jueves, 17 de mayo de 2012

SAN PASCUAL BAYLÓN

La escena es en las majadas de Torrehermosa, tierra de Sigüenza, junto a la raya de Aragón y de Castilla. Dos pastores al pie de una encina: el uno, sentado sobre un arbusto; el otro, en pie, con el pecho inclinado sobre la cachava. El primero, descalzo, con la crespa melena al aire; el segundo, con gastadas polainas y montera negra de piel de cordero; ambos, jóvenes, como de veinte años, tostados por el sol, curtidos por el hielo, con el color sano y fresco que dan los aires puros de los altos.

—¿Qué discutías el otro día con el rabadán?—preguntó el que estaba de pie a su compañero.

—Chico—respondió éste—, no recuerdo haber tenido discusión ninguna con él.

—Pues yo advertí que te hablaba desabrido; y hasta oí algunas palabras: necio, cobarde... Era allá abajo, junto a la viña de la fuente.

—¡Ah, sí! Figúrate; se empeñaba que entrase yo en la viña y que sacase unos cuantos racimos para ambos. Naturalmente, le dije que no quería robar; entró luego él y me ofreció una parte de lo que traía, pero rehusé aceptarlo. Entonces es cuando se puso de mal humor.

—Siempre he pensado, Pascual, que eres demasiado escrupuloso. Por el camino que llevas nunca llegarás a tener un cuarto: que una cabra se te mete en un trigo, a decírselo tú mismo al alcalde para que te eche la multa; que el lobo te lleva un cordero, al amo llorando con la noticia; y luego, si por acaso tienes dos maravedises, se los das a esos vagabundos viciosos y holgazanes que pasan por los caminos. ¿Qué importancia puede tener el coger un racimo de una viña? ¡Es tan poca cosa!

—Es poca cosa, cierto; pero muchos pocos hacen un mucho, y pueden llevarle a uno al infierno.

—¡Vamos! No nos asustes, hombre—replicó el camarada—, Si tú te vas al infierno, el Cielo está seguramente cerrado a cal y canto: te pasas el día rezando, nunca dices un juramento, nunca reniegas, ni con esas cabras imposibles, que parecen de la piel del diablo. Tú no pecas nunca.

—Mira—dijo Pascual, enseñando a su compañero una cuerda de juncos marinos llena de nudos.

—¿Y qué es eso? Siempre te veo con esas cuerdas al cuello o en la mano, y, francamente, no comprendo para qué las quieres.

—Pues, mira; ésta me sirve de rosario. Esta otra,.., no sé cómo decirte. Como tengo mala memoria, con la una cuento mis oraciones y con la otra mis pecados.

—¿Tú, pecados? Pero ¿cómo pecas tú?

—¿Qué cómo peco? Pisando esta tierra, hablando, mirando, pensando, descuidando la obligación. Es mala, muy mala, esta vida de pastor.

—Lo mismo digo yo: sufre los fríos, los calores, los regaños del amo, los peligros de las tormentas; y siempre en estos campos de Dios, sin gozar de las fiestas, sin saber lo que dice la gente, sin más que ganas de tumbarse a dormir cuando uno llega a casa.

—Todo eso importa poco, amigo; lo peor es que no se puede ir a misa cuando se quiere; que se vive como un pagano; que por cualquier descuido podemos hacer mucho daño a los prójimos. Las cabras, sobre todo, me causan muchos sinsabores. El otro día me pidió mi madre que llevase en mi rebaño las cabras de la vecina, y le dije que me pidiese cualquier cosa, pero que me librase de semejante tormento.

—Siempre lo mismo, Pascual; de esa manera no se puede vivir.

—Así pienso yo; y te voy a decir un secreto, amigo Juan Aparicio; porque tú eres bueno y quiero despedirme de tí.

—¿Qué? ¿Te vas a hacer fraile?

—Has acertado.

—Te irás a Santa María de Huerta, ya que está cerca de aquí, y casi todos en Torrehermosa somos colonos del monasterio.

—No me gusta; me parecen demasiado ricos los bernardos de Santa María. Mi hermana, la que tengo casada en el reino de Valencia, me ha hablado de unos franciscanos que hay allá, muy pobres y muy penitentes, que me parecen mejor para mi carácter. Además, y esto guárdalo bien adentro, hace unos días, en este mismo monte, se me presentaron un fraile y una monja que llevaban el hábito de San Francisco; me sonrieron muy amables y luego desaparecieron. Es la voz de Dios, que me llama, amigo Juan.

—Yo siempre he pensado que tú estás hecho mejor para un convento que para guardar ovejas; y las penitencias de los frailes descalzos creo que no te pueden asustar. ¡Si eres ya más penitente que ellos! Andas siempre descalzo y sin gorra, sufriendo los fríos de la sierra, que son peores que los del convento, corriendo detrás de las cabras, cosa más dura que mendigar de puerta en puerta. Yo, chico, creo que haces bien; pero no te olvides allá de los pobres pecadores que aquí quedamos.

Así fue, poco más o menos, el diálogo de los dos pastores, reconstruido con los datos que nos conservan en sus biografías dos franciscanos que conocieron al hermano Pascual: Juan Jiménez y Cristóbal de Anta. Juan Aparicio tenía razón: más que para pastor, Pascual estaba hecho para fraile. Sin embargo, durante más de diez años fue el pastor ideal: respetuoso con el amo, cuidadoso con la hacienda y dulce con el ganado, hasta el extremo de no pegar nunca a las ovejas. Al principio, los largos días del páramo inmenso se le hacían interminables; pero no tardó en aprender el lenguaje de la soledad, en el cual distinguía la voz de Dios, de la Virgen y de los santos. En lo más alto de Torrehermosa había una ermita, que se llamaba Nuestra Señora de la Sierra. Siempre que podía, Pascual llevaba hacia allí sus ovejas, miraba por la ventana con ojos de enamorado y tenía largos coloquios con la Señora. Cuando la obligación le llevaba por otros parajes, sus ojos se volvían con frecuencia hacia el otero de la Virgen, y muchas veces descolgaba del cuello su rosario de cuerdas y caía de rodillas rezando avemarias. La Virgen de la Sierra era su compañera en aquellas soledades. «Santa María me valga», solía gritar cuando los animalitos le hacían alguna de las suyas. Llevábala esculpida en su cayado, y, cuando dormía, abrazaba el cayado fuertemente para que su Virgen no se apartase un momento de su lado. En aquel cayado había ido grabando con la punta de la navaja otras muchas figuras. Estaban, ante todo, la cruz y la custodia, a semejanza de otra de plata que él había visto en la iglesia, y no faltaba tampoco el abecedario. Mientras las ovejas sesteaban en los mediodías de verano acurrucadas a la sombra de los pinos, él aprendía las letras y las escribía en la corteza de los árboles. Esto, desde que tenía diez años. Cuando aprendió a leer, empezó a meter en su zurrón un libro de piedad, algún tratado del P. Granada y otro de rezo, el Oficio Parvo. De su cinturón de esparto colgaba siempre un tintero de hueso con su pluma de cigüeña.

Pocos días después de aquella conversación que tuvo bajo la encina con su amigo Juan Aparicio, Pascual, con su manta al hombro y en la mano el bordón, del cual pendía la calabaza llena de agua, salió de Torrehermosa y se dirigió hacia el reino de Valencia. Mendigando el pan y durmiendo al raso, llegó a Montfort, donde estaba el convento franciscano de que le había hablado su hermana. Se llamaba Nuestra Señora de Loreto. Llegó hasta la portería, y a punto estuvo de tocar la campanilla; pero se vio tan pobre, tan sucio, tan inútil, tan despreciable, que al fin no se atrevió a tirar de la soga. Volvióse triste, y nuevamente empezó a apacentar rebaños en los campos cercanos al convento. Cuatro años más de espera, y su pensamiento iba siempre hacia la pobre casa de los Hermanos Menores, y su corazón temblaba cuando les veía pasar, y casi se volvió loco cuando el aire llevaba hasta él los ecos del campanillo de la espadaña conventual. Pero él, que era un pastor casi bachiller y que será más tarde un lego teólogo, se consolaba pensando que también Jacob había servido catorce años por la belleza de Raquel. ¡Catorce años! Los mismos que él había corrido tras el ganado, a semejanza de los pastores bíblicos.

Iba a cumplir veinticinco cuando los franciscanos de Loreto le dieron el hábito de la Orden. Desde entonces empezó a ser llamado «el santo». Su único vestido era una túnica, y bajo la túnica un cilicio atado con una cadena; su lecho, la tierra; su comida, hierbas, pan y agua. No obstante, trabajaba animosamente. Al volver de mendigar por los pueblos levantinos—Elche, Novelda, Aspe, Játiva, Alicante—, llegaba con frecuencia al convento con una carga que hubiera hecho tambalearse a un jumento. Trabajó en todos los oficios: fue portero, hortelano, cocinero y refitolero. Uno de sus mayores deleites era recoger las sobras de la comida para distribuirlas a los pobres. «Recemos, hermanos», les decía al llegar con la caldera humeante, y todos caían de rodillas. Después, mientras daba a cada uno su ración, tenía para todos una sonrisa, una palabra buena y a veces un largo sermón. En el refectorio siempre se reservaba la peor parte; la mejor guardábala para los guardianes, los predicadores y los enfermos. Lo mismo cavando, que cociendo las berzas o cortando el pan, siempre rezaba, meditaba o repetía bellas jaculatorias. «¡Oh luz sin mancha!—decía, recordando la comunión de la mañana—, ¿qué delicias puedes encontrar en un hombrecillo como yo? ¿Por qué has querido entrar en mi pecho y hacer de él un templo de tu majestad?» Cuando había puesto en orden los platos y colocado el pan en su sitio y llenado las botellas, caía de rodillas en el refectorio y rezaba, rezaba largo rato, hasta que se levantaba agitado por ímpetus misteriosos, que le hacían correr y dar voces inarticuladas. A veces, su alegría era tal, que empezaba a bailar, presa de su delirio místico, delante de una imagen de la Virgen que había en la entrada del comedor. Algunos pudieron creer que por eso se le ha llamado Baylón, y yo lo creí en otro tiempo, cuando no sabía más que este rasgo de toda su vida; pero después he averiguado que se llamó Baylón porque era hijo de Martín Baylón, pobre colono de Torrehermosa, y que se llamó Pascual porque nació un día de Pascua florida. Pero estos dos nombres eran un presagio, porque este humilde lego fue acaso el hombre más feliz de su tiempo. Sus labios sonreían siempre; en sus ojos parecía brillar una luz ultraterrena.

Era ciertamente, admirable aquella vida dulce, ingenua, seráfica; pero no dejaba de tener sus inconvenientes para la disciplina conventual. Cuando Pascual bailaba delante de la estatua de la Virgen, la Virgen le pagaba el obsequio con una sonrisa; pero, entre los frailes, unos soltaban la carcajada, y otros, los más observantes, dejaban escapar severos gestos de reproche; cuando Pascual dejaba a secar en el claustro su túnica remendada con trapos de todos los colores, que él había encontrado por las calles o en los estercoleros, los ángeles bajaban probablemente a admirarla y venerarla; pero el guardián se ponía serio y mandaba retirar de allí la preciosa colgadura; cuando Pascual daba a los pobres todo lo que había en casa, hasta el último pedazo de pan que había en el cesto, hasta los puerros y las coles de la huerta, sentía que en el fondo de su ser alguien le decía dulcemente: «Al que me diere un vaso de agua, yo le daré el reino de los Cielos»; pero el Padre procurador se oponía irritado a aquellas divinas locuras. De portero, sobre todo, era comprometedor. Llegaba a una habitación:

—Padre ministro, en la portería le aguarda un señor.

—Diga que no estoy.

—Entonces, vuestra reverencia tendrá que marcharse.

—Diga, sencillamente, que no estoy.

—Pero si vuestra reverencia está, no lo podré decir. Diré, si le place, que no puede bajar.

Después ve unas manzanas en la mesa del Padre ministro.

—Y eso?—pregunta.

—Ha de saber, Hermano, que no las tengo para comerlas, sino para que dejen un poco de aroma en la habitación.

—Pues mire, Padre—replica el portero—; yo creo que el religioso que guarda en su celda cosas de comer, difícilmente alcanzará el espíritu de perfección.

Por lo demás, el Hermano Pascual era tan compasivo y bondadoso, que jamás andaba con cicaterías en el refectorio: al contrario, cuando salía dejaba disimuladamente abierta la puerta para que pudiesen entrar los que necesitaban comer alguna cosa y tenían vergüenza de pedir la llave. Era, además, dócil, humilde, obediente. Sucedía a veces que los arrebatos místicos le sorprendían en la cocina, y entonces empezaba a gritar y a saltar por encima de los cazos, las bandejas y los peroles. Cuatro hombres eran incapaces de sujetarlo, pero llegaba el guardián y le bastaba decir: «Hermano Pascual, estése quieto vuestra merced», para que el cocinero cayese en tierra como muerto. Un día recibió en el capítulo una dura reprensión:

—Veo—le decía el superior—que anda vuestra merced con demasiada confianza, como si tuviese un tesoro entre las manos; cuide mucho, hermano, porque el oro se convierte fácilmente en barro.

Pascual oía, de rodillas, con la cabeza inclinada, el corazón y la frente llenos de alegría; y cuando algo después se presentó un Hermano a consolarle, díjole él:

—¿Por qué me habláis así?

—Por la filípica de esta mañana—respondió el otro.

—Pues habéis de saber, Hermano—repuso Pascual—, que cuando hablaba el prior me parecía estar escuchando al Espíritu Santo.

A pesar de todo, los conventos de España se disputaban la presencia del humilde lego. Pasó por Valencia, Elche, Játiva, Loreto, Villena, Almansa y Jerez. En Jerez le conoció el reverendo Padre predicador Juan Jiménez, que fue su biógrafo. « ¡ Dios santo, cómo venía! —exclama—. Vile entrar en la iglesia, mientras decíamos la misa mayor, descalzo, polvoriento, sin capa, con sólo una túnica vil, andrajosa y estrecha, que parecía un saco. El pobre más miserable no lleva un vestido peor. Después de tomar agua bendita, se arrodilló junto al púlpito, besó la tierra, juntó las manos y las levantó a la altura de su cabeza, y así permaneció inmóvil hasta que un fraile salió en su busca.» Así viajaba siempre. Recorrió miles de leguas, sufriendo el hambre y la sed, comiendo un poco de pan cuando se lo daban por amor de Dios. Aquella túnica remendada, donde, igual que en el barco de Teseo, era imposible descubrir la materia primitiva, fue el asombro de los campos castellanos y andaluces, de las llanuras de Francia y de las calles de París. Hasta París llegó el antiguo pastorcillo de Torrehermosa, sembrando el camino de maravillas y de heroísmos. Era preciso llevar una carta del provincial de Aragón al general de la Orden. El momento era difícil: España, en guerra con Francia; los hugonotes, envalentonados; la herejía, triunfante. La muerte parecía segura. No obstante, Pascual se puso en camino, y, caminando de pueblo en pueblo, llegó al otro lado de los Pirineos. Entonces empezaron las aventuras: aquí le rodeaban los muchachos, arrojándole piedras e inmundicias; allí le encerraban en un establo, poniéndole a las puertas de la muerte; más allá, los heréticos le molían a palos y le cubrían de injurias, o bien le tomaban por un espía digno de la horca. él, unas veces, callaba, otras discutía y siempre sonreía. Al fin entró en la capital de Francia, y, cumplida su misión, se lanzó de nuevo a los azares de la peregrinación. Llegó a su tierra casi por milagro; pero estaba inconsolable. En una ciudad dominada por los herejes, un hombre se había acercado a él, y poniéndole la punta del puñal en el pecho, le había preguntado:

—¿Dónde está Dios?

—En el Cielo—contestó Pascual sencillamente. Y ahora decía sollozando: «¡Triste de mí! He dejado de confesar la fe; no soy mártir de la Eucaristía por mi olvido, por mi negligencia, por mi cobardía. Debiera haber dicho que Dios estaba en el Santísimo Sacramento.»

El Santísimo Sacramento fue siempre su devoción favorita. Antes de saber hablar, su mayor alegría era permanecer arrodillado delante del Sagrario; siendo fraile, nada le contentaba como ayudar a misa; y la misa fue su último pensamiento en este mundo. Era el día de Pentecostés. Pascual, ya en su lecho de muerte, preguntó al Hermano que le asistía:

—¿Han dado ya el signo para la misa mayor?

—Sí—le respondieron, y su rostro se inundó de alegría. Después debió de ver algo siniestro, pues, cogiendo el rosario, empezó a clamar: «¡Jesús, Jesús!», a santiguarse y a pedir que le rociaran con agua bendita; al poco rato, cuando la campana señalaba el momento de la elevación, recobrada ya la calma, expiró.

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