miércoles, 29 de agosto de 2012

MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA

Montes rotos de Moab, paisaje de rocas desnudas, desierto de Judá, poblado por grupos de esenios escuálidos. Al Oriente, el Mar Muerto, sepulcro viscoso de ciudades malditas; en la cima, asomándose a unos precipicios que turban la vista, la fortaleza; y en el centro de la fortaleza, el palacio. Tal se nos presenta Mackeronte en la descripción famosa de Josefo: un castillo inexpugnable dominando una tierra abrupta, desolada y candente. Pero el refugio de cohortes se había convertido ahora en morada del placer. La locura del amor se reía de todos los terrores y desafiaba todas las miserias. Fuera; las aguas densas y amargas de la maldición, los pavorosos barrancos, la inmensidad metálica y requemada de los clamores litúrgicos de los penitentes, los alaridos de los chacales y el crascitar de los cuervos oteando la presa; dentro, la embriaguez de los deleites y la miel de las caricias, más gustosa entre la aridez circundante, como la miel en la roca. Allí pasa sus días el hijo de Herodes el Grande, Antipas, tetrarca de Galilea; detrás de aquellas murallas esconde sus vergonzosas pasiones. Como Roma lo hace casi todo en su pequeño principado, a él apenas le queda otra cosa que llevar la púrpura y gozar. Le acompañaba Herodías, y la hija de Herodías, Salomé. Herodías, nieta de Herodes el Grande, era otro vastago de su misma familia. Antipas se la había arrancado a su hermano Felipe, no Felipe el tetrarca, de quien hablan los evangelistas, sino el humilde Felipe Boeto, que vivía en Roma sin ambiciones. Pero su mujer las tenía. Bella, arrogante, imperiosa, llevaba en las venas la espuma de la sangre, los audaces designios, las perversiones magníficas de los Asmoneos (Macabeos). Aquella condición inferior la humillamaba; quería reinar a toda costa, y bastó que Antipas la ofreciese un trono para abandonar a su primer marido.

Aquel nidal de guerra defendía ahora los secretos de los dos amantes. Era dulce vivir allí, en medio de pompas cortesanas, de incienso de adulaciones y magnificencias orientales. Tal vez el pueblo empezaba ya a murmurar escandalizado; pero en el alcázar todo eran sonrisas y pronósticos de ventura. De repente, rígido, airado, centelleante de indignación, apareció un hombre en el umbral. Era el Bautista, el profeta del fuego, magnífico y terrible con su larga cabellera, con su rostro tostado del sol, con su barba torrencial, con su piel de camello y su cinturón de cuero. Juan comprendía que se acercaba el fin de su misión. Cerca de él, otro profeta empezaba también a predicar y a bautizar, agrupando en torno suyo a todos los que aguardaban el reino de Dios. «Maestro—decíanle al Bautista los discípulos que aún le quedaban—, aquel que estuvo contigo al otro lado del Jordán, aquel a quien tú diste testimonio, empieza a bautizar y todo el mundo se va con él.» Él escucha sereno estas quejas amargas, y se esfuerza por calmar el ánimo de sus admiradores, recordándoles que en todas las cosas hay que ver la voluntad de Dios. «Nada hay en el hombre—dice— que no le sea dado del Cielo. Vosotros sabéis que yo he dicho: No soy el esposo, sino el amigo del esposo; no soy el Cristo, sino el precursor.» Y remontando el curso del Jordán, se acercó a los límites de Galilea.

No tardaron en llegar a sus oídos los rumores de lo que pasaba en Maqueronte, y el celo de Dios le arrebató. Su corazón no temblaba en presencia de los tiranos: al principio de su ministerio había amenazado a los grandes de Israel; los saduceos acechaban con inquietud los ecos que venían del desierto; ninguna grandeza le detenía; ningún poder estaba libre de sus reproches. Ahora su voz cayó como un trueno en medio de las fiestas cortesanas. Subió del Jordán como un león de su madriguera, trepó a los peñascos de Mackeronte, y el roquedal pareció como la peana de su figura indomable. Y cuando Antipas se asomaba al mirador, o paseaba entre las columnatas del peristilo, el profeta se acercaba bramando: «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Nadie le detuvo; secos, iluminados, torturados, sus discípulos le defendían, y Antipas tuvo miedo. Pero la nieta de Herodes rugía a su lado, y clamaba: «¿Qué importa que tus siervos se humillen ante mí y tus huestes me defiendan, si se abre libremente esa boca para escupirme?» Y un día la guardia del tetrarca se apoderó de Juan y le arrojó a un calabozo.

El calabozo era un sótano húmedo y oscuro de aquella fortaleza de Mackeronte. Arriba se gozaba de la luz y del amor; abajo yacía él cargado de cadenas. La larga sombra del Bautista austero no cortaría ya las aguas del Jordán; pero la boca que clamaba en el desierto no estaba aún amordazada. A veces la prisión se abre para dar paso a sus discípulos. Los exhorta, los instruye y sigue confirmando su esperanza en el reino del Mesías. Transmite mensajes y los recibe. Tiene la mirada fija en el profeta a quien un día sumergió en las aguas, y desde la cárcel le envía su último testimonio. Es una embajada concebida en estos términos:

«¿Eres tú el que va a venir o debemos esperar a otro?» Juan no duda, ni se siente debilitado por las angustias de la prisión, ni piensa que tal vez ha equivocado su camino. Su único intento es provocar una manifestación explícita de Jesús, y transmitirla a sus discípulos. Y entonces sale de la boca de Cristo el mayor elogio que puede decirse de un hombre: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una cana agitada por el aire? ¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido muellemente? No; los que usan finos vestidos habitan en los palacios reales. ¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, un profeta, y mucho más que un profeta. Porque él es de quien se ha dicho: He aquí que os envío a mi ángel para que prepare los caminos delante de vosotros. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer, ninguno más grande que Juan el Bautista.»

De cuando en cuando el prisionero es llevado a presencia del rey. Antipas es un supersticioso; tiene el miedo de los cobardes; sus pensamientos le roen el alma, y la imagen de su cautivo turba sus sueños de felicidad. «Le teme, porque sabe que es un hombre justo y santo; le escucha de buena gana», y tal vez confía que a fuerza de obsequios logrará encontrarle menos severo. Pero el profeta no tiene más que una palabra. «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Antipas tiembla al oírla zarandeado por el remordimiento y la pasión. Demasiado débil para libertarse por el crimen de un censor importuno, demasiado corrompido para seguir resueltamente la voz del deber, se contenta con proteger al preso de las venganzas de Herodías. Entre tanto, el odio se envenena en el corazón de la adúltera, dispuesta a buscar el momento oportuno. Y supo aprovecharle con sagacidad verdaderamente femenina. Casi un año llevaba Juan Bautista en la prisión, cuando llegó el día del natalicio de Herodes. Hubo fiestas solemnes para celebrar el grande acontecimiento, hubo epinicios y canciones en griego y en hebreo, y para terminar los festejos, un espléndido festín en que brilló aquella magnificencia deslumbrante de Herodes, que se había hecho proverbial hasta entre los poetas y los patricios opulentos de Roma. Sobre triclinios de bronce de Iberia y de cidro de Numidia se recostaban los más altos personajes de Galilea, rabinos, banqueros, oficiales y cortesanos. Delante, mesas de mármol sobre caimanes y ciervos de plata, y en los muros, colgando de los frisos de cerámicas y mosaicos, alcatifas de Persia, pieles de Dugongo, almagradas, tejidos de Sussa, adornados de toros y gacelas, de amenos paisajes y escenas de caza y de guerra. Esclavas nubias y sirias pasaban ligeras bajo los artesones de pupilas de granate y esmeralda llevando los manjares en bandejas de plata y de cristal, pavos reales lardeados, carnes de jabalí, rostrizos coronados de morcillas, pasteles de setas y especias, faisanes rellenos de salchichas y mollejas, de uvas tostadas y altramuces, moscateles de Chipre, tarros de licor de almezas, agua de azafrán, infusión de miel con vino de España, mostos como almíbares, traídos en odres de nieve.

Herodías miraba satisfecha al tetrarca. Las piedras de sus collares resplandecían como pupilas de tigre, y sus ojos brillaban como sus brillantes. Estaba más acariciadora, más zalamera que nunca. Muchas sorpresas había preparado para aquella noche, pero la mayor estaba reservada para el fin; la mayor, la más regocijante, la más embriagadora; más embriagadora que los vapores ardientes del falerno. Antipas había pasado su juventud en Roma; conocía los movimientos jónicos de que habla Horacio, las evoluciones de las bailarinas gaditanas, las danzas lascivas de Capua y de Nápoles, la seducción de los coros de las doncellas representando las escenas más audaces con sus gestos y actitudes. Ahora bien: en el palacio había una joven que, educada en Roma, conocía los secretos más sutiles de aquella ciencia terrible. Era Salomé, la hija de Herodías. Herodías quiso que Salomé bailase. Y bailó. Y de tal manera subyugó el corazón del príncipe con el donaire de su danza, que, entre los aplausos de los comensales, Herodes prometió darle cualquier cosa que pidiese, aunque fuese la mitad de su reino. Y lo juró solemnemente. Ella permaneció indecisa mirando a uno y otro lado. Se le ocurrían tantas cosas, que no sabía qué pedir. Al fin, pensó que su madre podía darla un consejo. «¿Qué pediré?», le dijo, jadeante todavía. La adúltera tenía preparada la respuesta. «La cabeza de Juan el Bautista», respondió con aire de triunfo. La joven no se estremeció: era hija de tal madre. La intriga y la belleza la harán también a ella esposa y madre de reyes. Ahora se acercó al rey, y sin el menor temblor en la voz, sin el menor rubor en el rostro, le dijo; «Quiero que me des ahora mismo, en un plato, la cabeza de Juan el Bautista.» Y, al mismo tiempo, su mano de sierpe señalaba una de las bandejas argénteas que aún quedaban en la mesa.

A pesar de su ciega brutalidad, Herodes Antipas valía más que las dos mujeres. Súbitamente se dio cuenta del lazo infame que se le había tendido, y se puso triste. Pálido de horror, miraba en torno por ver si sorprendía alguna mirada de piedad; pero advirtió que los ojos de los comensales se fijaban en él exigentes y regocijados. Era débil, y al mismo tiempo, vanidoso; no tenía grandeza de alma para afrontar las censuras de los magnates, ni entereza para desafiar la ira de aquellas mujeres perversas: excusando su crimen con la religión del juramento, dio la orden fatal. A una señal suya, el verdugo, que estaba siempre a su lado, según la costumbre del Oriente, tomó el plato que le tendía la bailarina y salió.

Unos instantes después Juan dejaba de existir. Al testimonio de la palabra había juntado el testimonio de la sangre. Su cabeza, caliente todavía, apareció en la sala chorreando sangre. Salomé dio un salto para arrebatársela al verdugo, y se la presentó a su madre. Según la tradición, Herodías se ensañó en su víctima, atravesando con un alfiler de oro, que tomó de su peplo, aquella lengua que no había podido encadenar en vida, y arrojando el cuerpo mutilado en los barrancos de los alrededores. Los discípulos del mártir le recogieron, salvándole de los buitres y dándole honrosa sepultura. La voz del amigo del esposo se calló aquella noche de primavera, un año antes que la voz del esposo. Pero el tetrarca seguía oyéndola todavía. Aguijoneado por el remordimiento, día y noche veía la mesa ensangrentada, la frente del profeta, más grave con la palidez de la muerte, y sus labios, que se abrían para pronunciar el anatema. Se hizo miedoso; suspicaz; cruel. La figura de Juan se le presentaba en todos los peñascos de Mackeronte, en todas las galerías del alcázar. Cuando en torno suyo se hablaba de los prodigios de Jesús, decía tembloroso: «Es Juan, el que bautizaba, y vuelve de entre loa muertos.» En vano se esforzaban sus domésticos por tranquizarle. Él decía siempre: «Es Juan, es Juan... el que subió del río.»

Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»

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