domingo, 5 de agosto de 2012

Homilía


Durante estos domingos dejamos un poco de lado el evangelio según San Marcos, correspondiente a este ciclo litúrgico, para adentrarnos en el discurso eucarístico del evangelio según San Juan.


La lectura evangélica de hoy tiene su punto inicial de inspiración en la trayectoria del pueblo de Israel, en marcha hacia la Tierra Prometida.
El enclave natural es distinto: la sequedad del desierto, por un lado, y el verdor de una primavera lozana, por otro.
El pueblo rodea a Moisés, confiando en su caudillaje.
La muchedumbre se arremolina en torno a Jesús, sentada apaciblemente sobre la verde hierba.

En ambas experiencias, tanto la del Antiguo como la del Nuevo Testamento el pueblo se asombra ante el prodigio, para dar paso posteriormente a la crítica y a la incertidumbre.

Lo podemos apreciar por el maná, el regalo caído del cielo. Muchos protestan por la monotonía del manjar y anhelan las cebollas y los ajos de su pasada esclavitud.


Con Jesús ocurrió igual. Quieren aclamarlo como rey, porque atisban la posibilidad de una vida mejor, sin sobresaltos ni esfuerzos.

Pronto se dan cuenta que la “bicoca”, la “gallina de los huevos de oro” no es tal y no podrán explotar la imagen de Jesús en beneficio propio. El Maestro les desconcierta con sus mensajes altruistas. Esperaban ventajas materiales. Por eso surgen la tensión y la polémica.

Vivían entonces, lo mismo que vivimos ahora: la urgencia de lo inmediato, que nos hace elevar a la persona al pináculo de la fama, para hundirla después.
Pasamos del blanco al negro con pasmosa facilidad, sin detenernos a examinar el itinerario personal de cada uno.
Estamos en el mundo de la respuesta inmediata, de la resolución urgente, de lo superficial y de lo efímero, de lo que nos permite disfrutar de todo y de todos sin comprometernos con nada ni con nadie.
Jesús, una vez más, intenta que comprendan el significado del signo, que no es satisfacer únicamente una necesidad física- como es comer- sino la necesidad profunda del alma, que se sustenta de alimentos imperecederos: el pan de la vida y el agua de la vida, que la samaritana quiso probar junto al pozo de Jacob en Siquén.


El alimento que Jesús ofrece se amasa con la levadura del amor y tiene el sabor que cada uno quiera degustar. Es un pan familiar que llena, que llega al corazón, porque se ha cocido en el horno del sacrificio y de la entrega generosa.
Dicen los médicos que para realizar una buena terapia, que permita la recuperación del enfermo, se necesita:

1.- Cuidar su entorno afectivo, con la cercanía de sus seres queridos
2.- Calor humano en la asistencia médica y espiritual.
3.- Tratamiento quirúrgico y medicinal adecuado
4.- Equipamiento del centro médico
5.- Profesionales competentes..

Pero, el cuidado afectivo va a la cabeza. Si el enfermo no quiere curarse no se curará. Y, por el contrario, su buena predisposición para vivir estimulará una más rápida recuperación.
Sin ser médico conozco varios casos de personas, prácticamente desahuciadas que se han terminado curando debido a su fortaleza de ánimo y buena predisposición.
La búsqueda de una vida mejor ha marcado a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Todo empieza por asegurar la subsistencia, el pan nuestro de cada día.


He aquí la fuente de todos los conflictos y la realización de los proyectos más nobles.

Es fácil entender la razón que mueve las migraciones de los animales y de los pueblos, las invasiones y conquistas de países para controlar la producción de alimentos y los recursos energéticos. Sigue acentuándose el problema con el paso de los años por la desigual distribución de la riqueza y las diferencias abismales entre ricos y pobres.

A nadie debe sorprender la llegada de pateras por el mar, la inmigración ilegal, camuflada de turismo y el cruce a pie clandestino de las fronteras terrestres. Si los que acuden a nuestra tierra para asegurar el futuro de su familia encontraran trabajo y remuneración suficiente en sus países, seguramente no estarían aquí.

Salir fuera implica desarraigo, dolor, soledad, incertidumbre y múltiples barreras.
Pero no olvidemos que, saciado el hambre corporal, no se agota la ambición del hombre. Después queremos coches de lujo, confortables mansiones, aparatos tecnológicos sofisticados y nunca se acaba la sed de tener y poseer.


Sin embargo, ¿cómo llenar los vacíos afectivos y las ansias de eternidad?
Hay personas que lo tienen todo y no son felices, y otras, sin apenas nada, sonríen a la vida con optimismo. Estas paradojas nos sorprenden, pero no tanto. Podemos citar numerosos ejemplos: unos, extraídos de la experiencia personal diaria; otros, transmitidos por los diversos medios de comunicación.

Quien ha gustado a Dios no persigue seguridades materiales y le sobra todo. “Quien a Dios tiene- decía Santa Teresa- nada le falta; sólo Dios basta”.

Este es el alimento que ofrece Jesús, no el perecedero, que satisface una necesidad corporal inmediata, sino el imperecedero, el que lleva a la vida. Y éste es su propia persona, para que quien coma de El no muera.

¡Ojalá sepamos apreciar este don de Dios y no lo rechacemos como hizo el Pueblo de Israel con el maná y los seguidores que habían sido alimentados por Jesús en la multiplicación de los panes que, al oír su posterior discurso, se decían unos a otros que era una dura doctrina, imposible de seguir!

¿A quién podemos acudir en los tiempos de incertidumbre si sólo El tiene palabras de vida eterna?

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