viernes, 1 de junio de 2012

SAN JUSTINO

Algo del agua viva que Jesús dio a los habitantes de Siquen el día del diálogo con la Samaritana, quedaba todavía, un siglo más tarde, para saciar a las almas sinceras. Ninguna tan sincera, acaso, en aquellos días de escepticismo y de confusión, como la de Justino, este buen samaritano, si no de sangre, al menos de nacimiento, que fue el primero en lanzar un puente entre la filosofía antigua y el cristianismo. Amó la verdad con apasionamiento, y él mismo nos ha contado la historia emocionante de su itinerario espiritual. El amor de la verdad, unido a un profundo sentimiento de justicia, es el alma de toda su vida. El primer sistema que se ofrece a su consideración es el estoicismo. Es su hora. En el ambiente queda todavía el acento severo de Séneca y Epicteto. Justino recoge ávido sus promesas de felicidad por medio de la práctica de la virtud y por la tranquilidad en que envuelve el alma del sabio. Tal vez su imaginación juvenil queda fascinada ante la pompa teatral con que el maestro profiere sus máximas. Pero surge en el discípulo la pregunta inevitable: «Y de Dios, ¿qué me dices?» El profesor frunce el entrecejo, y responde con palabras desdeñosas. El joven estudiante había descubierto el punto flaco de la escuela. Sin una enseñanza dogmática, aquella ética rigurosa no era más que un bello edificio levantado en el aire. ¿En nombre de quién se imponían tan altos deberes? «Me di cuenta—dice Justino—de que no avanzaba lo más mínimo en el conocimiento de Dios; porque ni sabía nada mi maestro, ni creía esa ciencia necesaria.» A la experiencia del Pórtico sigue la del Peripato. El discípulo de Aristóteles a quien se dirigió el adolescente era un espíritu fino, o por lo menos así se lo creía él. Introdujo a Justino en el mundo abstracto de los predicamentos, y a los pocos días de lección le hizo esta reflexión categórica: «Bueno; ya ves que la ciencia que yo enseño es muy preciosa; y, como comprenderás, no se puede dar de balde.» El oyente quedó atónito. En su amable ingenuidad, casi infantil, no acertaba a comprender cómo un hombre que había encontrado la felicidad podía pensar en esa cosa miserable que se llama el dinero. «Inmediatamente—confiesa él mismo—dejé a mi hombre, juzgándolo indigno del nombre de filósofo; y codicioso siempre de aprender lo que es propiamente la esencia de la filosofía, fui en busca de un pitagórico, hombre de mucha fama y orgulloso de su saber.» Pero este filósofo era muy exigente con sus discípulos. Antes de revelarles sus pedanterías sutiles acerca de los números, debían haber estudiado mucho acerca de la Naturaleza: «¿Conoces la música, la geometría y la astronomía?», preguntó al animoso postulante, y Justino le miraba un poco desconcertado, indagando qué misteriosa relación podían tener aquellas cosas con la vida feliz que él buscaba en la filosofía. «Nada de todo eso he estudiado», contestó sencillamente. Y el pitagórico, con aire doctoral: «Puedes irte—le dijo—; no comprenderías nada de mis altas teorías sin saber dónde está la Osa Mayor, Cánope o Arturo.»

Quedaba otra escuela famosa, la de los platónicos, que entraba entonces en un periodo de renacimiento y que no tardaría en producir ilustres representantes y en organizar una cátedra famosa en el Museum alejandrino. Era alrededor del año 130. Justino estaba entonces en Éfeso. El peregrino infatigable de la ciencia parece haber encontrado un maestro que comprendió la rectitud y lealtad de su alma. Bajo su dirección, empezó a gustar las bellezas filosóficas y literarias del Fedro y el Simposio. Estaba encantado; más aún, entusiasmado. «Lo que sobre todo me alegraba —dice él mismo—era el conocimiento de las cosas inteligibles. La teoría de las ideas ponía alas en mi espíritu. Me imaginaba haber conseguido ya la sabiduría, y esperaba llegar pronto a la contemplación de Dios, que es el fin de la filosofía platónica.»

De cuando en cuando el nuevo filósofo dudaba todavía. «Tal vez, pensaba, no he terminado aún mi odisea espiritual; acaso no he llegado más que al vestíbulo de la ciencia.» Lo que le inquietaba era el ver a unos hombres que, aunque perseguidos en todas partes, parecían poseer una serenidad de alma que ni los diálogos platónicos le habían dado a él. A pesar de las calumnias, de los tormentos y de la muerte, se les veía libres de todo temor, de toda tristeza, de toda turbación. ¿Qué nueva filosofía era ésa, que causaba efectos tan prodigiosos? «Ya cuando era platónico—dice Justino—, había oído yo hablar de los crímenes que se imputaban a los cristianos; pero viéndolos sin miedo delante de la muerte y de todos los peligros, no podía hacerme a la idea de que hombres como ésos pudiesen vivir en el desorden y en el amor del placer.» Nada más lógico que esta conclusión, y un hombre que sigue lealmente los dictados de su espíritu, tiene que encontrar a Dios necesariamente. Su entusiasmo le llevará a la visión deseada. Así le sucedió al noble pensador de Siquem. Paseábase un día cerca de la playa, revolviendo, como siempre, el ovillo de sus pensamientos, cuando observó que se le acercaba un anciano de aspecto venerable. Justino, que se creía solo, le declaró su sorpresa, —Vengo—le respondió el desconocido—a ver si diviso en el horizonte la nave donde han de venir los míos.

—Y yo—repuso el filósofo—me distraigo aquí conversando conmigo mismo, pues nada favorece tanto al estudio como la soledad.

Y empezó una discusión filosófico-religiosa. Justino hizo un cálido elogio de la filosofía como medio de llegar a la felicidad; el anciano, desdeñando las teorías, defendió que la felicidad está en la verdad, hecha vida y sangre a fuerza de sacrificio. La filosofía, decía el uno, es la ciencia del ser; la filosofía, replicaba el otro, es la ciencia del obrar..

—No obstante—añadía el filósofo—, yo sé por la filosofía que hay un ser inmutable, principio de todas las cosas.

—Pero este conocimiento se convertirá en una nueva causa de inquietud si ignoramos nuestras relaciones con ese ser inmutable, y su actitud frente a nosotros, y el verdadero camino, si hay alguno, para llegar hasta él.

Ante esta objeción, el entusiasmo platónico del joven empezó a enfriarse.

—Pero, bueno—decía—, si los grandes espíritus a quienes consideramos como el oráculo de la Humanidad no nos han dicho la verdad, ¿dónde vamos a encontrarla?

Esta pregunta es la que debía de estar aguardando el desconocido. Ella le permitiría desarrollar un breve discurso catequístico en consonancia con la religión que profesaba. Dios, le dijo, no ha abandonado a su impotencia la razón humana; ha enviado al mundo sus mensajeros para iluminar a los hombres de buena voluntad, y sus mensajes podemos leerlos nosotros en libros donde hay maravillosas profecías que se han cumplido estrictamente. Busca esos libros, que podrás encontrar lo mismo entre los hebreos que entre los cristianos, y esa luz que buscas deslumbrará tus ojos.

«Dicho esto—continúa Justino—, el anciano se despidió de mí, dejando mi corazón inflamado en deseos de conocer a los profetas y a los hombres amigos de Cristo. Después leí, reflexioné, medité, llegando al convencimiento de que había encontrado la única filosofía segura y útil. De esta nueva manera soy ahora filósofo; y quisiera que todos siguiesen este mismo camino que yo, porque en él se encuentra el descanso completo del corazón.»

El discípulo de Platón se había hecho discípulo de Cristo; mas no por eso abandonó el estudio de la filosofía. Viósele, como antes, pasear por la orilla del mar absorto, en sus meditaciones, buscar a los hombres de letras en el foro y en las termas, exponer audazmente su nueva filosofía, discutir con los herejes, con los judíos y con los paganos; escribir, enseñar, catequizar. Suyo es este bello principio, que realizó plenamente en su vida: «Poder decir la verdad y callarla, es atraer la cólera divina.» Un día, paseando por los soportales públicos de la ciudad, tropezó con un grupo de hombres, cuyo jefe le saludó profundamente por respeto al manto de filósofo. Era un judío llamado Trifón, que. sin duda, había oído hablar del fogoso apologista cristiano y quería discutir con él. También Justino lo deseaba. La discusión fue larga y serena. Examináronse los textos del Antiguo Testamento, se analizaron las profecías, y Justino hizo ver su realización en la persona de Jesús. Veinte años más tarde, recordando este encuentro, el defensor del Evangelio recogió las objeciones de su adversario, ordenó sus argumentos y dio a luz su diálogo célebre con el judío Tritón, que es el monumento más completo de la controversia judaica en los primeros días de la Iglesia. Él nos puede dar una idea del estilo de su propaganda cristiana. Su predicación era una conversación, un diálogo, en el cual se esforzaba por hacer que su mismo interlocutor confesase la verdad, sin casi darse cuenta. Seguía un método semejante al de Sócrates en el ágora.

El diálogo termina con el anuncio de un largo viaje; es, acaso, el viaje a la capital del Imperio. Roma va a ser el campo de su actividad en la segunda parte de su vida. Allí, en la colina del Viminal, junto a las termas de Timoteo; abre una escuela semejante a las escuelas filosóficas en que se había sentado antaño, pero destinada a enseñar la doctrina cristiana. Se trataba de una escuela de teología. Era una idea nueva. Algo más tarde, el didascaleo de Alejandría eclipsará a todos los demás por el prestigio de sus maestros; pero Clemente y Orígenes no hacían más que recoger la iniciativa de Justino. Como en las cátedras filosóficas, la enseñanza se presentaba en forma de discusiones. Unas veces era el maestro quien proponía los problemas; otras, los discípulos preguntaban. Entre tanto, los estenógrafos recogían cuidadosamente las preguntas y respuestas. Muchas veces, Justino se encontró con espíritus sencillos que quedaban maravillados ante la exposición de la fe; otras, seguramente, tuvo que sufrir las iras y los sarcasmos de sus oyentes; pero, en la sinceridad fundamental de su alma, suponía que bastaba conocer el cristianismo para llegar a abrazarle o respetarle. Esto es lo que le movió a dirigir sus dos memorias apologéticas a los emperadores. Justino conservaba siempre su antigua confianza en la verdad; además, el viejo emperador llevaba el sobrenombre de Pío por su carácter bondadoso y la honradez de su vida, y el césar, Marco Aurelio, tenía ya fama de filósofo y amigo de la ciencia. Esto era en el año 150. Seguro de su éxito, el apologista envía su alegato «en favor de los hombres de toda raza que son injustamente odiados y perseguidos». Es admirable el acento con que este convertido se levanta para defender a sus nuevos hermanos. No tiene más fuerza que la conciencia y la razón; pero ¡qué autoridad hay en su lenguaje, qué conmovedora seguridad en la bondad de su causa, qué nobleza en sus convicciones políticas! Nadie puede dudar de la lealtad de los cristianos. Son sumisos, son dóciles a las disposiciones imperiales; pagan los tributos con regularidad, reservándose sólo una cosa, la libertad de conciencia. «Nosotros no adoramos más que un Dios—dice Justino—; pero en lo demás obedecemos con alegría, reconociendo que sois los reyes y príncipes de los hombres, y pidiendo con nuestras oraciones que, con un poder soberano, se os conceda un alma recta.» Pero los cristianos no son solamente los mejores súbditos del Imperio, sino también sus más útiles auxiliares, puesto que enseñan que hay un Dios que lo ve todo y a todos nos juzga, al malvado, al ambicioso, al conspirador, lo mismo que al virtuoso, y que todos reciben el castigo o la recompensa según el mérito de sus obras. Ante esta filosofía divina, que al establecer el orden en las almas contribuye necesariamente a hacerle triunfar en la sociedad, el apologista se acuerda de sus antiguos maestros los filósofos de las escuelas paganas. ¡Y con que amplitud, con qué simpatía juzga a aquellos hombres, que si no llegaron a conocer la verdad completa, levantaron al menos una punta del velo! Indulgente con los errores, consideraba a todos los hombres buenos de la antigüedad como cristianos antes de Cristo. El Verbo divino, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, les movía ocultamente con su gracia, y por eso todo lo que ellos descubrieron es patrimonio legítimo de los cristianos. No hay contradicción entre la razón y la fe: ésta es el complemento de aquélla. El cristianismo no ha venido a destruir, sino a purificar, a perfeccionar. El Evangelio es el coronamiento de la filosofía. ¿Cómo pensar que los que tienen este concepto de la vida sean hombres malvados, reos de los crímenes que se les imputan y dignos de la muerte? Una moral abominable no puede salir de una filosofía pura y noble- y la inocencia de los cristianos está conforme con la santidad de su ley. «Ignoro—dice Justino—lo que pasa en los conventículos de los herejes, pero sé lo que pasa en nuestras asambleas, cuyos augustos y emocionantes ritos nada tienen que temer de la luz del día.» Y traza una viva pintura de ellos, entreabriendo a los profanos las puertas del cenáculo en que se celebraba el sacrificio eucarístico. ¿Por qué, pues, se persigue a estos hombres puros, piadosos y amigos de la paz?

Por piedad, termina el apologista, no condenéis ese nombre de cristiano, que es tan excelente; examinad la vida, castigad los hechos, si son malos. No permitáis que continúe un derecho excepcional que es una monstruosidad jurídica, una anomalía en el sabio conjunto de las leyes romanas, un ultraje a la razón y a la equidad.

La mano que la Iglesia tendía al Imperio por medio de su embajador fue rechazada con desdén. El buen Antonino debió de pasar el manuscrito a su colega sin mirarlo; Marco Aurelio se sonreiría tal vez al observar su tono enfático y algunos giros no del todo conformes con el mejor gusto helénico. Después, con un gesto altanero, le arrinconaría, murmurando las palabras de sus Pensamientos: «Tragedia, testarudez.» Las cosas siguieron como antes; la fea mancha de sangre de que hablaba Renán continuó manchando el reinado de los emperadores filosóficos; el terrible «no es lícito que haya cristianos» resonó, como antes, en los foros y en las curias. Diez años más tarde, Justino hizo llegar otra apología a la casa de oro del Palatino. Ya no tiene las mismas esperanzas que la primera vez; está casi cierto de que no le van a hacer caso, pero quiere decir la verdad. Quiere, sobre lodo, responder a los que se escandalizan de un Dios que abandona en el suplicio a sus adoradores. Algún día, responde, vengará la sangre que ahora se derrama, aniquilando con el fuego a un mundo perseguidor. Hoy estas muertes, estos suplicios son ya una prueba de su divinidad. Sócrates no tuvo un solo discípulo que diese la vida por él. Jesús, en cambio, encuentra una muchedumbre innumerable. Esclavos, artífices, patricios, filósofos, todos sostienen su doctrina hasta la muerte. Justino sabe que se dirige a un filósofo estoico, y por eso pone especial empeño en mostrar que el estoicismo tiene muchos puntos de contacto con la moral cristiana.

En esta segunda apología escribía San Justino: «Tengo el presentimiento de que cualquier día me van a ver denunciado y encarcelado, a instigación de alguno de estos individuos que se llaman filósofos, acaso de Crescente.» Así sucedió, en efecto. Crescente era un cínico odioso e inmoral, muy pagado de su saber, y bien remunerado por el erario público. En vez de filósofo, Justino le llamaba: un buscarruidos. Varias veces había discutido con él, le había confundido y le había reducido al silencio. La venganza era fácil, y el cínico no tardó en aprovecharla. Justino fue acusado de ateísmo y de impiedad; es decir, de ser cristiano. Y varios discípulos suyos fueron arrastrados con él a presencia del prefecto.

—Acata el poder de los dioses y obedece a los emperadores—le dijo éste.

—Nadie—respondió Justino—puede ser condenado por seguir las leyes de nuestro Señor Jesucristo.

—¿Qué ciencia estudias?—interrumpió el juez.

—Una tras otra, he estudiado todas las ciencias, para adherirme, al fin, a la doctrina de los cristianos.

—¿Y es ésa, desgraciado, la ciencia que te satisface?

—Sí, porque es la verdadera.

Filósofo, lector apasionado de Epicteto, amigo y confidente de Marco Aurelio, Junio Rústico, así se llamaba el prefecto, debiera haber sentido la tentación de conocer a fondo la doctrina de los cristianos; pero, con aquel mismo desdén que su amo tuvo siempre para el Evangelio, interrumpió bruscamente al maestro para dirigirse a los discípulos. Todos ellos mostraron el mismo valor en sus respuestas.

—Con la ayuda de Dios, yo soy cristiano—dijo uno.

—Yo—añadió otro—amo y adoro a un solo Dios.

—Y yo—declaró un tercero, reivindicando por vez primera delante de un magistrado romano su dignidad de hombre—soy esclavo del cesar, pero, como cristiano, he recibido de Cristo la libertad.

En busca de una abjuración, el prefecto se dirigió de nuevo a Justino, y le dijo:

—Escúchame, tú que te dices elocuente y crees poseer la verdadera doctrina: si te hago azotar y decapitar, ¿crees que subirás inmediatamente al Cielo?

—Los que han vivido conforme a los mandamientos de Cristo—contestó el mártir—, conservarán el favor divino hasta la consumación del mundo.

—Y qué, ¿piensas que vas a subir al Cielo a recibir la recompensa?

—No lo pienso, lo sé; tan cierto estoy de ello, que no tengo la menor duda.

Esta convicción tan firme debió de parecer extraña al prefecto, si compartía la duda de Marco Aurelio sobre la persistencia del alma después de la muerte. Pero tampoco ahora quiso profundizar. Invitó a los reos a sacrificar, y, ante su negativa, dio orden de que los azotasen y los degollasen. «Es nuestro mayor deseo—declaró Justino—sufrir a causa de nuestro Señor Jesucristo y ser salvos.» Estas fueron sus últimas palabras.

Una muerte generosa coronaba aquella vida nobilísima. Todo reclama nuestra simpatía en esta gran figura: el amigo de la verdad, el peregrino de la ciencia, el maestro, el apologista, el mártir. La transparencia de su alma ardiente y leal, se encuentra rara vez en la Historia. ¡Con qué emoción leemos al principio de su defensa de los cristianos perseguidos estas sencillas palabras: Justino, hijo de Prisco, uno de entre ellos. El historiador se detiene con admiración ante él al verle preocupado por vez primera de la gran cuestión de las relaciones entre la filosofía y la fe, el problema que la escuela de Alejandría examinará con más método y más amplitud, siguiendo sus pasos. En la filosofía y en la fe tiene su fuente la vida moral de Justino; y puede decirse que él ha acertado a conciliarlas, puesto que ha vivido de ambas, y no hubiera podido vivir sacrificando la una enteramente en provecho de la otra. Aquel admirable esfuerzo sintético no estuvo exento de inexactitudes y hasta de errores, pero no podía ser de otro modo en un explorador que iba a ejercer influencia inmensa sobre sus contemporáneos. Si el filósofo se nos presenta a veces vacilante al trasladar al Evangelio los trofeos de sus imágenes platónicas, nuestro espíritu se inclina respetuoso ante el testigo de la fe de la Iglesia primitiva, ante el heraldo de la tradición apostólica; ante el mensajero ferviente de aquella aurora alegre e inmensa, que, como él decía, se inauguró en la tierra el día de la Encarnación.

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