domingo, 22 de julio de 2012

Homilía



Hoy, el evangelio nos habla de la sensibilidad exquisita de Jesús, de su “saber estar” con la gente. Le apremia la predicación del Reino de Dios y, sin embargo, encuentra tiempo para todo y está en todo. No se escapa a su consideración que le han seguido, seducidos por su mensaje y por sus signos, pero se han olvidado de llevar comida.
Sabe, como tantas veces sucede, que están interrumpiendo sus planes y el necesario descanso después de una fatigosa jornada de trabajo y, a pesar de todo, los acoge con misericordia y hace gala de una infinita paciencia.


Esta sensibilidad de Jesús llama la atención y es elocuente para el hombre de hoy, que camufla cuanto significa compromiso, comprensión y escucha, poniendo excusas: ”estoy muy ocupado”, “el señor no está”, “hoy no es día de despacho; venga usted mañana”.
La burocracia que esclaviza, los sueños truncados se alían en nuestra contra para impedirnos ser como Dios quiere que seamos. Vegetamos, más que vivimos, sin alicientes ni compromisos que motiven nuestra transformación interior. Y así nos luce el pelo. Nuestra distancia es muy corta con relación a los falsos pastores, que denuncia el profeta Jeremías. Estos utilizan al pueblo, se sirven de él, pero no sirven sus intereses. Aprovechan su poder para crecer ellos mediante extorsiones, tráficos de influencias, información privilegiada, sobornos, engaños y triquiñuelas que manejan a su antojo.


Jesús es el buen pastor: el que ama, el que sirve.
Trata de aleccionar a sus Apóstoles para que no olviden su papel de pastores cuando les toque dirigir a su grey. El fogoso Pedro, el legalista Mateo, los extremistas Santiago y Juan, el positivista Tomás... entenderán pronto que la palabra sin el testimonio personal sirve de muy poco. En la vida se necesita visualizar los gestos y acomodar los comportamientos a las necesidades presentes, so pena de vaciar de contenido el valor del mensaje.
A partir de aquí se inicia el proceso de evangelización, una vez preparado el ambiente y la persona predispuesta para mirar al futuro. El pasado escabroso se disipará, barrido por el viento de la fe, ante un mañana más esperanzador.


Aunque parezca mentira, es la conciencia de la propia dignidad. Toda persona necesita y merece ser amada, aquí y en el más allá.
Jesús despierta esa conciencia haciendo abstracción de su pasado. No le importa lo que uno haya sido, sino lo que puede ser.

María Magdalena encontró su camino, la Samaritana una nueva razón de vivir, Zaqueo cambió sus planes... ¡Lo que puede hacer una mirada de confianza!
Sin esa mirada María Magdalena habría continuado siendo una prostituta, la Samaritana, una mujer sin rumbo y Zaqueo, un aventajado de las finanzas y de la extorsión. Les habríamos colocado la etiqueta de indeseables o ligeros de “cascos”, elaborando inmediatamente sus rasgos sicológicos y su perfil moral para ponernos en guardia hacia ellos.

¡Qué fácil resulta etiquetar a una persona con el “sambenito” de indeseable!
El daño que podemos hacer con nuestras difamaciones es incalculable.
Conozco a varios amigos, heridos injustamente en su autoestima, que no han sido capaces de levantar cabeza, mientras sus detractores gozan del respeto y consideración de sus vecinos.
Si, en lugar de desacreditar y marginar a quienes no nos “caen” bien, les ofreciéramos nuestra confianza y apoyo, serían ahora hombres y mujeres nuevos. La distancia entre el cielo y el abismo depende, a menudo, de una sola palabra o un gesto.
Por otro lado, el egoísmo y las celotipias, provocan graves problemas de convivencia.
Manipulados por desaprensivos, deterioran las relaciones humanas hasta provocar un conflicto social.
Hemos de salir de nosotros mismos, considerar a cada hombre o mujer como hermano y alcanzar su necesidad más profunda.
Es la lección que nos da Jesús a través del evangelio que acabamos de escuchar.

San Pablo, por su parte, nos vuelve a recordar hoy, en su Carta a los Efesios, al hombre nuevo, que comienza su andadura trabajando por la unidad y la concordia de los pueblos.
El hombre nuevo se deja guiar por la fuerza del Espíritu, que nos hace libres y capaces de confiar y no tener miedo, porque “para el que ama, todo lo que sucede, sucede para bien” (Romanos 8, 28).

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