miércoles, 22 de febrero de 2012

Homilía



La Iglesia inicia la Cuaresma con una muy antigua llamada profética a la conversión.
La conversión supone para los profetas un cambio vital que se desarrolla como un proceso, como un camino.
Cuando uno se extravía en el camino debe regresar a él para no perderse entre las marañas de la vida.

Necesitamos regresar a Dios, reorientar nuestra vida hacia el Señor, hacia su persona, hacia un encuentro profundo y sincero con él.
Esto no quiere decir que cambiemos nuestro modo de pensar o de actuar, pues lo que importa no es tanto la doctrina (pasar de una errónea a otra correcta), o de volver a costumbres religiosas abandonadas o a una moralidad caída en el olvido, sino nuestra vinculación con Dios.

Según el profeta Joel, la trampa en la que numerosa veces cayó el pueblo de Israel- también La Iglesia de nuestro tiempo- fue confundir esta conversión con el ejercicio de prácticas piadosas que no transforman el corazón humano. Sería como un fraude o un acto de hipocresía.

“Rasgad los corazones, no las vestiduras” quiere decir que siempre importa más el fondo que las formas.
Lo más decisivo para que el proceso de conversión dé su fruto es orientar bien las prácticas que lo constituyen. Y esto sólo se logra si el norte que lo guía es el encuentro auténtico con el verdadero Dios, que es “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”.

La conversión ha de ser personal, que no es lo mismo que individualista. Todo proceso de conversión tiene siempre una dimensión comunitaria. Como el Israel bíblico, la Iglesia es un pueblo formado no por la suma de muchas individualidades, sino por su comunión. Es impensable una conversión sincera que no tenga esta doble dimensión personal y comunitaria.


Limosna, ayuno y oración son como un trípode donde se asienta la vida cristiana en relación con los demás (limosna), consigo mismo (ayuno) y con Dios (oración).
El relativismo moral, el materialismo o el hedonismo, desarrollados en nuestra sociedad al abrigo de la llamada “ideología de género”, han provocado un grave deterioro en algunas de estas prácticas piadosas que no dejan de ser por ello sustanciales en todo seguidor de Jesús.


La limosna, según S. Mateo, es malentendida si atiende más a la mano que da que al hermano que recibe. Por eso la instrucción de Jesús orienta en la correcta dirección.
Tras la limosna está la relación con los demás, especialmente con los pobres.
La limosna se queda corta sin el ejercicio real de la solidaridad y la fraternidad, la búsqueda de una sociedad más justa, de un mundo con dignidad para todos, de unas leyes que potencien a los más desfavorecidos.


Del mismo modo, el ayuno se pervierte si queda en mera práctica externa, en las apariencias. Por el ayuno podemos percibir el ejercicio que lleva a la búsqueda de la autenticidad en uno mismo. Es el ejercicio del desnudarse de lo superficial que camufla y disimula, para situarse en lo verdadero de la propia existencia, de lo que uno es y para lo que uno vive.
Lo que propone realmente el ayuno, por tanto, es la búsqueda de los esencial, lo auténtico, lo verdadero en que cimentar la propia vida.


Y, en el centro, está la oración, nuestra relación con Dios, que pasa por la intimidad personal más que por los rezos y la rutina, por la calidad de la oración más que por la cantidad.
La invocación a Dios desde la paternidad (Padre nuestro), no individual, sino colectiva, remite a la fraternidad de los hermanos.
La oración que introduce al que la pronuncia a entrar en la sintonía con los deseos de Dios, su voluntad. Y bastarse con lo elemental, el pan de cada día, para que nada distraiga de la centralidad del deseo: venga tu reino.

“El deseo de conversión y el anuncio del perdón de Dios tienen su expresión eclesial en la frecuente recepción del sacramento de la Reconciliación, fuente indispensable de curación y crecimiento. La tradición marista ha puesto el acento sobre la conversión del corazón mediante la mortificación interior y exterior practicada con generosidad y prudencia. La actitud penitencial, enraizada en la conciencia de la propia condición pecadora, se expresa además, en la aceptación gozosa, a ejemplo de Jesús y de María, de la pruebas, dificultades y privaciones inherentes a la vida misma” (Const. 122)

1.- Haciendo un diagnóstico sobre mi vida religiosa y cristiana: ¿Qué “males”
están presentes en mí (o en nosotros) que me apartan del verdadero camino
hacia la Pascua?

2.- ¿Qué remedios necesito (o necesitamos) para “curar mi enfermedad”?

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