lunes, 27 de agosto de 2012

SAN CESÁREO DE ARLÉS, Obispo

Cuando él nace, agoniza el Imperio de Occidente. Hijo de un rico galorromano de Chalón, ya en su infancia era tan compasivo, que muchas veces daba los zapatos nuevos a los niños que andaban descalzos; pero luego, para evitar los azotes de su padre; no temía decir que se los habían cogido. Este rasgo ingenuo y conmovedor nos recuerda lo que dirá más tarde a su pueblo de Arles: «Escuchadme, hermanos míos: que cada cual haga sus posibles para no venir a la iglesia con las manos vacías. El que pueda, que traiga ropa nueva para vestir a los pobres; el que no pueda, que traiga al menos sus vestidos viejos. Por lo que a mí se refiere, me acuso con dolor de que más de una vez se me apelillaron las túnicas que debiera haber dado a los indigentes, y mucho temo que Dios las presente en testimonio contra mí en el último día.»

Cesáreo reconocía; tal vez con las exageraciones de la humildad, «que en su juventud fue un hombre sin esperanzas, que caminaba irreflexivamente por las sendas escabrosas de los placeres, corriendo con ciega presunción a los precipicios de la felicidad mundana». Pronto, sin embargo, su ánimo grave y generoso empezó a hastiarse de ensueños y vanidades. Llevado de aquellas tendencias ascéticas que habían germinado en muchos espíritus ante la desaparición de un Imperio milenario, abandonó su patrimonio, desapareció de la ciudad y fue a buscar un refugio en el más famoso de los monasterios galos, el que San Honorato había fundado un siglo antes en la isla de Lerins. La costa soleada y dorada de Cannas y Montecarlo no había sido profanada aún por caravanas bulliciosas de ociosos invernantes; y Lerins era todavía, en medio de las olas, un remanso de paz. Cesáreo encontró allí un paraíso; fecundada por un trabajo perseverante, la isla se había convertido en el más risueño de los jardines. Frente a las habitaciones de los monjes florecían los lirios y las madreselvas, junto a los repollos y los guisantes; más lejos, la viña se abrazaba a los olmos y los manzanos, y al oro de la playa se mezclaba el oro de la espiga. Pero el novicio de Chalón se deleitaba, sobre todo, pensando en los grandes hombres que la habían poblado: en Honorato, en Lupo, en Vicente, en Fausto, prelados insignes, sutiles teólogos, rígidos ascetas y defensores de la fe. Los macizos rocosos que aparecían más allá del golfo le impresionaban menos que aquellas grandezas morales. « ¡Oh isla afortunada! —exclamará cuando más tarde la vuelva a ver desde la costa—, aunque pequeña y humilde, has producido montañas innumerables que se levantan hasta el Cielo.»

Entre los doctores de Lerins, Cesáreo recogía muy particularmente las lecciones graves del obispo de Rietz, Fausto, que acababa de ilustrar la iglesia de Galia. Ante la calma absoluta del mar, escuchaba su voz grave, que le invitaba a poner su vida en armonía con la Naturaleza: « ¿De qué te sirve habitar en este lugar silencioso, si sufres en tu interior la tormenta de las pasiones? ¿Qué deleite puede tener para ti esa calma, si las tempestades conmueven tu corazón? Y ¿para qué haber dejado el mundo, si sigues alimentando los afectos mundanos dentro de ti?» Otras veces las olas avanzaban furiosas, como queriendo devorar la isla, y entonces el joven monje leía: «Este mar es el mundo; el monasterio, en cambio, es el puerto. ¿Qué debe hacer el monje? Echar el áncora para siempre. ¿Osará volver al mundo algún día? Esas rocas contra las cuales se rompe la furia del mar son la imagen de los escollos entre los cuales habría de perecer.» Cesáreo leía ávidamente las instrucciones que veinte años antes había escrito el abad Fausto para los monjes de la isla. Eran para él como un manual de ascética, como el alimento de su vida y el arsenal en que buscará sus armas cuando a su vez se convierta en predicador y legislador de monjes. Y al mismo tiempo que leía, meditaba, trabajaba, luchaba contra las pasiones, se esforzaba por conquistar las altas torres de la perfección, porque, como decía el maestro, «el monasterio no debe ser considerado como un hogar de reposo, en que se puede dormir pacíficamente, sino como un campo apto para todos los ejercicios del combate espiritual, pues el enemigo es tanto más terrible cuanto que vive en el interior del hombre: se le puede vencer, pero no conseguir de él una tregua.» Y en otra parte, la voz grave del abad le repetia esta sentencia, que le hacía temblar: «El monasterio es el lugar más propicio para avanzar en la perfección; pero es también el más a propósito para condenarse, si no se llega a él para vivir en la vida perfecta. Más vale un cristiano de vida ordinaria en el siglo que un monje relajado en el claustro.»

Nombrado administrador de los bienes del monasterio, Cesáreo recordaba constantemente aquellas palabras del maestro de la ascesis lerinense: «Un monje debe fijar por límite de sus deseos lo necesario. De nada sirve haber renunciado a los bienes propios, si no nos libramos de la codicia de los demás bienes.» En consecuencia, era un administrador severo e incorruptible. Prevenía las necesidades y las remediaba con toda solicitud; pero cuando alguno le pedía una cosa sin necesitarla, se la negaba sin temor a las críticas de los descontentos. «Si hay alguien a quien mi conducta desagrada—solía decir—, que considere mi propio peligro. Mucho me temo que aquellos para quienes tenga aquí una falsa complacencia, se olviden de defender mi causa delante del tribunal de Cristo. No me siento con bastantes méritos para tomar sobre mí los pecados de otro, ni con bastante elocuencia para contradecir delante de un juez poderoso a los grandes santos que fijaron la disciplina de la vida cristiana.»

Antes que mitigar su rigor, el austero mayordomo prefirió dejar su cargo para retirarse a vivir en una celda solitaria que había cerca del monasterio. Allí se entregó con tal ardor a los ayunos y a las penitencias, que en poco tiempo quebrantó su salud, y no sólo tuvo que desistir de su empeño de igualar las proezas de los ayunadores de Egipto, sino que se vio obligado a trasladarse a Arles en busca de médicos y medicinas. La receta de los médicos fue una desilusión para el joven cenobita. Había creído que con ayuda de alguna pócima llegarían a devolverle las fuerzas en pocos días para volver a reanudar sus combates diurnos y nocturnos; pero desde el primer momento le dijeron que, si quería curar, debía pasar mucho tiempo lejos de la soledad, durmiendo a discreción, comiendo delicadamente, paseándose y renunciando a sus vigilias prolongadas. Pensó al principio que era preferible morir en el campo antes que cometer aquello que él consideraba como una prevaricación; pero sus buenos amigos le decidieron a someterse con docilidad. Para buscar alguna distracción, empezó a estudiar las letras latinas, que hasta entonces le habían preocupado muy poco. Un retórico africano, llamado Pomerio, que entonces residía en Arles componiendo libros místicos y gramaticales, se ofreció a introducirle en las brillantes mansiones de la literatura clásica. Pero el timido discípulo se llenaba de inquietud ante las sonrientes figuras de la mitología; las diosas del Olimpo turbaban sus sueños y una noche vio a Horacio en la figura de un dragón que se enroscaba furioso alrededor de su cuerpo. Desde entonces no volvió a abrir un solo libro profano. Sus maestros eran Eugenio de Lyón, Orígenes, San Ambrosio, y, sobre todo. San Agustin. Esta ruptura con el mundo pagano fue perjudicial para su vida. Será escritor, pero sin el arte de dominar su pluma, sin la ciencia de desarrollar el pensamiento, sin la habilidad que sirve para perfilar la frase y darla elegancia y armonía. Un poco más de retórica le hubiera dado un puesto distinguido entre los últimos oradores de la decadencia romana.

Cesáreo era un rigorista en materia de estudios, como antes lo había sido en la ascesis y en la administración. Su ideal, tratándose de estilo, era no tener ninguno. La vida era demasiado corta, y en aquellos días de catástrofes sociales todo el tiempo le parecía poco para poder malgastarlo en flores de palabras, como su amigo Enodio de Pavía. « Lo que importa, pensaba, es salvar la esencia de la moral evangélica, la sabiduría de la ley canónica, la obra paciente de cinco siglos de cristianismo.» Y a eso consagró él todos sus esfuerzos. Nombrado obispo de Arles en 513, fue uno de los fundadores de la sociedad nueva. Con gravedad episcopal y con rigidez de monje, pero siempre con prudencia, escribió, predicó, recordó a los fieles la moral cristiana, promulgó estatutos en los Concilios, ordenó reglas para monjes, amplió la legislación canónica e impuso la disciplina eclesiástica. Durante más de treinta años se presenta a los reinos occidentales como el hombre de la ley. Respetado por Teodorico el Grande, favorecido por los reyes francos, admirado por los mismos monarcas visigodos, no quiso, sin embargo, poner su ministerio sacerdotal al servicio de la política, ni mendigar de la política apoyos o recomendaciones. No faltan en torno suyo grandes acontecimientos, pero él trata de moderar sus consecuencias en el orden religioso desde la atalaya del Santuario, siendo siempre, como dice su biógrafo, piadoso entre los bárbaros y pacifico en medio de las guerras. Fue ante todo, según la expresión de un contemporáneo suyo, «el hombre que ensena la regla de la disciplina con la palabra y con el ejemplo». Empujado por su mismo instinto al estudio de las cuestiones espirituales, logró formarse, combinando las escuelas de los maestros de Lerins y de San Agustin, un ideal de la vida cristiana, en que el espíritu disciplinado y grave de los primeros se armonizó con el ardor comunicativo y la misericordia del segundo. Sus esfuerzos para realizar este ideal en medio de la sociedad cristiana, escribiendo sus sabios estatutos y sus admoniciones populares, comentando las normas de la ética delante de los pueblos, de los obispos y de los monjes, comunicando a la concisión, siempre espinosa del precepto, la elocuencia de la práctica y la dulzura de la piedad, juntando con la firmeza de la voluntad el sentido de la medida, le dieron un puesto eminente entre los organizadores y maestros espirituales de la Iglesia galicana. Su influencia pasará al otro lado de los Pirineos, y San Isidoro no dudará en reproducir un siglo más tarde las sabias disposiciones del obispo arelatense.

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