En medio del camino de su vida, Dios le colocó entre un grupo de mujeres piadosas, para las cuales fue un sincero amigo, un consejero experimentado, un guía vigilante, aunque rudo y autoritario. Eran hijas de los Escipiones y los Camilos, y descendientes de los Césares a quienes el monje dálmata acostumbró a sacrificar sus tesoros, a estudiar la Biblia, a cantar salmos, a servir a los pobres y los enfermos, a practicar todas las obras de la caridad evangélica. Él las conducía con imperio casi despótico, las animaba a las virtudes más austeras, les explicaba los Libros Santos en un palacio del Aventino y componía para ellas largas epístolas, que son verdaderos tratados de la más pura y rígida moral.
Este ascendiente, ejercido por un sacerdote que ni siquiera era italiano, acabó por despertar envidias y suspicacias en el clero de la ciudad; y, por otra parte, Jerónimo las aumentaba con las punzantes ironías de su lenguaje. Sus pinturas satíricas irritaron los ánimos de sus enemigos, se le acusó en sus amistades, se interpretó como debilidad culpable lo que en él era efecto de su entusiasmo elocuente y religioso, y hasta los más moderados le llamaban indiscreto y exagerado en su espiritualidad. Uno de los acusadores tuvo que retractar sus infames calumnias, pero Jerónimo comprendió que su situación se hacía insostenible en Roma, sobre todo después de perder el apoyo del Papa San Dámaso. Con el corazón destrozado abandonó para siempre aquella ciudad, que para él será en adelante como una nueva Babilonia, vestida de púrpura y entregada al libertinaje. Su pulso temblaba, y de sus ojos saltaban chispas de indignación cuando, a punto de embarcarse, escribía estas palabras: «¿Yo criminal, yo hipócrita y solapado, yo mentiroso y engañador? Antes toda la ciudad me quería y me admiraba; la opinión general me juzgaba digno del soberano pontificado. Dámaso, de bienaventurada memoria, me tenía constantemente en sus labios: yo era humilde y diserto... Más he aquí que de repente todas las virtudes me han abandonado. Pero doy gracias a Dios—añadía—, porque me ha juzgado digno de que el mundo me odie.»
Otra vez en el Oriente: de Roma a Chipre, de Chipre a Palestina, de Palestina a Egipto. Un año de peregrinaciones científicas y piadosas a través de los lugares bíblicos y de las lauras de los anacoretas; nuevas lecciones de rabinos, y, como consecuencia de todo ello, una resolución firme de emprender la gran obra de su vida: la revisión textual de las Sagradas Escrituras. En 386, Jerónimo ha terminado sus viajes, se ha establecido en Belén y ha reunido los materiales de su obra. Su monasterio se alza junto a la santa gruta, y a un centenar de pasos está el de su santa amiga, la patricia Paula, que no ha podido prescindir de su dirección. Estos primeros años de Belén van a ser los más felices, los más pacíficos de su vida. Paula le provee de libros y le exime de preocupaciones materiales. El reza, ayuna, lee y dicta; dicta a veces más de mil líneas en un solo día. En el monasterio ha abierto una escuela de jóvenes, a quienes enseña la gramática y explica los clásicos, y ha organizado un escritorio, donde sus monjes copian y corrigen los libros antiguos y los que salen de su pluma. Desde su rincón vive atento a cuanto sucede en la cristiandad oriental y occidental. No aparece un hereje sin que sienta la fuerza de su brazo terrible. Sus libros son como una maza, que no dejan siquiera el recuerdo del adversario. Ya en Roma, aniquiló a Helvidio; el que negaba la perpetua virginidad de María, ahora sabe que Joviniano combate en Italia el instituto monástico, e inmediatamente lanza contra él los proyectiles formidables de sus diatribas y sus argumentos; más tarde se enfrentará con Vigilancio, el enemigo del culto de los santos, y luego vendrá la más apasionada, la más ruidosa, la menos lógica de sus polémicas, la polémica origenísta, que le pone frente al que antaño fue su autor favorito, el gran sabio de Alejandría, y frente al más tierno y dulce de los amigos de su juventud; el erudito y virtuoso Rufino de Aquilea. Casi octogenario, sigue abatiendo herejes y defendiendo a la Iglesia. Su ardor combativo no se debilita nunca. Cuando en 415 Pelagio aparece en Palestina, Jerónimo sale al campo con la misma furia que en los días de su juventud. «Hay que trabajar—escribía a San Agustín—para que la herejía sea arrojada de las iglesias. Simula el arrepentimiento para enseñar más fácilmente, pero no tardará en morir si logramos sacarla a la luz del día.» Y un año antes de su muerte, dirigiéndose al Papa Bonifacio, la pluma del viejo león trazaba estas líneas: «Que los herejes vean que eres hostil a su perfidia. Que te aborrezcan. Los católicos te amarán más aún. No sufras que guarden el nombre de obispos los que acarician a los herejes.»
Entre tanto, el sabio seguía su obra escriturística, una obra de crítica, de erudición, de compulsación paciente de manuscritos. Ya en Roma, Jerónimo había hecho una primera revisión de los Evangelios a base de antiguas versiones griegas y latinas, y el texto del Salterio romano se remonta también a esta época. Ahora le pareció que había sido excesivamente tímido, que se había dejado llevar demasiado de la preocupación de no inquietar a los enemigos de novedades; y empezó la revisión parcial del Antiguo Testamento, sirviéndose del aparato crítico que Orígenes había amontonado en sus Hexaplas. De esta corrección procede el Salterio galicano. Su espíritu, siempre inquieto, se dirigió después a las primeras fuentes, a los originales hebreos. Pensaba que era necesario poner al alcance de los apologistas y los controversistas la verdad hebraica y quitar así a los judíos una superioridad de que tanto se ufanaban. Cualquiera que no hubiera sido San Jerónimo, se habría acobardado ante semejante empresa; él la acometió con su fogosidad habitual, y en ella trabajó durante quince años (390-405). Fue un trabajo gigantesco, pero que los contemporáneos del autor apenas supieron comprender. Unos le recibieron con desconfianza; otros, con escándalo; otros, con irritación. Jerónimo fue considerado como un falsario, como un impostor, como un sacrílego. El mismo San Agustín se asustó. Parecíale muy bien la primera revisión que el solitario de Belén había hecho con ayuda de los textos griegos, pero la idea de una traducción directa del hebreo le repugnaba, y así se lo escribió a Jerónimo con su sinceridad habitual. Jerónimo se contentaba con decir melancólicamente: «Si mi trabajo disgusta, nadie está obligado a leerle. Dejo a todo el mundo en libertad completa para deleitarse en el vino viejo y despreciar el nuevo que yo les sirvo.» Sosteníale, sin embargo, la convicción profunda de que el tiempo estaba con él. Y no se engañaba; su versión se introdujo poco a poco en las iglesias. San Agustín mismo la utilizó, se hizo la más corriente, la más conocida, la Vulgata, y mereció que el Concilio de Trento la consagrase con su autoridad infalible.
Pero San Jerónimo no se contentó con traducir los textos sagrados. Hubiera sido dejar una obra incompleta, y esto no se compadecía con su temperamento apasionadamente científico, ni tampoco con su entusiasmo religioso, pues las dos cosas llegaron a fundirse dentro de él en una armonía perfecta. Si al principio los choques entre el erudito y el cristiano le atormentan, llega un momento en que la erudición se convierte para él en devoción y aun en ascetismo. «Ama la ciencia de las Escrituras—escribía a un amigo—, y no amarás los vicios de la carne.» Pero esto no quita nada a la grandeza de sus empresas científicas. Sin duda, hay en ella deficiencias y errores, pero nada le falta de lo que hace al verdadero sabio. Tiene, ante todo, el anhelo de llegar hasta el fin en el campo que se propone explorar. El trabajo engendra un nuevo trabajo. Quiere aprender la Biblia; pero se le presenta la interrogación inevitable: ¿Es que se encuentra la Biblia en las traducciones latinas que corrían entonces? Y empieza a corregirlas valiéndose de la versión griega de los Setenta. Pero esta versión, ¿qué autoridad tiene? Es preciso ir al original, es preciso aprender la lengua hebrea «con sus sonidos roncos y silbantes». Y viene la traducción directa. Esto no basta: quedan muchos pasajes oscuros, dudosos, difíciles para un espíritu occidental. Jerónimo los iluminará con voluminosos comentarios, donde se enumeran y discuten todas las soluciones. Así nace, se desarrolla y se multiplica su gigantesca biblioteca sagrada; versiones, revisiones, explicaciones, discusiones lingüísticas, estudios filológicos, etnológicos, geográficos e históricos. Su trabajo es siempre rigurosamente objetivo. No se propone estudiar la Escritura para encontrar en ella argumentos que ha de usar en las controversias dogmáticas, como habían hecho hasta él los Padres occidentales. En la Biblia no ve otra cosa que la Biblia; lo que le importa es fijar su texto, aclarar el sentido, buscar la interpretación. La estudia, no como teólogo y predicador, sino como crítico, pero siempre con un espíritu de respeto y adoración. Su anhelo de verdad pasa por encima de todas las diferencias de raza y de religión: no le importa ponerse bajo el magisterio de un hebreo, ni tiene inconveniente en consultar a los rabinos, ni cree mancharse leyendo los antiguos comentarios de los grandes doctores israelitas.
Advertiremos, sin embargo, una cosa, y es que hoy nos deleitan más los libros del moralista y del polemista que los del sabio. El sabio ha sido superado, en parte, por las investigaciones modernas; el polemista conserva siempre toda su fuerza, todo su interés y su juventud perenne. Sus diatribas contra Vigilancio, contra Joviniano, contra Rufino y contra Pelagio no serán modelos de discusión serena, pero nos encantan por el verbo inagotable y por la elegancia, por la brillante imaginación y por el vigor de la doctrina. El volumen de las cartas es una joya única; en la literatura cristiana no se encuentra nada semejante. Las cartas de San Agustín son más profundas, más doctrinales, pero no interesan ni cautivan tanto. La doctrina de San Jerónimo es práctica más que dogmática. Dirige a sus discípulos, llora la muerte de sus amigos, combate a sus enemigos, cuenta, discute, se expansiona y se entusiasma; unas veces fogoso y apasionado, otras satírico y mordaz, otras vibrante de sensibilidad y ternura, siempre elegante, lleno de elocuencia, inagotable en su ardiente, abundante e ingeniosa espontaneidad. Esas cartas son un vivo retrato, son él mismo, amable, admirable y magnífico, aun en medio de sus asperezas, de sus susceptibilidades y de sus terribles cóleras. A veces nos hace arrugar el entrecejo, como le pasaba a su amigo Marcelo, o nos sonreímos con aquella sonrisa que debía dibujarse en los labios de San Agustín cuando recibía sus cartas; pero, indulgentes con estos arrebatos del dálmata semibárbaro, nos sentimos conquistados por la violencia de aquel gran corazón, por la fuerza de aquel carácter de hierro, por la austeridad y sinceridad de aquella vida, por la ciclópea grandeza de aquella obra en que se revela el escritor de talento, el erudito sin par, el trabajador infatigable, el implacable defensor de la ortodoxia, «el doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras».
sábado, 29 de septiembre de 2012
lecturas
Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros.
Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él.
Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
En aquel tiempo, vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: -«Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño. »
Natanael le contesta: -« ¿De qué me conoces?»
Jesús le responde: -«Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.»
Natanael respondió: -«Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.»
Jesús le contestó: -« ¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores.»
Y le añadió: -«Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.»
Palabra del Señor.
SANTOS ARCÁNGELES MIGUEL, GABRIEL Y RAFAEL
Lucifer era hermoso; resplandecía entre los ángeles como el lucero de la mañana entre las estrellas; contemplábase y sonreía, y en los palacios del Cielo no le parecía que hubiese belleza semejante a la suya. Y en el vértigo de su endiosamiento levantó el estandarte de la rebelión contra el Rey universal, creador de todas las cosas. El Cielo se estremece con la primera lucha que ha habido en el mundo; escuadrones de ángeles se agrupan en torno del rebelde, deslumbrados por su hermosura maravillosa; parecía como si el Cielo fuese a quedar desierto, cuando bajo las bóvedas inmortales resonó una voz potente que decía: «Mi-ka-El.» Y a este grito: «¿Quién como Dios?», Satán y sus cohortes fueron arrojados al abismo y sumidos para siempre en las tinieblas infernales. De ángeles se convirtieron en demonios, de espíritus puros, brillantes, luminosos, en genios maléficos horribles, esclavos de la ira y de la iniquidad. La lucha prosigue en la tierra a través de los siglos. Vencido en el Cielo, Luzbel aspira a vengar su derrota en la tierra, oscureciendo la inteligencia de los hombres, poniendo estorbos en sus caminos y esforzándose por llevarles a participar de sus eternas desgracias. Pero el grito victorioso resuena siempre junto a él, y Miguel aparece blandiendo su espada flamígera, lanzando al combate las milicias angélicas e infundiendo la confianza en el pueblo de los servidores de Dios.
Así nos habla la tradición, así nos lo enseña la Iglesia, así lo creen piadosamente los cristianos. Sin embargo, el nombre del arcángel guerrero aparece tarde en las Sagradas Escrituras. El primero que nos le revela es el profeta Daniel, contándonos una lucha amistosa y misteriosa que se desarrolla entre algunos de los espíritus celestes. El profeta se encuentra delante de un personaje que le anuncia el fin del cautiverio de Israel, y añade: «El jefe del reino de los persas me ha resistido durante veintiún días, y Miguel, uno de los príncipes más altos, ha venido en mi ayuda.» Unas líneas más abajo dice el mismo personaje: «Vuelvo ahora a combatir al jefe del reino de los persas, y he aquí que, en cuanto yo me aleje, se presentará el príncipe de Javán; y entre todos los príncipes, no hay más que uno de mi parte: es Miguel, vuestro jefe.» Esta visión nos muestra a los ángeles cumpliendo su misión de protectores de las naciones. No conociendo la voluntad de Dios, cada uno defiende los intereses de su pueblo. Se trata de la vuelta de los israelitas a su tierra. El ángel de Persia se opone. Es un combate de ideas. Tal vez los israelitas no han terminado de purgar sus pecados; tal vez su permanencia entre los vencedores pueda ser ventajosa para unos y para otros; tal vez la gente de Javán, es decir, los artistas, los filósofos y los pensadores griegos, estén interesados en relacionarse con los judíos de la cautividad. Miguel, jefe de los israelitas, «vuestro jefe», deshace todos los argumentos de sus adversarios y defiende la tesis de la liberación. La lucha continúa por espacio de veintiún días, hasta que, al conocer la voluntad de Dios, todos se inclinan ante ella.
Esto, en el Antiguo Testamento. En el Nuevo, Miguel se constituye en defensor de otro pueblo escogido, del pueblo de los cristianos, que ha heredado todos los privilegios de la sinagoga. Es el ángel custodio de la Iglesia. San Juan nos describe una lucha formidable, distinta de aquella otra lucha que forma la primera gesta del arcángel, allá en la aurora de los mundos: «Hubo un combate en el Cielo; Miguel y sus ángeles combatían contra el dragón, y el dragón combatía al frente de los suyos, pero no pudieron vencer, ni hubo para ellos lugar en el Cielo.» No es aquel primer combate que precede a la aparición de los soles; Lucifer es ya Satán, es el dragón que sube del abismo; está lejos aquel día en que con su cola arrastró la tercera parte de las estrellas. Además, sobre los combatientes flota la figura de una mujer que da a luz y que es el símbolo de la Iglesia. Miguel es el defensor de los hijos de Dios contra las emboscadas del infierno, el que, siglo tras siglo, destruye las conjuraciones satánicas que amenazan la existencia de la Esposa de Jesucristo, el que distribuye los celestes mensajeros por el mundo y los hace llegar dondequiera que se libra un combate, o se necesita un esfuerzo, o peligra una idea, o está interesada la salud de un alma. Es el ángel de la Iglesia, como antes lo fue de la sinagoga.
La Iglesia le ha reconocido oficialmente este título, llamándole «príncipe gloriosísimo, jefe de las milicias angélicas, prepósito del paraíso y arcángel poderoso, que se lanza al socorro del pueblo de Dios y le defiende en la lucha para que no perezca en el día del juicio». Entre los hebreos y entre los cristianos es el ángel de la lucha y la victoria, el guerrero magnífico que viste la cota deslumbrante y cubre con el casco su cabeza y empuña la espada con gesto de vencedor. El mundo cristiano ha visto siempre con simpatía esa bella figura del alado mancebo que hunde la lanza en las fauces del dragón infernal. Ella es como el recuerdo de su seguridad y el símbolo de la victoria del alma sobre el instinto; ella fue en otros días espléndida personificación de los ideales belicosos y caballerescos de la Edad Media, que fue la que creó este motivo artístico, nacido, como el culto de San Miguel, entre las rocas impresionantes de un monte italiano, el Gárgano, donde las gentes del siglo VI vieron al arcángel con la armadura de un general bizantino, y transmitido desde allí por las peregrinaciones a todos los talleres de miniaturistas, por los miniaturistas a los escultores de las catedrales, y por los escultores de las catedrales a los entalladores de los retablos renacentistas.
Tal es la representación clásica de San Miguel, príncipe de los batallones celestes; pero hoy vamos dejando casi olvidado otro aspecto, que tiene en el arte un abolengo más lejano y en la piedad un sentido más profundo. San Miguel no es sólo en la tradición cristiana el debelador invencible de los poderes del mal, sino también el defensor compasivo y caballeresco de las almas. La epístola de San Judas nos le presenta disputando al ángel malo el cuerpo de Moisés en el monte Nebó, y en la vieja leyenda de la Asunción de María le vemos recogiendo el alma virginal de la Madre de Dios en el momento en que abandona este mundo: «¡Oh arcángel Miguel!—canta la Iglesia en una antífona—, a ti te ha dado Dios el principado de aquellos que tienen la misión de recoger las almas de los fieles.» Y en el Ofertorio de la misa de difuntos, que nos refleja el sentir de los primeros cristianos, leemos estas hermosas palabras: «Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del lago profundo; líbralas de la boca del león, a fin de que el tártaro no las devore, sino que el portaestandarte del Cielo, San Miguel, las introduzca en la mansión santa de la luz.» Fórmulas semejantes se encuentran en la liturgia antigua de España, expresión de las creencias de nuestros padres en la época visigótica. San Miguel «es el abogado que defiende las almas de los pueblos», el brillante portador de las oraciones, el fuerte que guarda nuestra entrada y nuestra salida, el que juzga a los ángeles malos y deshace sus planes perversos.» «Envíanos, Dios clemente—reza la antigua Iglesia española—a Miguel, príncipe de tus huestes, para que nos saque de la mano de nuestros enemigos y nos presente ilesos a Ti, nuestro Dios y Señor.»
Pero la piedad de los españoles del siglo VII tenía una expresión con que resumía todas las facetas de este amable ministerio de San Miguel. Era el summus nuntius, el heraldo supremo, el embajador del paraíso. Su puesto en la teología cristiana recordaba al de Hermes en la mitología pagana. El mensajero de Yahvé suplantó al mensajero de Júpiter, recogiendo sus atribuciones, heredando su culto y arrojándole de sus santuarios. Muchas veces, sobre las ruinas de los templos de Mercurio, dios alado, surgieron las basílicas del alado vencedor de Luzbel. Y como los altares de Mercurio, los de San Miguel se levantaron en los montes. De esta manera, considerado ya como el celestial mensajero, San Miguel se convirtió en el psicagogo del cristianismo, en el conductor de los muertos, en el introductor de las almas a la presencia de Dios. Se le consagraban las capillas de los cementerios, se grababa su imagen en los sepulcros, y las cofradías de enterradores se ponían bajo su poderoso patrocinio. Este nuevo título daba al arcángel el derecho de intervenir en el juicio de los muertos, y el espíritu cristiano no tardó en expresar esta bella idea teológica con un tema artístico lleno de gracia e ingenuidad, que parecía una reviviscencia de viejas leyendas egipcias. Los artistas faraónicos habían representado sobre los muros de las necrópolis el momento de emoción en que, al pisar los umbrales de la eternidad, las almas eran pesadas ante un tribunal de los dioses. Esta imagen impresionante tiene un eco bíblico en aquella palabra que una mano desconocida escribió en la pared del palacio de Baltasar: Tecel. Has sido pesado, y vióse que no tenías el peso suficiente. Y, siguiendo la metáfora, decía San Juan Crisóstomo: «En aquel día nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones serán suspendidas de dos platillos, y, al inclinarse de un lado la balanza, determinará la sentencia irrevocable.» La idea quedó realizada en el arte desde el siglo VIII. Los Beatos españoles nos la representan con su característico realismo. Un ángel sostiene la balanza; es San Miguel; nos lo dice el letrero. Luzbel asiste a la escena, cumpliendo su oficio de acusador. Como sus alegatos resultan inútiles, intenta mover disimuladamente los platillos, pero el ángel le detiene con su lanza; y en pie, recogiendo elegantemente su manto, prosigue su delicada tarea. De esta suerte, con el tipo del guerrero se junta el ideal de la justicia, y San Miguel queda convertido en espejo del caballero andante, que si ha de ser galán, valiente, generoso e invencible en el combate, debe apreciar más aún su título de emperador de los débiles, desfacedor de entuertos, defensor de la justicia y escudo de la inocencia.
Así nos habla la tradición, así nos lo enseña la Iglesia, así lo creen piadosamente los cristianos. Sin embargo, el nombre del arcángel guerrero aparece tarde en las Sagradas Escrituras. El primero que nos le revela es el profeta Daniel, contándonos una lucha amistosa y misteriosa que se desarrolla entre algunos de los espíritus celestes. El profeta se encuentra delante de un personaje que le anuncia el fin del cautiverio de Israel, y añade: «El jefe del reino de los persas me ha resistido durante veintiún días, y Miguel, uno de los príncipes más altos, ha venido en mi ayuda.» Unas líneas más abajo dice el mismo personaje: «Vuelvo ahora a combatir al jefe del reino de los persas, y he aquí que, en cuanto yo me aleje, se presentará el príncipe de Javán; y entre todos los príncipes, no hay más que uno de mi parte: es Miguel, vuestro jefe.» Esta visión nos muestra a los ángeles cumpliendo su misión de protectores de las naciones. No conociendo la voluntad de Dios, cada uno defiende los intereses de su pueblo. Se trata de la vuelta de los israelitas a su tierra. El ángel de Persia se opone. Es un combate de ideas. Tal vez los israelitas no han terminado de purgar sus pecados; tal vez su permanencia entre los vencedores pueda ser ventajosa para unos y para otros; tal vez la gente de Javán, es decir, los artistas, los filósofos y los pensadores griegos, estén interesados en relacionarse con los judíos de la cautividad. Miguel, jefe de los israelitas, «vuestro jefe», deshace todos los argumentos de sus adversarios y defiende la tesis de la liberación. La lucha continúa por espacio de veintiún días, hasta que, al conocer la voluntad de Dios, todos se inclinan ante ella.
Esto, en el Antiguo Testamento. En el Nuevo, Miguel se constituye en defensor de otro pueblo escogido, del pueblo de los cristianos, que ha heredado todos los privilegios de la sinagoga. Es el ángel custodio de la Iglesia. San Juan nos describe una lucha formidable, distinta de aquella otra lucha que forma la primera gesta del arcángel, allá en la aurora de los mundos: «Hubo un combate en el Cielo; Miguel y sus ángeles combatían contra el dragón, y el dragón combatía al frente de los suyos, pero no pudieron vencer, ni hubo para ellos lugar en el Cielo.» No es aquel primer combate que precede a la aparición de los soles; Lucifer es ya Satán, es el dragón que sube del abismo; está lejos aquel día en que con su cola arrastró la tercera parte de las estrellas. Además, sobre los combatientes flota la figura de una mujer que da a luz y que es el símbolo de la Iglesia. Miguel es el defensor de los hijos de Dios contra las emboscadas del infierno, el que, siglo tras siglo, destruye las conjuraciones satánicas que amenazan la existencia de la Esposa de Jesucristo, el que distribuye los celestes mensajeros por el mundo y los hace llegar dondequiera que se libra un combate, o se necesita un esfuerzo, o peligra una idea, o está interesada la salud de un alma. Es el ángel de la Iglesia, como antes lo fue de la sinagoga.
La Iglesia le ha reconocido oficialmente este título, llamándole «príncipe gloriosísimo, jefe de las milicias angélicas, prepósito del paraíso y arcángel poderoso, que se lanza al socorro del pueblo de Dios y le defiende en la lucha para que no perezca en el día del juicio». Entre los hebreos y entre los cristianos es el ángel de la lucha y la victoria, el guerrero magnífico que viste la cota deslumbrante y cubre con el casco su cabeza y empuña la espada con gesto de vencedor. El mundo cristiano ha visto siempre con simpatía esa bella figura del alado mancebo que hunde la lanza en las fauces del dragón infernal. Ella es como el recuerdo de su seguridad y el símbolo de la victoria del alma sobre el instinto; ella fue en otros días espléndida personificación de los ideales belicosos y caballerescos de la Edad Media, que fue la que creó este motivo artístico, nacido, como el culto de San Miguel, entre las rocas impresionantes de un monte italiano, el Gárgano, donde las gentes del siglo VI vieron al arcángel con la armadura de un general bizantino, y transmitido desde allí por las peregrinaciones a todos los talleres de miniaturistas, por los miniaturistas a los escultores de las catedrales, y por los escultores de las catedrales a los entalladores de los retablos renacentistas.
Tal es la representación clásica de San Miguel, príncipe de los batallones celestes; pero hoy vamos dejando casi olvidado otro aspecto, que tiene en el arte un abolengo más lejano y en la piedad un sentido más profundo. San Miguel no es sólo en la tradición cristiana el debelador invencible de los poderes del mal, sino también el defensor compasivo y caballeresco de las almas. La epístola de San Judas nos le presenta disputando al ángel malo el cuerpo de Moisés en el monte Nebó, y en la vieja leyenda de la Asunción de María le vemos recogiendo el alma virginal de la Madre de Dios en el momento en que abandona este mundo: «¡Oh arcángel Miguel!—canta la Iglesia en una antífona—, a ti te ha dado Dios el principado de aquellos que tienen la misión de recoger las almas de los fieles.» Y en el Ofertorio de la misa de difuntos, que nos refleja el sentir de los primeros cristianos, leemos estas hermosas palabras: «Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del lago profundo; líbralas de la boca del león, a fin de que el tártaro no las devore, sino que el portaestandarte del Cielo, San Miguel, las introduzca en la mansión santa de la luz.» Fórmulas semejantes se encuentran en la liturgia antigua de España, expresión de las creencias de nuestros padres en la época visigótica. San Miguel «es el abogado que defiende las almas de los pueblos», el brillante portador de las oraciones, el fuerte que guarda nuestra entrada y nuestra salida, el que juzga a los ángeles malos y deshace sus planes perversos.» «Envíanos, Dios clemente—reza la antigua Iglesia española—a Miguel, príncipe de tus huestes, para que nos saque de la mano de nuestros enemigos y nos presente ilesos a Ti, nuestro Dios y Señor.»
Pero la piedad de los españoles del siglo VII tenía una expresión con que resumía todas las facetas de este amable ministerio de San Miguel. Era el summus nuntius, el heraldo supremo, el embajador del paraíso. Su puesto en la teología cristiana recordaba al de Hermes en la mitología pagana. El mensajero de Yahvé suplantó al mensajero de Júpiter, recogiendo sus atribuciones, heredando su culto y arrojándole de sus santuarios. Muchas veces, sobre las ruinas de los templos de Mercurio, dios alado, surgieron las basílicas del alado vencedor de Luzbel. Y como los altares de Mercurio, los de San Miguel se levantaron en los montes. De esta manera, considerado ya como el celestial mensajero, San Miguel se convirtió en el psicagogo del cristianismo, en el conductor de los muertos, en el introductor de las almas a la presencia de Dios. Se le consagraban las capillas de los cementerios, se grababa su imagen en los sepulcros, y las cofradías de enterradores se ponían bajo su poderoso patrocinio. Este nuevo título daba al arcángel el derecho de intervenir en el juicio de los muertos, y el espíritu cristiano no tardó en expresar esta bella idea teológica con un tema artístico lleno de gracia e ingenuidad, que parecía una reviviscencia de viejas leyendas egipcias. Los artistas faraónicos habían representado sobre los muros de las necrópolis el momento de emoción en que, al pisar los umbrales de la eternidad, las almas eran pesadas ante un tribunal de los dioses. Esta imagen impresionante tiene un eco bíblico en aquella palabra que una mano desconocida escribió en la pared del palacio de Baltasar: Tecel. Has sido pesado, y vióse que no tenías el peso suficiente. Y, siguiendo la metáfora, decía San Juan Crisóstomo: «En aquel día nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones serán suspendidas de dos platillos, y, al inclinarse de un lado la balanza, determinará la sentencia irrevocable.» La idea quedó realizada en el arte desde el siglo VIII. Los Beatos españoles nos la representan con su característico realismo. Un ángel sostiene la balanza; es San Miguel; nos lo dice el letrero. Luzbel asiste a la escena, cumpliendo su oficio de acusador. Como sus alegatos resultan inútiles, intenta mover disimuladamente los platillos, pero el ángel le detiene con su lanza; y en pie, recogiendo elegantemente su manto, prosigue su delicada tarea. De esta suerte, con el tipo del guerrero se junta el ideal de la justicia, y San Miguel queda convertido en espejo del caballero andante, que si ha de ser galán, valiente, generoso e invencible en el combate, debe apreciar más aún su título de emperador de los débiles, desfacedor de entuertos, defensor de la justicia y escudo de la inocencia.
viernes, 28 de septiembre de 2012
Lecturas
Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz. ¿Qué saca el obrero de sus fatigas?
Observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres para afligirlos: todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin.
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: -«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos contestaron:-«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.»
Él les preguntó: -«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro tomó la palabra y dijo: -«El Mesías de Dios.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: -«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día. »
Palabra del Señor.
SAN WENCESLAO
Dos mujeres, dos partidos, dos religiones, y entre ellos, rodeado de odios, ambiciones y de envidias, el niño llamado a gobernar el pueblo de Bohemia. Unos le adulan, otros le acarician, otros le envenenan, y él, heredero de un trono a los ocho años, llora al verse juguete de tantos vientos contrarios. Ama la dirección de su abuela Ludmila, una santa mujer que conoció en su infancia a Metodio, el apóstol de los eslavos, que recibió tal vez de sus manos el bautismo y que sigue apasionadamente adherida a los principios de la religión cristiana. Pero enfrente de ella está la madre del príncipe, Dragomira, con su apego obstinado a los dioses del país, con su odio a la religión extranjera, su ambición y su apetito de venganza. En este ambiente creció el pobre niño. La anciana le rodea de clérigos y monjes, le hace aprender las letras latinas y eslavas y la enseña a ser casto y compasivo, a rezar y a oír misa. Al mismo tiempo, Dragomira le inculca el amor a las tradiciones patrias, le hace asistir a los sacrificios con que honra a Perún, el dios del rayo; le habla del poder de Tcernobotch, el dios negro, autor del bien y del mal, y le cuenta las historias de Estribog, rey de los vientos, y de Valoss, el que preside a los rebaños y habita entre los bosques. Al niño, las imágenes de estos genios feroces le horrorizan; sufre cuando ve los templos paganos guarnecidos de cascos y corazas y ornamentos de cuernos, y busca la primera ocasión para huir de los besos de su madre y esconderse en el regazo de la santa vieja, que le habla de la bondad de Jesús, o entre el corro de sus maestros, que le leen el Evangelio o le hacen aprender de memoria los salmos de David.
Al principio es Ludmila la que dirige el palacio y gobierna en nombre de su nieto. Su prudencia y su discreción se imponen; su bondad le gana el respeto de sus mismos enemigos. Poco a poco, sin embargo, la intriga empieza a tejer su red en torno a ella, se entorpece su acción, se conjura contra su vida, la corte se llena de gritos furibundos y miradas llenas de veneno, y ella, que no era ambiciosa, que sólo quería hacer bien a su patria, acaba por retirarse a uno de sus castillos, con la única condición de que la dejen morir en paz. Es el triunfo de Dragomira, la hora de la juventud, la reacción del paganismo. El rayo de Perún ha derribado la cruz de Cristo. El niño llora, preso de su madre y de sus guerreros. No tiene libertad ni para ir a misa, ni para rezar, ni para guardar siquiera un crucifijo. En su presencia se blasfema de Cristo y él tiene que callarse, o, si habla, le llaman rebelde, inútil, díscolo y traidor a su patria. Aunque lejos de la corte, Santa Ludmila le sostiene con sus consejos, pero los emisarios llegan con dificultad hasta él, y un día la anciana aparece muerta, ahogada en su lecho. Entonces comprendió hasta dónde podían llegar sus carceleros. Seguramente no les importaría suprimirle también a él para reemplazarle por su hermano Boleslao, más dócil a los consejos de Dragomira, más amante de los dioses del país, más adicto a la política imperante. Dióse cuenta de que le convenía tener paciencia y disimular. Sin embargo, en el interior de su cámara pasaba largas horas pidiendo a Dios que se compadeciese de su pueblo. Amigo del saber, escondía los códices entre su lecho o debajo de su túnica, y aprovechaba las tinieblas de la noche para ir en busca de sus maestros y tratar con ellos las dificultades que encontraba en sus lecturas. Descubiertos estos paseos nocturnos, empezaron a vigilarle con más rigor, llegando a irritarle de tal manera, que un día, delante de su madre y de todos los cortesanos, el animoso muchacho se plantó: «¡Malvados, perjuros! —dijo a sus carceleros—, ¿por qué me impedís aprender la ley de mi Señor Jesucristo y practicar sus mandamientos? Si vosotros no queréis entrar en el Cielo, ¿por qué cerráis la puerta a los demás? Pero se han acabado vuestras violencias; desde hoy sacudo vuestro yugo y le desprecio. Nadie podrá impedirme servir a mi gusto al Dios omnipotente.» Habló con tal decisión, que todos comprendieron que en adelante el duque, el vaivoda, sería él. La corte se alborotó, hubo una revolución palaciega, se derramó sangre, «pero el partido de los justos, aunque era más pequeño—recogemos las palabras del biógrafo—, prevaleció contra la turba, siempre más numerosa, de los malignantes». La madre del príncipe abandonó el palacio, pero, junto, en él dejaba a su hijo menor, heredero de sus instintos perversos y de su ciega ambición.
Wenceslao era entonces un bello adolescente de quince años, de mirada mística y soñadora, de cuerpo fuerte y espigado, de carácter serio y reflexivo, pero confiado y alegre. Son los únicos rasgos que acerca de la fisonomía de Wenceslao podemos sacar después de leer los largos elogios que el biógrafo le dedica; y eso que el biógrafo era un sobrino suyo, que podía conocerle muy bien. Pero la biografía de San Wenceslao se parece a ese tipo de biografías, tan frecuente en la Edad Media, que nos presenta los personajes casi como verdaderas abstracciones, como formas aéreas, despojadas de sus caracteres individuales, para hacer de ellas una personificación de la perfección cristiana, sistema monótono para el literato, desesperante para el historiador, y sólo provechoso para una piedad ingenua y poco exigente. «Wenceslao, desde su infancia, fue guardador de la disciplina del Señor, veraz en sus palabras, justo en sus juicios, fiel en sus promesas, piadoso sobre toda ponderación humana, y consolador de los huérfanos, de las viudas de pobres y de los desconsolados; cubría a los desnudos, visitaba a los enfermos, enterraba a los muertos, honraba a los monjes y a los ministros de Dios, enseñaba a los extraviados el camino de la verdad, y observaba sin desmayo las virtudes de la humanidad, de la paciencia, de la mansedumbre y de la caridad.» El elogio es magnífico; pero tiene el inconveniente de que pudiera aplicarse a cualquier santo. Nos gustaría más conocer algunos episodios en que se manifestasen estas virtudes, pero al biógrafo medieval le interesa, sobre todo la idea simple y genérica de la santidad. Le pedís un retrato, y os responde con un programa. El de San Wenceslao añade que una de las cosas más admirables en su héroe era el amor con que recibía en su propia casa a los huéspedes y peregrinos. Era un deber capital entre los eslavos. El extranjero obtenía el primer puesto en su hogar o en su mesa, las frutas más exquisitas eran para él, para él el pescado más fresco y la habitación más lujosa. Si negaba el solicitado asilo, su campo era talado, su casa derribada. Hasta podía robársele lo que fuese necesario para tratar al forastero decorosamente.
De todas maneras, sabemos una cosa: que Wenceslao había puesto todo su empeño en cumplir todos sus deberes de príncipe y de cristiano. Se le veía en pleno invierno caminar de iglesia en iglesia con los pies descalzos, dejando huellas de sangre sobre la nieve; salir en busca de los pobres por los tugurios; reprender en las plazas a los violadores de la moral pública. Era severo con los que se embriagaban y alborotaban la ciudad, pero a su exquisita sensibilidad le repugnaban los rigores cuando se trataba de administrar justicia. Aquellos príncipes eslavos, cuya fiereza era proverbial, se habían hecho tan humanos desde que conocieron a Cristo, que ni siquiera se atrevían a castigar los crímenes. Algo más tarde, Wladimiro enviará las causas criminales al metropolitano de Kiev, «porque, ¿quién soy yo —decía—para condenar a otros a muerte?» Wenceslao tenía con frecuencia en los labios aquella sentencia evangélica: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados.» Cuando presidía con sus magnates un juicio en el que peligraba la vida de un hombre, buscaba cualquier pretexto para levantarse y huir lejos. Suprimió los tormentos, destruyó los patíbulos, transformó las cárceles en hospitales y concedió a los eclesiásticos un poder utilísimo en aquellos pueblos nuevos y un prestigio encaminado a disminuir las arbitrariedades del soberano. Él mismo se sometía con la mayor humildad a aquella influencia bienhechora. «Si alguna vez—leemos en la biografía—, contra su costumbre, se extralimitaba en la bebida, cosa bien disculpable en quien tenía que vivir con las fieras que eran aquellos bárbaros guerreros, la noche se la pasaba sollozando; y apenas amanecía, iba en busca de un sacerdote, se despojaba de sus vestidos preciosos, se los entregaba al ministro del Señor, y, postrándose a sus pies, le pedía que implorase el perdón de su pecado.» Era aquél un tiempo en que nadie se presentaba en el templo sin llevar la ofrenda de pan y vino, que se iba a transformar en el cuerpo y en la sangre del Señor; y tal empeño había puesto el duque en este rito, que la preparación de la ofrenda era una de las primeras preocupaciones de su vida. Durante el verano, se dirigía de noche a su campo con un escudero, para recoger el trigo o las uvas, que él mismo llevaba a casa sobre sus hombros, y molía y amasaba y exprimía y elaboraba con manos temblorosas de fe y de amor. Tenía envidia de los sacerdotes, y muchas veces pensó dejar su corona para conseguir la corona más alta de los que podían tener en sus manos al mismo Dios. Gobernaba solamente por deber, pero el gobierno se le hacía muy pesado, y solía decir que su vida se prolongaba con exceso. Parecíale demasiado lenta la cristianización y civilización de su pueblo. Destruía templos paganos, despedazaba ídolos, y derramaba por el país a los predicadores de la verdad; pero en unas partes encontraba indiferencia, en otras resistencia, en otras incomprensión. El partido pagano disimulaba y aguardaba el momento oportuno. El pueblo amaba al duque, porque le veía espléndido, generoso, amigo de la paz y valiente en la guerra. Todo el mundo sabía que, para evitar derramamiento de sangre, Wenceslao había luchado en combate singular con un rival que le disputaba la corona. El ejército le quería también, porque tenía siempre bellas armas, lujosos vestidos y equipaje en abundancia. Pero había quien le odiaba: era su madre, que no podía resignarse a ver su influencia mermada; era su hermano, que no podía dormir devorado por la fiebre de mandar; eran los magnates, que ya no podían robar, asesinar, ni atropellar como antaño.
La conjuración se formó a los ojos mismos del príncipe. Sólo su santo y amable candor, su despreocupación admirable de la vida y del reino pudieron caer en el burdo lazo.
Un día el duque recibió en su palacio de Praga este mensaje de su hermano Boleslao: «Ven a celebrar conmigo las fiestas de San Cosme y San Damián y luego celebraremos en santa compañía la de San Miguel.» Boleslao vivía en la ciudad que, de su nombre, se llamaba Boleslavia. Allí se presentó el príncipe. Un gran banquete se festejó en su honor, y en él debía quitársele la vida. Los convidados llevaban el puñal bajo sus túnicas, pero el terror les paralizaba las manos. Como de costumbre, Wenceslao se levantó y se despidió de los comensales. En un corredor, su ayudante se acercó a él y le dijo: «Señor, todo esto me huele muy mal; estáis rodeado de traidores; los he visto acariciar las armas, palidecer, mirarse unos a otros con ademanes significativos; poneos en salvo inmediatamente. A la puerta tengo un caballo para vos.» El duque no hizo caso del aviso. Para indicar que no tenía miedo, volvió a la sala, pidió un poco de vino y lo bebió con la mayor jovialidad, después de pronunciar este brindis: «Amigos míos, pasado mañana, San Miguel Arcángel; bebamos en su honor esta copa, a fin de que se digne llevar nuestras almas al festín de la gloria. Amén.» Respondieron algunos leales, mientras los otros murmuraban palabras ininteligibles. A todos los abrazó él, y luego se fue a acostar. Al día siguiente, al romper el alba, ya caminaba en dirección a la iglesia. Al pisar el pórtico se encontró con su hermano, y entusiasmado al verle tan pronto para los divinos oficios, le abrazó, diciendo: «Que Dios te bendiga, hermano mío, por el rato delicioso que anoche me hiciste pasar.» «Ayer era ayer—respondió Boleslao—; hoy es otro el servicio que quiero hacerte.» Y, sacando la daga, hirió al duque en la cabeza. El herido le cogió el arma sin turbarse, y le dijo: «Está muy mal lo que haces, hermano; mira, pudiera acabar contigo, pero sería poco digno de un cristiano. Aquí tienes el puñal.» «¡Aquí, a mí los míos!», clamaba entre tanto el fratricida. A sus gritos acudieron los traidores, y el magnánimo príncipe quedó cosido a puñaladas en los mismos umbrales de la iglesia
Al principio es Ludmila la que dirige el palacio y gobierna en nombre de su nieto. Su prudencia y su discreción se imponen; su bondad le gana el respeto de sus mismos enemigos. Poco a poco, sin embargo, la intriga empieza a tejer su red en torno a ella, se entorpece su acción, se conjura contra su vida, la corte se llena de gritos furibundos y miradas llenas de veneno, y ella, que no era ambiciosa, que sólo quería hacer bien a su patria, acaba por retirarse a uno de sus castillos, con la única condición de que la dejen morir en paz. Es el triunfo de Dragomira, la hora de la juventud, la reacción del paganismo. El rayo de Perún ha derribado la cruz de Cristo. El niño llora, preso de su madre y de sus guerreros. No tiene libertad ni para ir a misa, ni para rezar, ni para guardar siquiera un crucifijo. En su presencia se blasfema de Cristo y él tiene que callarse, o, si habla, le llaman rebelde, inútil, díscolo y traidor a su patria. Aunque lejos de la corte, Santa Ludmila le sostiene con sus consejos, pero los emisarios llegan con dificultad hasta él, y un día la anciana aparece muerta, ahogada en su lecho. Entonces comprendió hasta dónde podían llegar sus carceleros. Seguramente no les importaría suprimirle también a él para reemplazarle por su hermano Boleslao, más dócil a los consejos de Dragomira, más amante de los dioses del país, más adicto a la política imperante. Dióse cuenta de que le convenía tener paciencia y disimular. Sin embargo, en el interior de su cámara pasaba largas horas pidiendo a Dios que se compadeciese de su pueblo. Amigo del saber, escondía los códices entre su lecho o debajo de su túnica, y aprovechaba las tinieblas de la noche para ir en busca de sus maestros y tratar con ellos las dificultades que encontraba en sus lecturas. Descubiertos estos paseos nocturnos, empezaron a vigilarle con más rigor, llegando a irritarle de tal manera, que un día, delante de su madre y de todos los cortesanos, el animoso muchacho se plantó: «¡Malvados, perjuros! —dijo a sus carceleros—, ¿por qué me impedís aprender la ley de mi Señor Jesucristo y practicar sus mandamientos? Si vosotros no queréis entrar en el Cielo, ¿por qué cerráis la puerta a los demás? Pero se han acabado vuestras violencias; desde hoy sacudo vuestro yugo y le desprecio. Nadie podrá impedirme servir a mi gusto al Dios omnipotente.» Habló con tal decisión, que todos comprendieron que en adelante el duque, el vaivoda, sería él. La corte se alborotó, hubo una revolución palaciega, se derramó sangre, «pero el partido de los justos, aunque era más pequeño—recogemos las palabras del biógrafo—, prevaleció contra la turba, siempre más numerosa, de los malignantes». La madre del príncipe abandonó el palacio, pero, junto, en él dejaba a su hijo menor, heredero de sus instintos perversos y de su ciega ambición.
Wenceslao era entonces un bello adolescente de quince años, de mirada mística y soñadora, de cuerpo fuerte y espigado, de carácter serio y reflexivo, pero confiado y alegre. Son los únicos rasgos que acerca de la fisonomía de Wenceslao podemos sacar después de leer los largos elogios que el biógrafo le dedica; y eso que el biógrafo era un sobrino suyo, que podía conocerle muy bien. Pero la biografía de San Wenceslao se parece a ese tipo de biografías, tan frecuente en la Edad Media, que nos presenta los personajes casi como verdaderas abstracciones, como formas aéreas, despojadas de sus caracteres individuales, para hacer de ellas una personificación de la perfección cristiana, sistema monótono para el literato, desesperante para el historiador, y sólo provechoso para una piedad ingenua y poco exigente. «Wenceslao, desde su infancia, fue guardador de la disciplina del Señor, veraz en sus palabras, justo en sus juicios, fiel en sus promesas, piadoso sobre toda ponderación humana, y consolador de los huérfanos, de las viudas de pobres y de los desconsolados; cubría a los desnudos, visitaba a los enfermos, enterraba a los muertos, honraba a los monjes y a los ministros de Dios, enseñaba a los extraviados el camino de la verdad, y observaba sin desmayo las virtudes de la humanidad, de la paciencia, de la mansedumbre y de la caridad.» El elogio es magnífico; pero tiene el inconveniente de que pudiera aplicarse a cualquier santo. Nos gustaría más conocer algunos episodios en que se manifestasen estas virtudes, pero al biógrafo medieval le interesa, sobre todo la idea simple y genérica de la santidad. Le pedís un retrato, y os responde con un programa. El de San Wenceslao añade que una de las cosas más admirables en su héroe era el amor con que recibía en su propia casa a los huéspedes y peregrinos. Era un deber capital entre los eslavos. El extranjero obtenía el primer puesto en su hogar o en su mesa, las frutas más exquisitas eran para él, para él el pescado más fresco y la habitación más lujosa. Si negaba el solicitado asilo, su campo era talado, su casa derribada. Hasta podía robársele lo que fuese necesario para tratar al forastero decorosamente.
De todas maneras, sabemos una cosa: que Wenceslao había puesto todo su empeño en cumplir todos sus deberes de príncipe y de cristiano. Se le veía en pleno invierno caminar de iglesia en iglesia con los pies descalzos, dejando huellas de sangre sobre la nieve; salir en busca de los pobres por los tugurios; reprender en las plazas a los violadores de la moral pública. Era severo con los que se embriagaban y alborotaban la ciudad, pero a su exquisita sensibilidad le repugnaban los rigores cuando se trataba de administrar justicia. Aquellos príncipes eslavos, cuya fiereza era proverbial, se habían hecho tan humanos desde que conocieron a Cristo, que ni siquiera se atrevían a castigar los crímenes. Algo más tarde, Wladimiro enviará las causas criminales al metropolitano de Kiev, «porque, ¿quién soy yo —decía—para condenar a otros a muerte?» Wenceslao tenía con frecuencia en los labios aquella sentencia evangélica: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados.» Cuando presidía con sus magnates un juicio en el que peligraba la vida de un hombre, buscaba cualquier pretexto para levantarse y huir lejos. Suprimió los tormentos, destruyó los patíbulos, transformó las cárceles en hospitales y concedió a los eclesiásticos un poder utilísimo en aquellos pueblos nuevos y un prestigio encaminado a disminuir las arbitrariedades del soberano. Él mismo se sometía con la mayor humildad a aquella influencia bienhechora. «Si alguna vez—leemos en la biografía—, contra su costumbre, se extralimitaba en la bebida, cosa bien disculpable en quien tenía que vivir con las fieras que eran aquellos bárbaros guerreros, la noche se la pasaba sollozando; y apenas amanecía, iba en busca de un sacerdote, se despojaba de sus vestidos preciosos, se los entregaba al ministro del Señor, y, postrándose a sus pies, le pedía que implorase el perdón de su pecado.» Era aquél un tiempo en que nadie se presentaba en el templo sin llevar la ofrenda de pan y vino, que se iba a transformar en el cuerpo y en la sangre del Señor; y tal empeño había puesto el duque en este rito, que la preparación de la ofrenda era una de las primeras preocupaciones de su vida. Durante el verano, se dirigía de noche a su campo con un escudero, para recoger el trigo o las uvas, que él mismo llevaba a casa sobre sus hombros, y molía y amasaba y exprimía y elaboraba con manos temblorosas de fe y de amor. Tenía envidia de los sacerdotes, y muchas veces pensó dejar su corona para conseguir la corona más alta de los que podían tener en sus manos al mismo Dios. Gobernaba solamente por deber, pero el gobierno se le hacía muy pesado, y solía decir que su vida se prolongaba con exceso. Parecíale demasiado lenta la cristianización y civilización de su pueblo. Destruía templos paganos, despedazaba ídolos, y derramaba por el país a los predicadores de la verdad; pero en unas partes encontraba indiferencia, en otras resistencia, en otras incomprensión. El partido pagano disimulaba y aguardaba el momento oportuno. El pueblo amaba al duque, porque le veía espléndido, generoso, amigo de la paz y valiente en la guerra. Todo el mundo sabía que, para evitar derramamiento de sangre, Wenceslao había luchado en combate singular con un rival que le disputaba la corona. El ejército le quería también, porque tenía siempre bellas armas, lujosos vestidos y equipaje en abundancia. Pero había quien le odiaba: era su madre, que no podía resignarse a ver su influencia mermada; era su hermano, que no podía dormir devorado por la fiebre de mandar; eran los magnates, que ya no podían robar, asesinar, ni atropellar como antaño.
La conjuración se formó a los ojos mismos del príncipe. Sólo su santo y amable candor, su despreocupación admirable de la vida y del reino pudieron caer en el burdo lazo.
Un día el duque recibió en su palacio de Praga este mensaje de su hermano Boleslao: «Ven a celebrar conmigo las fiestas de San Cosme y San Damián y luego celebraremos en santa compañía la de San Miguel.» Boleslao vivía en la ciudad que, de su nombre, se llamaba Boleslavia. Allí se presentó el príncipe. Un gran banquete se festejó en su honor, y en él debía quitársele la vida. Los convidados llevaban el puñal bajo sus túnicas, pero el terror les paralizaba las manos. Como de costumbre, Wenceslao se levantó y se despidió de los comensales. En un corredor, su ayudante se acercó a él y le dijo: «Señor, todo esto me huele muy mal; estáis rodeado de traidores; los he visto acariciar las armas, palidecer, mirarse unos a otros con ademanes significativos; poneos en salvo inmediatamente. A la puerta tengo un caballo para vos.» El duque no hizo caso del aviso. Para indicar que no tenía miedo, volvió a la sala, pidió un poco de vino y lo bebió con la mayor jovialidad, después de pronunciar este brindis: «Amigos míos, pasado mañana, San Miguel Arcángel; bebamos en su honor esta copa, a fin de que se digne llevar nuestras almas al festín de la gloria. Amén.» Respondieron algunos leales, mientras los otros murmuraban palabras ininteligibles. A todos los abrazó él, y luego se fue a acostar. Al día siguiente, al romper el alba, ya caminaba en dirección a la iglesia. Al pisar el pórtico se encontró con su hermano, y entusiasmado al verle tan pronto para los divinos oficios, le abrazó, diciendo: «Que Dios te bendiga, hermano mío, por el rato delicioso que anoche me hiciste pasar.» «Ayer era ayer—respondió Boleslao—; hoy es otro el servicio que quiero hacerte.» Y, sacando la daga, hirió al duque en la cabeza. El herido le cogió el arma sin turbarse, y le dijo: «Está muy mal lo que haces, hermano; mira, pudiera acabar contigo, pero sería poco digno de un cristiano. Aquí tienes el puñal.» «¡Aquí, a mí los míos!», clamaba entre tanto el fratricida. A sus gritos acudieron los traidores, y el magnánimo príncipe quedó cosido a puñaladas en los mismos umbrales de la iglesia
jueves, 27 de septiembre de 2012
Lecturas
¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad!
¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?
Una generación se va, otra generación viene, mientras la tierra siempre está quieta.
Sale el sol, se pone el sol, jadea por llegar a su puesto y de allí vuelve a salir.
Camina al sur, gira al norte, gira y gira y camina el viento.
Todos los ríos caminan al mar, y el mar no se llena; llegados al sitio adonde caminan, desde allí vuelven a caminar.
Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas.
No se sacian los ojos de ver ni se hartan los oídos de oír.
Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol.
Si de algo se dice:«Mira, esto es nuevo», ya sucedió en otros tiempos mucho antes de nosotros.
Nadie se acuerda de los antiguos y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus sucesores.
En aquel tiempo, el virrey Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Herodes se decía:
-«A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?»
Y tenía ganas de ver a Jesús.
Palabra del Señor.
SAN VICENTE DE PAÚL
«No soy más que un pobre paisano», repetía con frecuencia. Él, que vivía entre reyes y marqueses, tenía empeño en que nadie olvidase su origen. Realmente, su pueblo natal, Pouy, en las Landas pirenaicas, no era más que una aldea del Municipio de Dax, y su casa, la casa de un honrado labrador que se veía negro para dar pan a sus seis hijos. Siendo niño, guió un hato de ovejas, sufriendo los soles y las escarchas, hasta que, viendo su padre que era inteligente y aplicado, le envió a estudiar a un convento franciscano de las cercanías. «Estudia bien, hijo mío—le decía el labriego—, porque me cuestas la enorme suma de sesenta francos al año.» Pero Vicente fue un hombre de suerte en la vida; mejor dicho, había en él una bondad tal, que su trato subyugaba. Hombres y mujeres, humildes y poderosos caerán rendidos por aquel hechizo incomparable. La primera víctima fue un caballero de la tierra, que se le lleva a su casa como preceptor de sus hijos y le paga la carrera. Siguen los estudios en Dax, en Zaragoza y en Toulouse, y, tras ellos, la ordenación sacerdotal, a los diecinueve años.
La suerte sigue favoreciéndole; recibe una buena colocación, hereda de una rica señora, y se dirige a Marsella en viaje de negocios. A la vuelta, aquel episodio novelesco que él nos cuenta en una carta memorable. Va de Marsella a Narbona por mar; en el trayecto el navío es asaltado por tres bergantines turcos, y, después de un combate en el que quedan heridos casi todos los pasajeros, tiene que rendirse. Los piratas se dirigen a Berbería y venden sus cautivos en la ciudad de Túnez. Dejemos que el mismo Vicente nos relate esta última aventura de Las mil y una noches: «Habiéndonos hecho dar cinco o seis vueltas por la ciudad con la cadena al cuello, nos volvieron al barco a fin de que los compradores apreciaran quién podía comer y quién no, y se certificasen de que nuestras heridas no eran de gravedad. Hecho esto, nos trasladaron a la plaza, y no tardaron en llegar los compradores a examinarnos del mismo modo que se hace con un caballo: obligándonos a abrir la boca para ver nuestros dientes, palpando nuestras costillas, sondando nuestras llagas y obligándonos a andar, trotar y correr, levantar cargas, luchar, para enterarse de las fuerzas de cada uno, y haciendo otras mil brutalidades.»
Vicente pasó a manos de un pescador, el cual le encarga diversas tareas propias de su oficio. Pero viendo que su esclavo se mareaba en cuanto subía a la barca, el pescador se lo vendió a un médico muy viejo, que venía buscando hacía más de cincuenta años la piedra filosofal y transmutaba los metales. Mezclaba oro y plata en iguales cantidades, añadía una capa de polvo, hacía arder la mezcla en el crisol, y a las veinticuatro horas la plata estaba convertida en oro. Solidificaba el azogue, lo convertía en plata, y entregaba el producto a los pobres. La ocupación de Vicente era ayudarle en estas operaciones y mantener el fuego en una docena de hornillos. Este buen viejo quedó pronto ganado por la simpatía del esclavo. «Amábame él grandemente y sentía mucho gusto en discurrir conmigo sobre alquimia, y más sobre religión, haciendo grandes esfuerzos por atraerme a la suya, y prometiéndome toda suerte de saber y de riquezas.» Más que por la alquimia, el esclavo se interesaba por los métodos medicinales de su amo, y, gracias a ello, llegó a enterarse de muchas cosas desconocidas en las universidades europeas. Desgraciadamente, al año murió aquel ingenuo alquimista, y entonces Vicente cayó en manos de un renegado de Niza, que le llevó a unas posesiones que tenía lejos de la playa.
Aquí interviene nuevamente el atractivo de aquel hombre extraordinario para cambiar el derrotero de su vida. «Entre las mujeres de este renegado—dice él mismo—, había una que, como griega y cristiana, tenía un espíritu ingenioso y me estimaba mucho; pero más me quería otra de origen turco, que sirvió de instrumento a la infinita misericordia de Dios para sacar a su marido de la apostasía y librarme a mí de la esclavitud. Deseosa de saber nuestra manera de vivir en Francia, venía a verme todos los días al campo donde yo cavaba, y, después de algunas visitas, me mandó cantar algunas alabanzas a mi Dios. El recuerdo del Quomodo cantabimus in térra aliena de los hijos de Israel cautivos en Babilonia, me hizo entonar con lágrimas en los ojos del salmo Super flumina y después la Salve y otras cosas, que la produjeron tanto consuelo como admiración. Por la tarde le dijo a su marido que había hecho mal en dejar una religión tan excelente, asegurando que no esperaba gozar en el paraíso un placer tan grande como el que había sentido oyéndome alabar a mi Dios. Al día siguiente me dijo el amo que rogase a mi Dios para que nos ofreciese una ocasión propicia de refugiarnos en Francia.»
La ocasión se ofreció a los diez meses. El esquife que llevaba a los fugitivos les dejó en Aguas Muertas; en Aviñón, el apóstata fue recibido en la iglesia por un monseñor llamado Pedro Montorio, que, seducido por la conversación de Vicente, se le llevó consigo a Roma. Monseñor Montorio admiraba, sobre todo; los relatos de su estancia con el sabio musulmán. Poco después, estando ya en Roma, escribía Vicente a su casa: «Vivo a la sombra de monseñor Montorio, que me dispensa el honor de apreciarme y de desear mi encumbramiento por haberle enseñado cosas bellas y curiosas que aprendí durante la cautividad, como el espejo de Arquímedes, un resorte artificial para hacer hablar a una calavera, y otras mil curiosidades, de las cuales este señor está tan celoso que no me permite acercarme a nadie, por temor de que las divulgue, privándole a él de la exclusiva de mostrarlas, como lo hace, en ocasiones, al Papa y a los cardenales.» No tardó, sin embargo, en apreciarse en la Curia pontificia el valor del clérigo aquitano, pues, buscando un hombre de confianza para llevar un despacho a Enrique IV, fijaron su atención en él. Con este motivo, llegó Vicente a París en los primeros meses de 1609.
Desde este momento terminan las peripecias puramente humanas de aquella vida generosa para ceder el paso a los heroísmos de su caridad. Por lo general, los siervos de Dios, aunque muchos hagiógrafos a la antigua quieran hacernos creer lo contrario, no son como esos santos de los vitrales, nimbados con la aureola desde el primer momento. Vicente era un hombre de carne y hueso que evolucionaba sin cesar. Al principio se ocupa, con ansiedad, de hacienda y de negocios; era, según su propia expresión, un hombre de pequeña periferia. Los dos años de cautiverio empiezan a acercarle a Dios, y al llegar a la corte se realiza una de sus etapas más importantes hacia la santidad. Por lo demás, no era una naturaleza refractaria a la iniciación mística. Espíritu positivo, con la clarividencia práctica del labriego, sabía a qué atenerse con respecto a las ilusiones terrenas. El dejo, a la vez afectuoso y burlón, de su mirada, delataba al hombre que no había aguardado a la vejez para conocer la nada de las cosas. Tenía unos ojos que no se detenían en la superficie de las cosas, y sus años de vida errante le habían dado ocasión de ver mucho y de meditar más. Se reía de sí mismo, y miraba a los demás con una indulgente ironía. Ni las manipulaciones del alquimista mahometano, ni la pompa de los cardenales, ni el brillo de la corte le deslumbraron un solo momento. Estaba preparado para despreciar las sombras y las imágenes cuando cae súbitamente en aquel centro de anhelos místicos que era París en los albores del siglo XVII. Hombres y mujeres, detrás de las rejas de los conventos y entre el esplendor de los palacios, las gentes se lanzaban con impaciencia a la conquista de las realidades espirituales. Los místicos parisienses fueron los maestros de Vicente, como lo habían sido de Francisco de Sales. Vicente era un hombre extraordinariamente dotado para la mímica; cuando hablaba ponía delante de los ojos las cosas a que se refería en su conversación; y esta misma facilidad parece haber tenido para revestirse de las maneras, la doctrina, los métodos y las disposiciones interiores de aquellos modelos del espíritu. Entre todos aquellos maestros, el que más influye sobre él es el cardenal Pedro de Berulle, de quien decía Perrone, el teólogo famoso: «Si se trata de convencer a los herejes, traédmelos a mí; si se trata de convertirlos, presentádselos a monseñor de Ginebra; si se trata de convencerlos y convertirlos a la vez, llevádselos al señor de Berulle.» Vicente decía más tarde que Pedro de Berulle era uno de los hombres más santos que había conocido. De él recogió la práctica, la teoría y hasta el léxico de la vida espiritual.
Es monseñor de Berulle quien le introduce como preceptor en la casa del almirante Gondi, una de las más aristocráticas de París. El sacerdote pirenaico seguía triunfando dondequiera que se presentaba. Su bondad, su inteligencia y sus maneras corteses se imponían con pasmosa facilidad. Aunque hijo de la aldea, no había en él asomo de rusticidad. Era fino y hasta obsequioso, pero siempre con dignidad. Su modestia indicaba condescendencia e impedía los excesos de la familiaridad. El primero de sus biógrafos dice de él: «Aunque su continente inspiraba respeto, este respeto, en vez de encoger los corazones, los abría, y era difícil encontrar otro que despertase más confianza para decir los mayores secretos y manifestar las heridas más vergonzosas del corazón.» Se ha dicho que era feo, pero no pensaban así sus contemporáneos. Ciertamente, no tuvo siempre la lozanía de los veinte años. «Era, sin embargo, bien proporcionado, aunque de estatura media; su cabeza, poco carnosa, gruesa y en justa proporción con el resto del cuerpo; la frente, amplia y majestuosa; el rostro, ni muy lleno ni muy demacrado; la mirada, dulce y penetrante; su parte, grave, y su gravedad, benigna.» Sólo su nariz aparecía vulgar; pero, en cambio, su boca era fina, suprema señal de distinción.
Pero lo que, sobre todo, arrastraba en él, era la influencia de su corazón, su virtud, su santidad, su bondad inagotable. «¡Qué bueno debe ser Dios—exclamaba Bossuet—, cuando ha hecho tan bueno a Vicente de Paúl!» En casa de los Gondi se encontró con los miembros de las más ilustres familias del reino. A todos se impuso por su evangélica sencillez. La mujer del almirante, que, en la delicadeza de su conciencia, no se atrevía a hacer un cumplido en una carta sin consultar a Vicente, quedó enteramente sometida a su dirección, y tras ella otras grandes señoras de la aristocracia vinieron a pedirle sus consejos. Pero al humilde director le pesaban las cadenas, por muy dulces que fuesen; y una mañana desapareció de la corte, dejando en el mayor desconsuelo a sus devotos y admiradores. Se le buscó ansiosamente, y pudo averiguarse que había ido a regentar la pequeña parroquia de Chatillon-les-Dombes. Más tarde llegaron los primeros ruidos de sus hazañas en ella, de las conversiones prodigiosas que obraba, del fervor que despertaba, de las asociaciones de caridad con que se preparaba para sus futuras fundaciones. En París no podían acostumbrarse a su ausencia. Le escribían carta tras carta, pero él se hacía el muerto; le enviaban legaciones suplicantes, pero siempre con resultado negativo. Fue preciso que interviniesen las más altas autoridades de la Iglesia para vencer su repugnancia. La despedida de Chatillon fue emocionante. Las gentes decían entre sollozos: «Todo lo hemos perdido; perdemos a nuestro padre.» Antes de salir distribuyó a los pobre sus muebles, sus vestidos y sus cortas provisiones. Los ricos le compraban los menores recuerdos, y hubo una lucha entre dos grandes propietarios por quedarse con su sombrero viejo.
Vicente de Paúl vuelve a entrar en París por las fiestas de Navidad de 1617. Inmediatamente comienza la serie prodigiosa de sus empresas benéficas. Organiza primero cofradías de caridad, a semejanza de lo que había hecho en su parroquia. Dirige luego su atención a mejorar la existencia de los galeotes. Su permanencia en casa del almirante le había permitido observar la miseria de estos pobres condenados a galeras. Habíales visto remando en la nave, sujetos con cadenas a los bancos, y atados de dos en dos a una bala de cañón, con las espaldas desnudas y el gorro mugriento en la cabeza, sufriendo los azotes del cómitre, sin poder exhalar un sollozo; arrostrando las lluvias y los huracanes, sin tener donde guarecerse; recibiendo, en caso de lucha, el fuego de los mosquetes, sin poder levantar la mano para defenderse; amarrados al barco irremisiblemente, sudando y jadeando, lo mismo en la salud que en la enfermedad, sin otra esperanza que la de morir para ser arrojados al mar. Vicente quiso conocer todos los horrores de aquella existencia, reemplazando a un pobre remero, exhausto de fuerzas, sentándose en su banco y llevando el peso de sus cadenas. Después se esforzó por cambiar la legislación, recorrió las galeras y las cárceles donde estaban aquellos desventurados, y consiguió para ellos un trato más benigno; un cuidado mayor de su salud espiritual y temporal.
Su estancia en las posesiones de los Gondi le hace ver también la necesidad urgente que tienen las gentes de campo de instrucción religiosa, y en 1625 empieza a organizar la Congregación de los Sacerdotes de la Misión. Echa luego de ver que urge la reforma del clero, y establece sus seminarios, propaga la práctica de los ejercicios para los ordenandos, y él mismo los dirige durante quince días en su casa de San Lázaro, y como miembro del Consejo de Conciencia que rodea a la regente Ana de Austria, se esfuerza por llevar aquel anhelo de renovación a la esfera de las altas dignidades eclesiásticas. No hay consideración humana que pueda torcer su voluntad; no hay influencia capaz de sobornarle. Una duquesa se había empeñado en hacer a un hijo suyo obispo de Poitiers, y la reina, engañada, mandó a los consejeros que informasen. Con su sotana remendada, con sus toscos zapatos, con su sombrero raído y su tosco ceñidor de lana, como solía ir siempre, Vicente se presentó en palacio llevando en la mano un pliego enrollado. «¡Ah!—dijo la reina— ¿Me traéis a firmar el nombramiento del obispo de Poitiers?» Y, cogiendo el papel, que estaba en blanco; añadió: «Pero, ¿qué es esto?» «Señora—respondió Vicente—, si vuestra majestad está resuelta a esa elección, yo os ruego que no me hagáis tomar parte en ella.» Después le contó las noticias que tenía de la conducta del candidato, y no le fue difícil convencerla de que el nombramiento hubiera sido un disparate. «Muy bien—terminó la reina—, retiro mi palabra, pero os ruego que vayáis vos mismo a hablar con la duquesa.» La comisión era difícil, y, como se podía esperar, la entrevista fue violenta. Vicente exponía sencillamente los hechos, cuando aquella duquesa, iracunda, alzándose súbitamente de su asiento, le llenó de insultos, cogió su silla y se la tiró a la cabeza, dejándole tendido en el suelo. Al salir, iba diciendo estas palabras: «Verdaderamente, es maravilloso ver hasta dónde llega la ternura de una madre para con sus hijos.» Esta fue toda su venganza.
Pero los pobres siguen siendo siempre el objeto de su principal solicitud. Primero reúne a todas aquellas grandes damas con quienes él se rozaba a diario, y las aplica al servicio de los desamparados; después alista en aquella cruzada a los hombres, y establece la Asociación de los Caballeros de la Caridad. Hay que remediar el hambre, recoger los niños expósitos, buscar trabajo para los que pueden trabajar, recoger a los ancianos, aliviar a los enfermos y asegurar el porvenir de los miles y miles de golfillos y desocupados que vagaban por las calles de la capital. Para cada necesidad tiene Vicente de Paúl un remedio, un organismo, una asociación. Es un maestro en el arte de unir a los corazones para llevarlos a un mismo fin. De pronto, concibe una idea arriesgada y sublime: crear la prensa en beneficio de la caridad. Sus misioneros, derramados ya por las provincias del reino, le envían cartas conmovedoras y descripciones horripilantes del dolor y la miseria. Nada más a propósito, piensa él, para mover las almas a la piedad; y manda aquellas informaciones para distribuirlas a las puertas de las iglesias. La publicación se hace periódica, y el público la lee con tal avidez, que, como dice el santo, «hubo necesidad de dar de nuevo a la prensa las primeras hojas para satisfacer los deseos de algunos, muy interesados en seguir el desarrollo de esta obra, una de las más considerables de nuestros días.»
Como complemento de la Hermandad de las Damas de la Caridad, empiezan a aparecer desde 1633 las Hijas de la Caridad. El encuentro de San Vicente con la señorita Le Gras, con la abnegada, inteligente e infatigable Luisa de Marillac, da a esta nueva institución una importancia en que el fundador no había pensado al principio. No hay servicio humilde en favor de los pobres al cual no debe plegarse la Hija o la Hermana de la Caridad; debe consolar a los afligidos, velar a la cabecera del enfermo, ayudar a los ancianos, remediar la necesidad de los pobres, buscarles en plena calle, en la penumbra de la buhardilla, en la choza, en el hospital y en el campamento. De ordinario, son mujeres salidas del pueblo y libres de las repugnancias que Vicente había encontrado en el seno de la aristocracia. «No olvidéis, hermanas mías—les decía—, que la mayor parte de vosotras sois unas jóvenes pobres y de humilde cuna, como yo, que en mi infancia estuve guardando un rebaño.» Y añadía, trazando los caracteres distintivos de la nueva asociación: «Las Hijas de la Caridad tendrán por monasterio las casas de los enfermos, por celda un cuarto de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por clausura la obediencia, por rejas el temor de Dios y por velo la santa modestia.»
Vicente de Paúl era el alma de todas estas fundaciones: organizaba, instruía, ampliaba, dirigía y sostenía. Y aún le quedaba tiempo para luchar con los jansenistas, para convertir a los hugonotes, para guiar por los caminos de Dios a una multitud de almas santas que entonces pululaban en París. San Francisco de Sales había puesto en sus manos el legado exquisito y doloroso de Santa Juana de Chantal. No se equivocó al adivinar en él un criterio seguro, un corazón humano y una rara delicadeza para manejar las almas sin atormentarlas. Si alguno podía sostener a la santa fundadora en medio de la noche oscura y cruel por que atravesaba, era, sin duda, San Vicente, y aunque no logró devolverle la serenidad—esto sólo Dios lo hubiera podido hacer, y Dios no quería—, su amistad fue para ella largamente bienhechora. Una vez más acudió a aquel don prodigioso de asimilación, y no tardó en revestirse, por decirlo así, del espíritu de San Francisco de Sales, en que la firmeza y la suavidad se aliaban tan armoniosamente. Hasta el estilo de sus cartas a la santa recuerda al obispo de Ginebra: «Mi digna madre—le escribía—; que es de tal modo mi digna madre, que la puedo llamar única, y la honro y la quiero más tiernamente que ningún hijo amó y respetó a su madre, después de Jesucristo, y esto en un grado tan alto, que tengo bastante estima y amor para dar a todo un mundo, y puedo decirlo sin exageración.» Sin exageración, ciertamente; porque, como dice su primer biógrafo, «tenía el corazón muy tierno, generoso, noble, liberal y fácil para concebir afecto por lo que veía que era verdaderamente bueno y según Dios». Tenía una sensibilidad viva y profunda. «La impresionabilidad en toda su persona—añade otro contemporáneo—era finísima. No podía hablar de un desgraciado sin suspirar y sin que el dolor y la compasión se pintasen en su rostro.» Esta sensibilidad fina, despierta y flexible como la de un niño, se reflejaba en todos los actos de su vida. «Pronunciaba todas las palabras de la santa Misa de una manera tan devota y afectuosa, que se veía bien que su corazón hablaba por sus labios. Parecía sorber el sentido de la Escritura, como un hijo la leche de su madre. El tono de su voz era siempre medio y agradable; su aire, libre y devoto. Había muy particularmente en él dos cosas, que se encuentran rara vez en una misma persona: una profunda humildad y un porte grave y majestuoso.»
Los jansenistas le despreciaron como hombre de poca cultura y de escasa inteligencia, y, sin embargo, se pudo decir de él «que tenía un espíritu grande, firme, circunspecto, capaz de grandes cosas y difícil de sorprender». No le atraía la especulación; mas por lo que hace a las cuestiones prácticas, puede considerársele como un genio. Hubiera podido ser el más grande de los políticos. Nada se escapaba a su admirable penetración. Una mirada le era suficiente para abarcar el pro y el contra de una cuestión, y ver todos los obstáculos y facilidades de un proyecto. Era lento para decidirse, por naturaleza y por virtud, pues según su propia expresión, no quería adelantarse a la providencia divina; pero una vez que se decidía, iba seguro de que nada imprevisto torcería el curso de la realización de la obra. De hecho, jamás tuvo que cejar en ninguna empresa; jamás tuvo que decir que se había equivocado, aunque esto hubiera sido agradable a su humildad. De aquí provenía el arrojo con que acometía sus empresas. Se le creía tímido, y de repente, daba muestras de una audacia que para muchos era temeridad. Pero todos sus ímpetus iban regidos por la prudencia, por aquel buen sentido del cual decía Bossuet que es el árbitro de la vida. La clarividencia de Vicente de Paúl equivalía a una especie de infalibilidad. Todas estas cualidades se juntaban para formar la rica psicología, el genio organizador, la naturaleza espléndida de aquel hombre, que puede ser considerado como uno de los grandes bienhechores de la humanidad.
Aun como escritor, Vicente de Paúl ocupa un puesto importante en el campo de la literatura eclesiástica. Más que un jefe de escuela, es un discípulo de Berulle y de San Francisco de Sales; pero hay muchas joyas de pensamiento y de lenguaje en la serie de volúmenes donde se encuentran sus cartas, estatutos, memorias y conferencias a las Hijas de la Caridad y a los Padres de la Misión. Se ha dicho que todo allí revela al hombre de Estado capaz de regir un Imperio. No hay riqueza de imaginación ni elegancias de estilo. Sería inútil pedirle la gracia amable y risueña del obispo de Ginebra, o el tono majestuoso de Bossuet, o la delicadeza quebradiza y sutil de Fenelón; pero, en cambio, no hay página en que no resplandezca la gravedad, la caridad, la firmeza, el profundo conocimiento de los hombres, la ciencia de los negocios, la precisión y el lado práctico de las cosas; no hay página que no nos descubra al hombre de acción, al amigo de los pobres, al apóstol, al organizador de la caridad, al santo.
La suerte sigue favoreciéndole; recibe una buena colocación, hereda de una rica señora, y se dirige a Marsella en viaje de negocios. A la vuelta, aquel episodio novelesco que él nos cuenta en una carta memorable. Va de Marsella a Narbona por mar; en el trayecto el navío es asaltado por tres bergantines turcos, y, después de un combate en el que quedan heridos casi todos los pasajeros, tiene que rendirse. Los piratas se dirigen a Berbería y venden sus cautivos en la ciudad de Túnez. Dejemos que el mismo Vicente nos relate esta última aventura de Las mil y una noches: «Habiéndonos hecho dar cinco o seis vueltas por la ciudad con la cadena al cuello, nos volvieron al barco a fin de que los compradores apreciaran quién podía comer y quién no, y se certificasen de que nuestras heridas no eran de gravedad. Hecho esto, nos trasladaron a la plaza, y no tardaron en llegar los compradores a examinarnos del mismo modo que se hace con un caballo: obligándonos a abrir la boca para ver nuestros dientes, palpando nuestras costillas, sondando nuestras llagas y obligándonos a andar, trotar y correr, levantar cargas, luchar, para enterarse de las fuerzas de cada uno, y haciendo otras mil brutalidades.»
Vicente pasó a manos de un pescador, el cual le encarga diversas tareas propias de su oficio. Pero viendo que su esclavo se mareaba en cuanto subía a la barca, el pescador se lo vendió a un médico muy viejo, que venía buscando hacía más de cincuenta años la piedra filosofal y transmutaba los metales. Mezclaba oro y plata en iguales cantidades, añadía una capa de polvo, hacía arder la mezcla en el crisol, y a las veinticuatro horas la plata estaba convertida en oro. Solidificaba el azogue, lo convertía en plata, y entregaba el producto a los pobres. La ocupación de Vicente era ayudarle en estas operaciones y mantener el fuego en una docena de hornillos. Este buen viejo quedó pronto ganado por la simpatía del esclavo. «Amábame él grandemente y sentía mucho gusto en discurrir conmigo sobre alquimia, y más sobre religión, haciendo grandes esfuerzos por atraerme a la suya, y prometiéndome toda suerte de saber y de riquezas.» Más que por la alquimia, el esclavo se interesaba por los métodos medicinales de su amo, y, gracias a ello, llegó a enterarse de muchas cosas desconocidas en las universidades europeas. Desgraciadamente, al año murió aquel ingenuo alquimista, y entonces Vicente cayó en manos de un renegado de Niza, que le llevó a unas posesiones que tenía lejos de la playa.
Aquí interviene nuevamente el atractivo de aquel hombre extraordinario para cambiar el derrotero de su vida. «Entre las mujeres de este renegado—dice él mismo—, había una que, como griega y cristiana, tenía un espíritu ingenioso y me estimaba mucho; pero más me quería otra de origen turco, que sirvió de instrumento a la infinita misericordia de Dios para sacar a su marido de la apostasía y librarme a mí de la esclavitud. Deseosa de saber nuestra manera de vivir en Francia, venía a verme todos los días al campo donde yo cavaba, y, después de algunas visitas, me mandó cantar algunas alabanzas a mi Dios. El recuerdo del Quomodo cantabimus in térra aliena de los hijos de Israel cautivos en Babilonia, me hizo entonar con lágrimas en los ojos del salmo Super flumina y después la Salve y otras cosas, que la produjeron tanto consuelo como admiración. Por la tarde le dijo a su marido que había hecho mal en dejar una religión tan excelente, asegurando que no esperaba gozar en el paraíso un placer tan grande como el que había sentido oyéndome alabar a mi Dios. Al día siguiente me dijo el amo que rogase a mi Dios para que nos ofreciese una ocasión propicia de refugiarnos en Francia.»
La ocasión se ofreció a los diez meses. El esquife que llevaba a los fugitivos les dejó en Aguas Muertas; en Aviñón, el apóstata fue recibido en la iglesia por un monseñor llamado Pedro Montorio, que, seducido por la conversación de Vicente, se le llevó consigo a Roma. Monseñor Montorio admiraba, sobre todo; los relatos de su estancia con el sabio musulmán. Poco después, estando ya en Roma, escribía Vicente a su casa: «Vivo a la sombra de monseñor Montorio, que me dispensa el honor de apreciarme y de desear mi encumbramiento por haberle enseñado cosas bellas y curiosas que aprendí durante la cautividad, como el espejo de Arquímedes, un resorte artificial para hacer hablar a una calavera, y otras mil curiosidades, de las cuales este señor está tan celoso que no me permite acercarme a nadie, por temor de que las divulgue, privándole a él de la exclusiva de mostrarlas, como lo hace, en ocasiones, al Papa y a los cardenales.» No tardó, sin embargo, en apreciarse en la Curia pontificia el valor del clérigo aquitano, pues, buscando un hombre de confianza para llevar un despacho a Enrique IV, fijaron su atención en él. Con este motivo, llegó Vicente a París en los primeros meses de 1609.
Desde este momento terminan las peripecias puramente humanas de aquella vida generosa para ceder el paso a los heroísmos de su caridad. Por lo general, los siervos de Dios, aunque muchos hagiógrafos a la antigua quieran hacernos creer lo contrario, no son como esos santos de los vitrales, nimbados con la aureola desde el primer momento. Vicente era un hombre de carne y hueso que evolucionaba sin cesar. Al principio se ocupa, con ansiedad, de hacienda y de negocios; era, según su propia expresión, un hombre de pequeña periferia. Los dos años de cautiverio empiezan a acercarle a Dios, y al llegar a la corte se realiza una de sus etapas más importantes hacia la santidad. Por lo demás, no era una naturaleza refractaria a la iniciación mística. Espíritu positivo, con la clarividencia práctica del labriego, sabía a qué atenerse con respecto a las ilusiones terrenas. El dejo, a la vez afectuoso y burlón, de su mirada, delataba al hombre que no había aguardado a la vejez para conocer la nada de las cosas. Tenía unos ojos que no se detenían en la superficie de las cosas, y sus años de vida errante le habían dado ocasión de ver mucho y de meditar más. Se reía de sí mismo, y miraba a los demás con una indulgente ironía. Ni las manipulaciones del alquimista mahometano, ni la pompa de los cardenales, ni el brillo de la corte le deslumbraron un solo momento. Estaba preparado para despreciar las sombras y las imágenes cuando cae súbitamente en aquel centro de anhelos místicos que era París en los albores del siglo XVII. Hombres y mujeres, detrás de las rejas de los conventos y entre el esplendor de los palacios, las gentes se lanzaban con impaciencia a la conquista de las realidades espirituales. Los místicos parisienses fueron los maestros de Vicente, como lo habían sido de Francisco de Sales. Vicente era un hombre extraordinariamente dotado para la mímica; cuando hablaba ponía delante de los ojos las cosas a que se refería en su conversación; y esta misma facilidad parece haber tenido para revestirse de las maneras, la doctrina, los métodos y las disposiciones interiores de aquellos modelos del espíritu. Entre todos aquellos maestros, el que más influye sobre él es el cardenal Pedro de Berulle, de quien decía Perrone, el teólogo famoso: «Si se trata de convencer a los herejes, traédmelos a mí; si se trata de convertirlos, presentádselos a monseñor de Ginebra; si se trata de convencerlos y convertirlos a la vez, llevádselos al señor de Berulle.» Vicente decía más tarde que Pedro de Berulle era uno de los hombres más santos que había conocido. De él recogió la práctica, la teoría y hasta el léxico de la vida espiritual.
Es monseñor de Berulle quien le introduce como preceptor en la casa del almirante Gondi, una de las más aristocráticas de París. El sacerdote pirenaico seguía triunfando dondequiera que se presentaba. Su bondad, su inteligencia y sus maneras corteses se imponían con pasmosa facilidad. Aunque hijo de la aldea, no había en él asomo de rusticidad. Era fino y hasta obsequioso, pero siempre con dignidad. Su modestia indicaba condescendencia e impedía los excesos de la familiaridad. El primero de sus biógrafos dice de él: «Aunque su continente inspiraba respeto, este respeto, en vez de encoger los corazones, los abría, y era difícil encontrar otro que despertase más confianza para decir los mayores secretos y manifestar las heridas más vergonzosas del corazón.» Se ha dicho que era feo, pero no pensaban así sus contemporáneos. Ciertamente, no tuvo siempre la lozanía de los veinte años. «Era, sin embargo, bien proporcionado, aunque de estatura media; su cabeza, poco carnosa, gruesa y en justa proporción con el resto del cuerpo; la frente, amplia y majestuosa; el rostro, ni muy lleno ni muy demacrado; la mirada, dulce y penetrante; su parte, grave, y su gravedad, benigna.» Sólo su nariz aparecía vulgar; pero, en cambio, su boca era fina, suprema señal de distinción.
Pero lo que, sobre todo, arrastraba en él, era la influencia de su corazón, su virtud, su santidad, su bondad inagotable. «¡Qué bueno debe ser Dios—exclamaba Bossuet—, cuando ha hecho tan bueno a Vicente de Paúl!» En casa de los Gondi se encontró con los miembros de las más ilustres familias del reino. A todos se impuso por su evangélica sencillez. La mujer del almirante, que, en la delicadeza de su conciencia, no se atrevía a hacer un cumplido en una carta sin consultar a Vicente, quedó enteramente sometida a su dirección, y tras ella otras grandes señoras de la aristocracia vinieron a pedirle sus consejos. Pero al humilde director le pesaban las cadenas, por muy dulces que fuesen; y una mañana desapareció de la corte, dejando en el mayor desconsuelo a sus devotos y admiradores. Se le buscó ansiosamente, y pudo averiguarse que había ido a regentar la pequeña parroquia de Chatillon-les-Dombes. Más tarde llegaron los primeros ruidos de sus hazañas en ella, de las conversiones prodigiosas que obraba, del fervor que despertaba, de las asociaciones de caridad con que se preparaba para sus futuras fundaciones. En París no podían acostumbrarse a su ausencia. Le escribían carta tras carta, pero él se hacía el muerto; le enviaban legaciones suplicantes, pero siempre con resultado negativo. Fue preciso que interviniesen las más altas autoridades de la Iglesia para vencer su repugnancia. La despedida de Chatillon fue emocionante. Las gentes decían entre sollozos: «Todo lo hemos perdido; perdemos a nuestro padre.» Antes de salir distribuyó a los pobre sus muebles, sus vestidos y sus cortas provisiones. Los ricos le compraban los menores recuerdos, y hubo una lucha entre dos grandes propietarios por quedarse con su sombrero viejo.
Vicente de Paúl vuelve a entrar en París por las fiestas de Navidad de 1617. Inmediatamente comienza la serie prodigiosa de sus empresas benéficas. Organiza primero cofradías de caridad, a semejanza de lo que había hecho en su parroquia. Dirige luego su atención a mejorar la existencia de los galeotes. Su permanencia en casa del almirante le había permitido observar la miseria de estos pobres condenados a galeras. Habíales visto remando en la nave, sujetos con cadenas a los bancos, y atados de dos en dos a una bala de cañón, con las espaldas desnudas y el gorro mugriento en la cabeza, sufriendo los azotes del cómitre, sin poder exhalar un sollozo; arrostrando las lluvias y los huracanes, sin tener donde guarecerse; recibiendo, en caso de lucha, el fuego de los mosquetes, sin poder levantar la mano para defenderse; amarrados al barco irremisiblemente, sudando y jadeando, lo mismo en la salud que en la enfermedad, sin otra esperanza que la de morir para ser arrojados al mar. Vicente quiso conocer todos los horrores de aquella existencia, reemplazando a un pobre remero, exhausto de fuerzas, sentándose en su banco y llevando el peso de sus cadenas. Después se esforzó por cambiar la legislación, recorrió las galeras y las cárceles donde estaban aquellos desventurados, y consiguió para ellos un trato más benigno; un cuidado mayor de su salud espiritual y temporal.
Su estancia en las posesiones de los Gondi le hace ver también la necesidad urgente que tienen las gentes de campo de instrucción religiosa, y en 1625 empieza a organizar la Congregación de los Sacerdotes de la Misión. Echa luego de ver que urge la reforma del clero, y establece sus seminarios, propaga la práctica de los ejercicios para los ordenandos, y él mismo los dirige durante quince días en su casa de San Lázaro, y como miembro del Consejo de Conciencia que rodea a la regente Ana de Austria, se esfuerza por llevar aquel anhelo de renovación a la esfera de las altas dignidades eclesiásticas. No hay consideración humana que pueda torcer su voluntad; no hay influencia capaz de sobornarle. Una duquesa se había empeñado en hacer a un hijo suyo obispo de Poitiers, y la reina, engañada, mandó a los consejeros que informasen. Con su sotana remendada, con sus toscos zapatos, con su sombrero raído y su tosco ceñidor de lana, como solía ir siempre, Vicente se presentó en palacio llevando en la mano un pliego enrollado. «¡Ah!—dijo la reina— ¿Me traéis a firmar el nombramiento del obispo de Poitiers?» Y, cogiendo el papel, que estaba en blanco; añadió: «Pero, ¿qué es esto?» «Señora—respondió Vicente—, si vuestra majestad está resuelta a esa elección, yo os ruego que no me hagáis tomar parte en ella.» Después le contó las noticias que tenía de la conducta del candidato, y no le fue difícil convencerla de que el nombramiento hubiera sido un disparate. «Muy bien—terminó la reina—, retiro mi palabra, pero os ruego que vayáis vos mismo a hablar con la duquesa.» La comisión era difícil, y, como se podía esperar, la entrevista fue violenta. Vicente exponía sencillamente los hechos, cuando aquella duquesa, iracunda, alzándose súbitamente de su asiento, le llenó de insultos, cogió su silla y se la tiró a la cabeza, dejándole tendido en el suelo. Al salir, iba diciendo estas palabras: «Verdaderamente, es maravilloso ver hasta dónde llega la ternura de una madre para con sus hijos.» Esta fue toda su venganza.
Pero los pobres siguen siendo siempre el objeto de su principal solicitud. Primero reúne a todas aquellas grandes damas con quienes él se rozaba a diario, y las aplica al servicio de los desamparados; después alista en aquella cruzada a los hombres, y establece la Asociación de los Caballeros de la Caridad. Hay que remediar el hambre, recoger los niños expósitos, buscar trabajo para los que pueden trabajar, recoger a los ancianos, aliviar a los enfermos y asegurar el porvenir de los miles y miles de golfillos y desocupados que vagaban por las calles de la capital. Para cada necesidad tiene Vicente de Paúl un remedio, un organismo, una asociación. Es un maestro en el arte de unir a los corazones para llevarlos a un mismo fin. De pronto, concibe una idea arriesgada y sublime: crear la prensa en beneficio de la caridad. Sus misioneros, derramados ya por las provincias del reino, le envían cartas conmovedoras y descripciones horripilantes del dolor y la miseria. Nada más a propósito, piensa él, para mover las almas a la piedad; y manda aquellas informaciones para distribuirlas a las puertas de las iglesias. La publicación se hace periódica, y el público la lee con tal avidez, que, como dice el santo, «hubo necesidad de dar de nuevo a la prensa las primeras hojas para satisfacer los deseos de algunos, muy interesados en seguir el desarrollo de esta obra, una de las más considerables de nuestros días.»
Como complemento de la Hermandad de las Damas de la Caridad, empiezan a aparecer desde 1633 las Hijas de la Caridad. El encuentro de San Vicente con la señorita Le Gras, con la abnegada, inteligente e infatigable Luisa de Marillac, da a esta nueva institución una importancia en que el fundador no había pensado al principio. No hay servicio humilde en favor de los pobres al cual no debe plegarse la Hija o la Hermana de la Caridad; debe consolar a los afligidos, velar a la cabecera del enfermo, ayudar a los ancianos, remediar la necesidad de los pobres, buscarles en plena calle, en la penumbra de la buhardilla, en la choza, en el hospital y en el campamento. De ordinario, son mujeres salidas del pueblo y libres de las repugnancias que Vicente había encontrado en el seno de la aristocracia. «No olvidéis, hermanas mías—les decía—, que la mayor parte de vosotras sois unas jóvenes pobres y de humilde cuna, como yo, que en mi infancia estuve guardando un rebaño.» Y añadía, trazando los caracteres distintivos de la nueva asociación: «Las Hijas de la Caridad tendrán por monasterio las casas de los enfermos, por celda un cuarto de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por clausura la obediencia, por rejas el temor de Dios y por velo la santa modestia.»
Vicente de Paúl era el alma de todas estas fundaciones: organizaba, instruía, ampliaba, dirigía y sostenía. Y aún le quedaba tiempo para luchar con los jansenistas, para convertir a los hugonotes, para guiar por los caminos de Dios a una multitud de almas santas que entonces pululaban en París. San Francisco de Sales había puesto en sus manos el legado exquisito y doloroso de Santa Juana de Chantal. No se equivocó al adivinar en él un criterio seguro, un corazón humano y una rara delicadeza para manejar las almas sin atormentarlas. Si alguno podía sostener a la santa fundadora en medio de la noche oscura y cruel por que atravesaba, era, sin duda, San Vicente, y aunque no logró devolverle la serenidad—esto sólo Dios lo hubiera podido hacer, y Dios no quería—, su amistad fue para ella largamente bienhechora. Una vez más acudió a aquel don prodigioso de asimilación, y no tardó en revestirse, por decirlo así, del espíritu de San Francisco de Sales, en que la firmeza y la suavidad se aliaban tan armoniosamente. Hasta el estilo de sus cartas a la santa recuerda al obispo de Ginebra: «Mi digna madre—le escribía—; que es de tal modo mi digna madre, que la puedo llamar única, y la honro y la quiero más tiernamente que ningún hijo amó y respetó a su madre, después de Jesucristo, y esto en un grado tan alto, que tengo bastante estima y amor para dar a todo un mundo, y puedo decirlo sin exageración.» Sin exageración, ciertamente; porque, como dice su primer biógrafo, «tenía el corazón muy tierno, generoso, noble, liberal y fácil para concebir afecto por lo que veía que era verdaderamente bueno y según Dios». Tenía una sensibilidad viva y profunda. «La impresionabilidad en toda su persona—añade otro contemporáneo—era finísima. No podía hablar de un desgraciado sin suspirar y sin que el dolor y la compasión se pintasen en su rostro.» Esta sensibilidad fina, despierta y flexible como la de un niño, se reflejaba en todos los actos de su vida. «Pronunciaba todas las palabras de la santa Misa de una manera tan devota y afectuosa, que se veía bien que su corazón hablaba por sus labios. Parecía sorber el sentido de la Escritura, como un hijo la leche de su madre. El tono de su voz era siempre medio y agradable; su aire, libre y devoto. Había muy particularmente en él dos cosas, que se encuentran rara vez en una misma persona: una profunda humildad y un porte grave y majestuoso.»
Los jansenistas le despreciaron como hombre de poca cultura y de escasa inteligencia, y, sin embargo, se pudo decir de él «que tenía un espíritu grande, firme, circunspecto, capaz de grandes cosas y difícil de sorprender». No le atraía la especulación; mas por lo que hace a las cuestiones prácticas, puede considerársele como un genio. Hubiera podido ser el más grande de los políticos. Nada se escapaba a su admirable penetración. Una mirada le era suficiente para abarcar el pro y el contra de una cuestión, y ver todos los obstáculos y facilidades de un proyecto. Era lento para decidirse, por naturaleza y por virtud, pues según su propia expresión, no quería adelantarse a la providencia divina; pero una vez que se decidía, iba seguro de que nada imprevisto torcería el curso de la realización de la obra. De hecho, jamás tuvo que cejar en ninguna empresa; jamás tuvo que decir que se había equivocado, aunque esto hubiera sido agradable a su humildad. De aquí provenía el arrojo con que acometía sus empresas. Se le creía tímido, y de repente, daba muestras de una audacia que para muchos era temeridad. Pero todos sus ímpetus iban regidos por la prudencia, por aquel buen sentido del cual decía Bossuet que es el árbitro de la vida. La clarividencia de Vicente de Paúl equivalía a una especie de infalibilidad. Todas estas cualidades se juntaban para formar la rica psicología, el genio organizador, la naturaleza espléndida de aquel hombre, que puede ser considerado como uno de los grandes bienhechores de la humanidad.
Aun como escritor, Vicente de Paúl ocupa un puesto importante en el campo de la literatura eclesiástica. Más que un jefe de escuela, es un discípulo de Berulle y de San Francisco de Sales; pero hay muchas joyas de pensamiento y de lenguaje en la serie de volúmenes donde se encuentran sus cartas, estatutos, memorias y conferencias a las Hijas de la Caridad y a los Padres de la Misión. Se ha dicho que todo allí revela al hombre de Estado capaz de regir un Imperio. No hay riqueza de imaginación ni elegancias de estilo. Sería inútil pedirle la gracia amable y risueña del obispo de Ginebra, o el tono majestuoso de Bossuet, o la delicadeza quebradiza y sutil de Fenelón; pero, en cambio, no hay página en que no resplandezca la gravedad, la caridad, la firmeza, el profundo conocimiento de los hombres, la ciencia de los negocios, la precisión y el lado práctico de las cosas; no hay página que no nos descubra al hombre de acción, al amigo de los pobres, al apóstol, al organizador de la caridad, al santo.