domingo, 19 de febrero de 2012

Homilía



Abundan en nuestra vida los roces con las personas con las que nos relacionamos, que son inherentes a nuestra condición pecadora. Ofendemos a menudo con nuestro lenguaje despiadado, con nuestros gestos, con nuestras acciones descalificantes, negando el saludo debido, “pasando” de la persona... La lista puede ser interminable.
En ocasiones se interfieren la difamación y la calumnia, originando heridas profundas que, mientras duran, crean barreras infranqueables y siembran de odio, resentimiento y venganza la antigua relación de mutua pertenencia.
Vivir de esta manera quita la paz. ¡Y cuántas personas llevan dentro este pesar que carcome su mente y su corazón sin que lo cure el paso del tiempo! ¡Cuántas familias desunidas y enfrentadas por desavenencias económicas, políticas, religiosas o sociales!
Lo más fácil es escudarse en el agravio recibido para dejar pudrirse el problema.
Debemos solucionarlo. ¿Cómo?- Ejercitando la humildad y pidiendo perdón, aunque el primer ofendido sea yo mismo.
El odio, la terquedad para no perdonar, son como canales que interrumpen el flujo normal del agua, rebasan la capacidad del recipiente y terminan anegando alrededor todo el tejido de la comunicación humana. A esto lo llamamos pecado, que no es otra cosa que la negación misma del amor para el que hemos sido creados, el corte del flujo de la gracia que vitaliza nuestro espíritu.


Necesitamos sentir cercano el perdón de la persona agraviada y facilitar por nuestra parte el camino cuando somos nosotros los ofendidos.
Cuando uno se encuentra enfermo acude inmediatamente al médico, y procura seguir el tratamiento para recuperar cuanto antes la salud.
También las enfermedades del alma necesitan un tratamiento adecuado, aunque en este caso nosotros mismos somos los médicos, porque, así como sembramos con nuestras actitudes cimientos de rechazo y odio, de la misma manera podemos restañar las heridas que hemos ocasionado mediante un perdón sincero y sentido.
La reconciliación es una de las propuestas evangélicas más útiles para recuperar la amistad perdida y la propia dignidad. Está a la base del perdón y la necesitamos.


El paralítico y los cuatro camilleros que lo llevan hasta Jesús, representan a la humanidad pecadora que desea y necesita la salvación integral.
Desde esta perspectiva, el perdón rompe la espiral de ofensa y venganza, y permite empezar de nuevo.
“¿Cómo voy a perdonar después de lo que me ha hecho? ¿Qué dirán los vecinos?”- dicen algunos.
Pero, si se cede, abrimos el camino a la regeneración, a enmendar la propia vida y a reconstruir nuestra historia.
El pecado representa al pasado injusto con el que hay que romper. Perdonar, por tanto, significa borrar el pasado de injusticia y empezar de nuevo.
Es lo que hace Jesús con el paralítico al invitarle a dejar su camilla- figura del pasado que le tenía esclavizado- y andar.


El oscurecimiento de la conciencia religiosa en Occidente ha debilitado el sentido de pecado y aumentado la “irresponsabilidad colectiva” Nadie se siente responsable ni culpable de nada. El perdón es visto como un planteamiento arbitrario, ingenuo e inoperante y se da más importancia al ejercicio de la justicia que a la gratuidad; a la venganza y el odio que a la misericordia; a la agresividad, la violencia y la mentira que a la paz y la verdad. Para botón de muestra, conectemos la tv y veamos qué programas arrastran mayor número de espectadores. Aunque se llamen” telebasura” surten el mercado de numerosas revistas que alimentan el morbo de los “famosos,” promocionados por sus escándalos. Eso, vende.
Todo está contaminado.

Sin embargo, hemos de reconocer que los conflictos humanos sólo se resuelven cuando, más allá de la justicia, entran en escena el perdón y la reconciliación. Perdón, eso sí, como hacía Jesús, para el pecador, pero el pecado hay que erradicarlo y combatirlo con la fuerza de la ley para que el opresor no sea reincidente y cause mayores daños a las víctimas. Esta es una tarea harto difícil, especialmente cuando se plantea dentro del entramado terrorista y de los fanatismos agresivos e intolerantes.

Los que mantienen situaciones que generan sufrimiento injusto y muerte son enemigos de todos. Por eso la única forma de amar a todos es comprometerse a derribar el sistema que crea enemigos y negar cualquier apoyo a los violentos. Así lo hacía Jesús.
Nunca se dejó llevar por el rencor y terminó perdonando a sus verdugos, pero siempre denunció a los injustos y maltratadores.

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