viernes, 22 de junio de 2012

San Paulino, Obispo de Nola. - San Juan Fisher, Mártir. y Santo Tomás Moro.

Difícilmente habrá habido ningún santo que haya hecho tantos esfuerzos para ocultarse y pasar desapercibido como San Paulino de Nola; mas, por el contrario, apenas se encontrará hombre ninguno que haya sido tan celebrado como él. En efecto, los santos, más eminentes de la Iglesia, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio Magno le dedicaron los mayores elogios. Por otra parte, San Paulino de Nola presenta en su vida y en todo el aspecto de su santidad un conjunto de matices y circunstancias que le hacen particularmente agradable y atractivo.

Nacido en Burdeos hacia el año 353, sus padres eran romanos, pertenecientes a la más elevada nobleza, tal vez de la familia de los Anicios, que disfrutaba de abundantes riquezas en Italia, las Galias y España. Conforme al rango de su nacimiento, su educación fue esmerada y completa, y el año 378, contando veinticinco de edad y siendo ya cónsul, tomó por esposa a la dama española Teresa, a la que otros la llaman Terasia, rica en bienes de este mundo, pero más rica todavía por sus cualidades morales, que la convierten en digna compañera de Paulino. Tanto sobresalió Paulino por su tacto en el desempeño de los asuntos públicos que el emperador Valentiniano le puso al frente del gobierno de Roma en el cargo de prefecto de la ciudad. Pero, después de desempeñar por corto tiempo este cargo, se vio precisado, por una serie de importantes negocios, a recorrer durante quince años diversos territorios de Italia, las Galias y España.

Estas ocupaciones y los correspondientes viajes fueron los medios de que se sirvió la Providencia para transformar por completo su espíritu. En ellos tuvo ocasión de hablar con San Ambrosio, San Agustín y otras personas eminentes, y estuvo en Alcalá de Henares y en otras poblaciones de España. El espectáculo de la tumba de San Félix en Nola conmovió profundamente su interior. Por otro lado, el influjo callado y constante de su esposa Teresa fue completando la transformación lenta de su alma; pero, sobre todo, encontrándose en Burdeos el año 389, su obispo San Delfín acabó de convencerlo, y, habiendo recibido ese mismo año el bautismo, se retiró a Barcelona. Allí, pues, comenzó a poner en práctica la resolución que había tomado de renunciar a todos los honores y riquezas con que profusamente le brindaba el mundo y entregarse absolutamente al servicio de Dios en la soledad.

Este primer retiro de Barcelona constituye el principio y la base de la transformación fundamental de Paulino. El antiguo cónsul y prefecto de Roma, el hombre cargado de riquezas y honores, se convierte en el servidor perfecto de Cristo en la más completa soledad. En 390 se inicia con toda eficacia la renuncia de sus inmensas riquezas en beneficio de los pobres. La muerte de un hijo, a los ocho días de nacer, rompe las últimas esperanzas en este mundo. Su esposa Teresa es su mejor consejera y su mejor sostén en la vida ascética a que Paulino se entrega. Barcelona tiene la gloria de haber proporcionado a Paulino el ambiente que él necesitaba para realizar esta sublime transformación. A los cuatro años el cambio era completo y Paulino recibe en el año 393 en Barcelona, la ordenación sacerdotal.

Una vez se vio libre del peso de todas sus riquezas y honores, y adornado con la dignidad de sacerdote de Cristo, quiso realizar su antiguo ideal de retirarse definitivamente a Nola, junto al sepulcro de San Félix, para vivir allí el resto de su vida. Con esta intención, pues, se dirigió con su fiel compañera Teresa a Milán, donde se encontró con San Ambrosio, quien le puso a sus eclesiásticos como ejemplo viviente de santidad cristiana y sacerdotal y de renuncia del mundo. Por esto no tiene nada de inverosímil la noticia, transmitida por algún historiador, que trató de retenerlo para que fuera su sucesor. En Roma fue objeto de grandes agasajos y extraordinarias muestras de regocijo de parte del pueblo y la nobleza, que conocían sus grandes cualidades del tiempo de su prefectura. En cambio, parece que, de parte del clero y aun del Romano Pontífice, observó algunas señales de recelo, debidas, sin duda, al hecho de haber recibido la ordenación sacerdotal sin observar las normas canónicas. El mismo se hace eco de estos recelos; pero debe observarse que aquello no dependió de él, sino del obispo que lo ordenó.

Esto mismo contribuyó a confirmarle en la decisión ya tomada de retirarse a Nola, y, en efecto, allá se dirigió con su esposa Teresa. Cuando él fue gobernador de la Campaña había hecho construir un edificio para acoger en él a los peregrinos pobres. Es uno de los más antiguos ejemplos de hospicios cristianos. Pues bien; junto a este hospicio hizo arreglar ahora unas sencillas celdas, que constituyeron aquella especie de monasterio donde vivió el resto de su vida. A su lado se fueron acomodando algunos compañeros que se ofrecieron a imitarle en aquel género de vida solitaria. En cuanto a su santa esposa Teresa, vivía en lugar separado, pero, según parece, hacía los oficios de ama de casa, siendo para él en todo momento el mejor estímulo en su vida de perfección.

Su vida en este retiro fue la de un solitario, vida de entrega absoluta a Dios, vida de continencia voluntaria con el consentimiento de su esposa, vida de oración y penitencia. Su alimento era sumamente frugal. Alimentábase de un pan especial, más basto y ordinario que el que comúnmente se usaba, y si bebía un poco de vino era porque se lo impusieron como necesario a su salud. Un lado muy interesante de la vida de retiro de Paulino en Nola es que cultivó en ella sus aficiones de poeta, componiendo en este tiempo aquellas obras poéticas que nos lo presentan como uno de los mejores vates cristianos de la antigüedad. Así, cada año, dedicaba con la mayor devoción un himno al patrono de la población, el mártir San Félix. De este modo los trece Poemas natalicios, dedicados a San Félix, constituyen el mejor tesoro poético de San Paulino de Nola que se nos ha conservado.

El nuevo género de vida de San Paulino, como suele ocurrir en casos semejantes, fue objeto de los más opuestos comentarios. Algunos de los paganos, numerosos todavía en Roma, entre ellos su propio antiguo maestro Ausona, se indignaron ante el nuevo giro de la vida de Paulino, considerándolo como una extravagancia. Según su apreciación, era una gran pérdida para la sociedad romana, puesto que, con sus cualidades extraordinarias, hubiera podido prestarle grandes servicios. Ahora, en cambio, en su vida solitaria, sepultaba e inutilizaba todas estas dotes naturales.

Pero el juicio de los hombres verdaderamente grandes fue muy diverso. En efecto, fue en verdad universal el coro de aprobación y alabanza que se elevó en torno a Paulino de parte de las más grandes figuras cristianas en que tanto abundaba la Iglesia en aquel tiempo. El gran obispo de Tours, San Martín, tan popular en toda la lglesia, que gozaba entonces de su mayor prestigio, lo proponía a sus discípulos como modelo de desprecio de las grandezas del mundo y de perfección cristiana. San Ambrosio de Milán, el gran maestro del Occidente, lo proponía como un prodigio de grandeza de alma. San Agustín, el mayor prodigio intelectual de todos los tiempos y buen conocedor de los atractivos del mundo, trabó íntima amistad con Paulino y le enviaba a algunos de sus mejores discípulos para que aprendieran la verdadera virtud cristiana. El papa San Anastasio (398-401), apenas elevado al solio pontificio, escribió un gran elogio suyo a todos los obispos de la Campaña, y, en cierta ocasión en que Paulino fue a Roma para asistir a la fiesta de San Pedro, le acogió con toda clase de distinciones. San Jerónimo fue uno de sus principales admiradores y panegiristas.

En medio de este coro general de estima y alabanza la única voz que disonaba era la propia de San Paulino. Como verdaderamente humilde, en las respuestas que dirigía a los que se dirigían a él con las más expresivas muestras de aprecio y reverencia da bien a entender el bajo concepto que tenía de sí mismo. Cuando su íntimo amigo Septimio Severo le suplicó que le mandará su retrato, juzgó esta petición poco menos que como una locura. Por otra parte, es admirable su firmeza y perseverancia en el género de vida comenzado. Bien persuadido de que no está el mérito en comenzar una vida de perfección y sacrificio, sino en perseverar en ella hasta el fin, no solamente no desmereció en sus austeridades y en el ejercicio de todas las virtudes, sino que mas bien fue adelantando en todas ellas, en todo lo cual uno de sus mejores estímulos fue su fiel esposa Teresa.

Por todo esto no es de sorprender que los habitantes de Nola le eligieran como obispo. En realidad no se conoce ni el tiempo ni la manera como fue elegido. Pero sí el hecho de que fue elevado a esta cátedra episcopal y que murió siendo obispo de Nola. Seguramente ocurrió esta elección el año 409, a la muerte del obispo de la ciudad. Así pues, vivió como obispo de ella unos veintidós años. Precisamente entonces, en 410, los visigodos, capitaneados por Alarico, se apoderaron de Roma y poco después de Nola. A este tiempo, según refiere San Gregorio Magno, pertenece el sublime acto realizado por Paulino, cuando, para ayudar y consolar a una pobre viuda, se quedó en lugar de un hijo suyo, prisionero de los vándalos en Africa; pero éstos, admirados de tal heroísmo, le devolvieron en un navío cargado de víveres y de buen número de otros prisioneros.

En esta forma continuó Paulino su vida hasta el año 431, en que murió. Uno de sus últimos actos fue la ornamentación de la basílica dedicada a San Félix. Enterrado en ella, al lado de ente Santo, tan estimado por él, fue bien pronto más venerado que el mismo titular de la Iglesia, y de una semejante veneración le hizo bien pronto objeto toda la cristiandad.


Juan Fisher, el hijo de un modesto mercero de Beverley, en el condado de York, llega con catorce años a la universidad de Cambridge. Al punto se adivina la fecundidad de su porvenir académico. Hay en el muchacho talento para la especulación y enteriza superioridad moral. Con ello se encaramará desahogadamente por la doble escala intelectual y administrativa. Y así a los grados sucesivos de bachiller, maestro y doctor en teología acompañan paralelamente las dignidades de master de su colegio mayor (Michaelhouse) y de vicecanciller de la Universidad. Pero más importante y existencialmente decisiva iba a ser otra elevación otorgada a Fisher, por privilegio, a la edad de veintidós años: la consagración sacerdotal, que sellaría irrevocablemente su trágico y luminoso, destino. A partir de este momento el sacerdote y el universitario se hermanan y condicionan en Fisher de por vida.

La madre del rey Enrique VII, viuda por tercera vez, cansada ya de una vida de azares palaciegos junto a tres monarcas, opta por colocar el resto de sus días bajo la dirección del brillante académico y sacerdote de indiscutida hondura espiritual, Juan Fisher. Este encuentro no sólo había de resultar ganancioso para el alma de lady Margaret, sino que debía repercutir fértilmente en el desenvolvimiento de la Universidad, en la que la noble dama decide invertir gran parte de su fortuna. Dos nuevas cátedras de teología con el nombre de su fundadora, lady Margaret, aparecen en Oxford y Cambridge, esta última regentada, naturalmente, por Fisher. Dos nuevos Colleges —de Cristo y de San Juan— van a surgir en Cambridge bajo la tenaz dirección del joven eclesiástico, que, a la edad de treinta y cinco años, es nombrado canciller de la Universidad y en noviembre de este mismo 1504 obispo de Rochester.

Fisher se aplica infatigable a la doble tarea. Su labor pastoral en la diócesis no se reduce a una lejana su pervisión simbólica, sino que entra a fondo en los problemas de su clero y alcanza personalmente a los menesterosos. Pero, profundamente percatado de la importancia, religiosa y apostólica en última instancia, del saber científico, urge desde su puesto de canciller la seriedad de los estudios. Recuerda con vergüenza la Universidad de sus tiempos de estudiante, con una biblioteca de solo 300 volúmenes y sin enseñanza alguna de griego y hebreo. En adelante estas lenguas sabias se integrarán en los programas universitarios y el propio Fisher, rozando los cincuenta años de edad, comenzará a familiarizarse con sus gramáticas, supliendo así la deficiencia y estimulando a otros con su ejemplo. Nunca debía abandonar la dedicación al estudio. La riqueza de citas contenidas en sus obras da cuenta de su contacto personal con la espléndida biblioteca, una de las más selectas de su tiempo, que pacientemente fue reuniendo en su palacio, para legarla más tarde a la Universidad.

Sus producciones no son las de un dilettante de la Cultura, sino instrumentos rigurosos de sus preocupaciones sacerdotales. Entre sus primeras inquietudes estaba la serpeante difusión de la recién nacida herejía luterana. Y así cuatro obras le colocan a la vanguardia de la apologética antiprotestante. La defensa del sacerdocio y la de la Eucaristía, contra Ecolampadio, suscitan dos nuevas obras a su pluma. Los escasos sermones que de él nos quedan —entre ellos las oraciones fúnebres de Enrique VII y de lady Margaret— son, sí, piezas clásicas de la elocuencia sagrada de su tiempo, pero al mismo tiempo modelos de austeridad y espíritu sinceramente religioso. Su prestigio intelectual contaba con el indiscutible apoyo de una vida santa, parca en el descanso y recia en la penitencia; despegada de ataduras terrenas, con la meditación insistente de la muerte que una calavera le ponía de continuo ante los ojos. Santo Tomás Moro pudo decir de el que "era un hombre ilustre, no sólo por la. vastedad de su erudición, sino mucho más por la pureza de su vida", y Erasmo —amigo suyo y por él invitado a las cátedras de Cambridge—sostenía que no había en el país "hombre más culto ni obispo más santo".

Juan Fisher sintió siempre con gran agudeza los problemas de la Iglesia. Nos quedan páginas suyas cargadas de preocupación. Su plegaria es: "Señor, pon en tu Iglesia fuertes y poderosos pilares, capaces de sufrir y soportar grandes trabajos —vigilia, pobreza, sed, hambre, frío y calor—, que no teman las amenazas de los príncipes, la persecución ni la muerte..." Así quería a los demás, como lo manifestó su acre censura de la relajación del clero en el sínodo convocado por el cardenal Wolsey en 1508. Pero, sobre todo, conforme a este ideal configuraba su propia vida.

Cuando Enrique VIII alega la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón, la palabra de Fisher, desconocedora del temor a los príncipes, salta valiente en defensa de su validez e indisolubilidad recordando a sus adversarios que ya Juan el Bautista murió en similar conflicto con la irritación de un monarca. Más adelante, en su condición de miembro de la Cámara de los Lores, arremete contra ciertas medidas anticlericales o hace añadir una cláusula fatalmente restrictiva al nombramiento de Enrique VIII como Cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Una tal firmeza, en el punto mismo en que otros colegas se doblaban a la voluntad regia, tenía que arrastrar sobre sí la persecución: cárcel por dos veces, intentos anónimos de asesinato, calumnias para complicarle en el asunto de una visionaria... Por fin llegará la prueba decisiva: el juramento de Supremacía, que viene indirectamente a reconocer la potestad de Enrique VIII sobre la Iglesia de Inglaterra, independizándola de Roma. Juan Fisher y Tomás Moro se niegan en redondo a prestar tal juramento. ¿Que otros lo hacen? Fisher responde a Cromwell: "A ellos debe salvarles su conciencia; a mí, la mía".

Fiel al imperativo de su conciencia, rectamente ajustada a la ley de Dios, Fisher ingresa prisionero en la Torre de Londres. Se le despoja de su título episcopal y Rochester queda declarado sede vacante. El papa Paulo III no se intimida y envía al agotado cautivo el capelo de cardenal. Ante esto Enrique VIII pierde el control de sus palabras: "Ese capelo se lo pondrá sobre los hombros, porque lo que es cabeza no ha de tenerla para recibirlo." El 17 de junio de 1535 es condenado a muerte. Lloran algunos jueces, pero nadie osa doblegar la voluntad del furioso monarca.

El sueño del cardenal en la víspera de la ejecución es sereno, más prolongado incluso que de costumbre. ¿Por que alterarse? Para el camino del cadalso no olvida protegerse del frío con una esclavina de piel, come, sí fuera de paseo. El libro de los Evangelios será su compañero en este camino último. Semicadáver ya por el ayuno y los sufrimientos, el anciano sube las gradas del patíbulo. Las postreras palabras del famoso orador anuncian que va a morir por Cristo y su Iglesia, y suplican una oración de la muchedumbre expectante, a fin de que él persevere firme en este trance decisivo. No le resta sino entonar el Te Deum, mientras el hacha, de un solo golpe, pone punto final al sufrimiento. La cabeza, cuyo corte ascético y, mirada profunda nos ha conservado el lápiz de Holbein, sube a lo alto de un palo, como lección de escarmiento, para los transeúntes del Puente de Londres, hasta que, quince días más tarde, otra cabeza, egregia también de santidad y martirio, venga a ocupar su puesto: la del canciller Tomás Moro.

Como siglos antes Tomás, arzobispo de Canterbury, víctima de la pasión de un rey Enrique, vuelve Juan Fisher a rubricar en tierra inglesa los derechos de Dios y de su Iglesia con el más hermoso y fecundo sello del cristianismo: a costa de su vida.


Este es uno de los dos grandes mártires de la Iglesia de Inglaterra, cuando un rey impuro quiso acabar con la Religión Católica y ellos se opusieron. El otro es San Juan Fisher (20 de junio). Tomás significa: "el gemelo". Y en verdad que fue un verdadero gemelo en santidad y en cualidades con su compañero de martirio, San Juan Fisher.

Nació Tomás Moro en Cheapside, Inglaterra en 1478. A los 13 años se fue a trabajar de mensajero en la casa del Arzobispo de Canterbury, y éste al darse cuenta de la gran inteligencia del joven, lo envió a estudiar al colegio de la Universidad de Oxford.

Su padre que era juez, le enviaba únicamente el dinero indispensable para sus gastos más necesarios, y esto le fue muy útil, pues como él mismo afirmaba después: "Por no tener dinero para salir a divertirme, tenía que quedarme en casa y en la biblioteca estudiando". Lo cual le fue de gran provecho para su futuro.

A los 22 años ya es doctor en abogacía, y profesor brillante. Es un apasionado lector que todos los ratos libres los dedica a la lectura de buenos libros. Uno de sus compañeros de ese tiempo dio de él este testimonio: "Es un intelectual muy brillante, y a sus grandes cualidades intelectuales añade una muy agradable simpatía".

Le llegaron dudas acerca de cuál era la vocación para la cual Dios lo tenía destinado. Al principio se fue a vivir con los cartujos (esos monjes que nunca hablan, ni comen carne, y rezan mucho de día y de noche) pero después de 4 años se dio cuenta de que no había nacido para esa heroica vocación. También intentó irse de franciscano, pero resultó que tampoco era ese su camino. Entonces se dispuso optar por la vocación del matrimonio. Se casó, tuvo cuatro hijos y fue un excelente esposo y un cariñosísimo papá. Su vocación estaba un poco más allá: su vocación era actuar en el gobierno y escribir libros.

Para con sus hijos, para con los pobres y para cuantos deseaban tratar con él, Tomás fue siempre un excelente y simpático amigo. Acostumbraba ir personalmente a visitar los barrios de los pobres para conocer sus necesidades y poder ayudarles mejor. Con frecuencia invitaba a su mesa a gentes muy pobres, y casi nunca invitaba a almorzar a los ricos. A su casa llegaban muchas visitas de intelectuales que iban a charlar con él acerca de temas muy importantes para esos momentos y a comentar los últimos libros que se iban publicando. Su esposa se admiraba al verlo siempre de buen humor, pasara lo que pasara. Era difícil encontrar otro de conversación más amena.

Tomás Moro escribió bastantes libros. Muchos de ellos contra los protestantes, pero el más famoso es el que se llama Utopía. Esta es una palabra que significa: "Lo que no existe" (U=no. Topos: lugar. Lo que no tiene lugar). En ese libro describe una nación que en realidad no existe pero que debería existir. En su escrito ataca fuertemente las injusticias que cometen los ricos y los altos del gobierno con los pobres y los desprotegidos y va describiendo cómo debería ser una nación ideal. Esta obra lo hizo muy conocido en toda Europa.

El joven abogado Tomás Moro fue aceptado como profesor de uno de los más prestigiosos colegios de Londres. Luego fue elegido como secretario del alcalde de la capital. En 1529 fue nombrado Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Pero este altísimo cargo no cambió en nada su sencillez. Siguió asistiendo a Misa cada día, confesándose con frecuencia y comulgando. Tratable y amable con todos. Alguien llegó a afirmar: "Parece que lo hubieran elegido Canciller, solamente para poder favorecer más a los pobres y desamparados". Otro añadía: "El rey no pudo encontrar otro mejor consejero que este". Pero Tomás, que conocía bien cómo era Enrique VIII, declaraba con su fino humor: "El rey es de tal manera que si le ofrecen una buena casa por mi cabeza, me la mandará cortar de inmediato".

Ya llevaba dos años como Canciller cuando sucedió en Inglaterra un hecho terrible contra la religión católica. El impúdico rey Enrique VIII se divorció de su legítima esposa y se fue a vivir con la concubina Ana Bolena. Y como el Sumo Pontífice no aceptó este divorcio, el rey se declaró Jefe Supremo de la religión de la nación, y declaró la persecución contra todo el que no aceptara su divorcio o no lo aceptara a él como reemplazo del Papa en Roma. Muchos católicos tendrían que morir por oponerse a todo esto.

Tomás Moro no aceptó ninguno de los terribilísimos errores del malvado rey: ni el divorcio ni el que tratara de reemplazar al Sumo Pontífice. Entonces fue destituido de su alto puesto, le confiscaron sus bienes y el rey lo mandó encerrar como prisionero de la espantosa Torre de Londres. Santo Tomás y San Juan Fisher fueron los dos principales de todos los altos funcionarios de la capital que se negaron a aceptar tan grandes infamias del monarca. Y ambos fueron llevados a la torre fatídica. Allí estuvo Tomás encerrado durante 15 meses.

Verdaderamente hermosas son las cartas que desde la cárcel escribió este gran sabio a su hija Margarita que estaba muy desconsolada por la prisión de su padre. En ellas le dice: "Con esta cárcel estoy pagando a Dios por los pecados que he cometido en mi vida. Los sufrimientos de esta prisión seguramente me van a disminuir las penas que me esperan en el purgatorio. Recuerda hija mía, que nada podrá pasar si Dios no permite que me suceda. Y todo lo permite Dios para bien de los que lo aman. Y lo que el buen Dios permite que nos suceda es lo mejor, aunque no lo entendamos, ni nos parezca así".

El día en que Margarita fue a visitar por última vez a su padre, vieron los dos salir hacia el sitio del martirio a cuatro monjes cartujos que no habían querido aceptar los errores de Enrique VIII. Tomás dijo a Margarita: "Mire cómo van de contentos a ofrecer su vida por Jesucristo. Ojalá también a mí me conceda Dios el valor suficiente para ofrecer mi vida por su santa religión".

Tomás fue llamado a un último consejo de guerra. Le pidieron que aceptara lo que el rey le mandaba y él respondió: "Tengo que obedecer a lo que mi conciencia me manda, y pensar en la salvación de mi alma. Eso es mucho más importante que todo lo que el mundo pueda ofrecer. No acepto esos errores del rey". Se le dictó entonces sentencia de muerte. El se despidió de su hijo y de su hija y volvió a ser encerrado en la Torre de Londres.

En la madrugada del 6 de julio de 1535 le comunicaron que lo llevarían al sitio del martirio, él se colocó su mejor vestido. De buen humor como siempre, dijo al salir al corredor frío: "por favor, mi abrigo, porque doy mi vida, pero un resfriado sí no me quiero conseguir". Al llegar al sitio donde lo iban a matar rezó despacio el Salmo 51: "Misericordia Señor por tu bondad". Luego prometió que rogaría por el rey y sus demás perseguidores, y declaró públicamente que moría por ser fiel a la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Luego enseguida de un hachazo le cortaron la cabeza.

Tomás Moro fue declarado santo por el Papa en 1935. Un sabio decía:

"Este hombre, aunque no hubiera sido mártir,
bien merecía que lo canonizaran, porque su vida fue
un admirable ejemplo de lo que debe ser el
comportamiento de un servidor público:
un buen cristiano y un excelente ciudadano".

No hay comentarios:

Publicar un comentario