viernes, 10 de agosto de 2012

SAN LORENZO

Valeriano había inaugurado su persecución con un edicto de destierro contra los jefes de las iglesias. El Papa Esteban moría fuera de Roma, y la policía vigilaba sobre los bienes eclesiásticos. Tratábase, ante todo, de socorrer al erario exhausto con las riquezas de los perseguidos. En vista de las maravillas de la caridad cristiana, aquellas riquezas debían de ser fabulosas. La limosna vaciaba y llenaba sin cesar la caja de la Iglesia. Sólo la Roma cristiana podía alimentar a cerca de dos mil indigentes, después de atender al sustento de los ministros, a las necesidades del culto, a la liberación de los cautivos, a la reparación de los cementerios y al alivio de los forzados y los desterrados. Y aun podía extender su solicitud a los cristianos de Arabia y de Siria. Mientras el Imperio se ahogaba en una crisis económica cada día más profunda, los paganos se maravillaban al ver una sociedad en que los pobres eran menos pobres, porque había quien les daba pan y trabajo; en que los ricos eran más ricos, porque su patrimonio no se consumía en espectáculos crueles y voluptuosos. Pero Tertuliano les decía con mucha verdad: «El dinero, que a vosotros os divide, es para nosotros un lazo de unión. Como estamos unidos con toda la sinceridad del alma, no vacilamos en poner nuestras bolsas a disposición de todos. Y añadía con la crudeza propia de su lenguaje: «Entre nosotros todo es común, menos las mujeres; entre vosotros, excepto las mujeres, nada hay común.»

Como el edicto de 257 no había dado los frutos apetecidos, en la primavera del año siguiente apareció otro que condenaba con la pena capital y la confiscación a los miembros del clero, del Senado y de la aristocracia. Se le aplica rigurosa y despiadadamente. «En Roma—escribía San Cipriano—los prefectos se ocupan diariamente en la persecución, condenando a muerte a los que son conducidos delante de ellos y apoderándose de sus bienes.» El Papa Sixto fue una de las primeras víctimas. Los pretorianos le sorprendieron en el cementerio de Pretextato mientras celebraba los santos misterios, le arrastraron al tribunal, y del tribunal le condujeron al suplicio. En el camino se le presentó su primer diácono para darle el último adiós. La tradición pone en su boca estas palabras emocionantes: « ¿Adónde vas, ¡oh padre!, sin tu hijo? ¿Adónde, ¡oh sacerdote!, sin tu diácono?» «Hijo mío—respondió el Pontífice—, no creas que te abandono. Mayores son los combates que a ti te aguardan. No llores; la separación será sólo de tres días.»

Este diácono se llama Lorenzo. Nacido en Huesca, había llegado a ser en la Iglesia de Roma la primera personalidad después del obispo. «Era—dice Prudencio—el primero de los siete varones que se agrupaban junto al ara; grande en el grado levítico y más noble que sus compañeros. Él tenía las llaves de las cosas sagradas; presidía el arcano de la casa celeste, y gobernando como fiel custodio, dispensaba las riquezas dé Dios.» Lleno de gracia en su lenguaje, de lealtad en su ministerio, de fortaleza en su conducta, Lorenzo era ya popular entre sus hermanos de Roma. Pudieron detenerle juntamente con su obispo, pero les pareció mejor andar con más tiento, tratándose de aquel hombre que tenía los libros de la contabilidad. Llevado unas horas más tarde a la prefectura, oyó las palabras más corteses y melosas. «Soléis quejaros—le dijo el prefecto Cornelio Secularis — de que os tratamos despiadadamente. Pues bien; yo quiero hablarte con blandura, quiero rogarte que me presentes lo que tú debieras darme espontáneamente.» Sacó luego a relucir los inmensos tesoros de las iglesias: arcas llenas de plata, lingotes de metales preciosos, objetos de arte, vasos, tapices, gemas y collares. «El pueblo—continuó—pide esa riqueza; el fisco, el tesoro, la reclaman; es preciso ayudar al soberano.» Suavemente, con una sonrisa casi imperceptible, respondió el diácono: «Es verdad, nuestra iglesia es rica; ni el mismo emperador podría presentar tan opulentos tesoros. Por mi parte, estoy dispuesto a entregártelos, a poner en tus manos todas las maravillas de Cristo; pero necesito un lapso de tres días para reunirlo e inventariarlo.»

El prefecto asiente alborozado. Ya está viendo los montones de oro, las pilas de sestercios, el brillo deslumbrante de los cálices y las lámparas. Aguarda anhelante. Las horas le parecen de una lentitud angustiosa. Al fin, el diácono aparece de nuevo: «Ven—le dice—, ven a admirar las riquezas que codicias. Los pórticos están llenos de áureos vasos; los talentos, dispuestos ordenadamente, brillan junto a las paredes. Hay estuches maravillosos; hay joyas de belleza admirable.» Y señalándole el ejército de cojos, de ciegos, de niños, de pobres y desgraciados que alimentaba la Iglesia romana, con el mismo acento con el cual Cornelia mostraba al pueblo sus hijos, los jóvenes Gracos, anadió:

«Estos son mis tesoros.» Este rasgo heroico e irónico a la vez, este valor indomable y este gracejo aragonés, encendieron la ira del magistrado. «Pagarás la burla—exclamó, gesticulando como un demente—. Ya sé que la muerte no os asusta a los cristianos; pero yo atajaré tu vida para prolongar tus dolores. Subirás a la pira ardiente, te extenderás en un brillante lecho, y allí, si te parece, discutiremos lo que puede Vulcano.» Entre tanto, los verdugos iban preparando las tenazas, las parrillas y la leña verde. Lorenzo había sido condenado a ser quemado vivo. «Tendido en el asador de hierro—dice el poeta—, su rostro brillaba con una belleza celeste; un fulgor rubicundo le envolvía. Parecía el legislador antiguo, cuando bajaba de las cumbres del Sinaí, o Esteban, el protomártir cuando entre la lluvia de piedras vio la claridad del Cielo.» Ni el temblor estremecía sus miembros desnudos, ni el dolor encogía su corazón. Sus labios parecían sonreír, y sus ojos se fijaban retadores en el tirano, como diciendo: «¿Es esto lo que puede Vulcano?» El olor de su carne asada llena la atmósfera; las llamas hunden en su cuerpo su aguijón punzante; pero otro fuego inefable neutraliza su mordedura, «un fuego eterno y divino, Cristo, el fuego verdadero, que ilumina a los Justos y abrasa a los pecadores».
¿Tienes envidia por la llama hermana?
¡Oh la suave caricia de su halago!
Nunca en el lecho de una cortesana
gozaste cual yo en este donde yago.
Este rumor de llamas crepitantes
es chasquido de besos de una orgía (*)
y sus lumbres son lámparas brillantes
que de mi noche han hecho un claro día.
Los pobres se han llevado mi tesoro,
ya vienes tarde para hacer el trato;
pero mira mi carne, carne de oro.
¿Cuándo hallarás tan exquisito plato?

El mundo cristiano recordará siempre la actitud sublime del joven diácono en medio del tormento. Es de una trágica belleza aquel momento en que el mártir, encarándose con el juez, le dice: «Cocido está ya este lado; da la vuelta y come.» Prudencio, que conocía bien la psicología de sus compatriotas, reprodujo con todo su vigor aquel rasgo inolvidable. Se ha dicho que aquellos primeros representantes de la España cristiana no pueden clasificarse entre el rebaño de los corderos que balan resignados. Apenas podemos penetrar en la intimidad de su vida cotidiana; pero sabemos que morían con gestos magníficos. Delante del suplicio se muestran arrogantes e intrépidos. Desafían a la muerte y se ríen de ella; como los numantinos en medio de sus casas humeantes; como los cántabros desde lo alto de sus cruces. Hablan, chancean, discuten y gesticulan; parece como si la muerte llegase con demasiada rapidez a interrumpirles. Así la doncella Eulalia en Mérida, así el niño Justo en Alcalá, así el soldado Emeterio en Calahorra, así el diácono Vicente en Valencia. A todos los precedió el oséense Laurencio en la audacia celtibérica y en la fiera y soberana grandeza.

Pero en el último momento el invicto diácono se olvida de sus verdugos para pensar sólo en la santa Iglesia y en la ciudad de Roma. Sus últimas palabras fueron una oración por la Roma cristiana, cuyos gloriosos destinos vislumbra allá lejos en una era gloriosa de paz y de grandeza. En el himno, caudaloso y raudo como un torrente, en que cantó a su compatriota, Prudencio ha Interpretado de una manera grandiosa aquellos últimos momentos. Rara vez la lira romana alcanzó tan vibrante acento y amor tan escandecido:

« ¡Oh Cristo, Dios único y verdadero; oh esplendor, oh padre del Padre; oh Hacedor del Cielo y la tierra y fundador de estas murallas! Tú que colocaste el cetro de Roma en la cumbre de toda la pujanza, y decretaste que el Universo mundo obedeciera a la toga de Quirino; he aquí cómo el linaje de los mortales se ha reunido todo bajo el reinado de Remo: el mismo sentir tienen todos los pueblos más diversos y los más disonantes ritos publican una verdad idéntica... Apiádate, oh Cristo, de tus romanos; haz que sea cristiana la ciudad por cuyo ministerio Tú sembraste en las otras la salutífera creencia. Cuando los miembros rechazan la superstición, no permanezca impía la cabeza; hágase Rómulo cristiano, sea creyente Numa, huya Júpiter adúltero y triunfe la espada de Pablo.»

Medio siglo más tarde se cumplían plenamente los anhelos ambiciosos del mártir. «Aquella muerte heroica fue la muerte de los templos paganos: Vesta se aburría en sus lares desiertos»; el primer emperador cristiano amontonaba los mármoles y el oro para honrar a la víctima de sus antepasados; las mismas lumbreras del Senado, los flámines, los lupercos y las vestales se amontonaban junto a la basílica del héroe cristiano cantando himnos y derramando lágrimas; y mientras la Roma celeste «le proclamaba cónsul perpetuo», la Roma terrena le veneraba al igual de los Apóstoles.

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