domingo, 29 de enero de 2012

Homilía



En la lectura de Dt.18, 15-20, que hoy proclamamos, como en otros pasajes de la Biblia, vemos cómo Dios toma la iniciativa en la relación con su Pueblo y llama a determinadas personas, para ser sus guías y hablar en su nombre.
Lo hace con Moisés y establece un plan sobre su vida liberándolo de sus viejas ataduras para encaminar sus pasos como futuro caudillo de su Pueblo.
Llama a Elías, a Isaías, a Jeremías, a Samuel... En todos los casos se repite casi la misma expresión: “no tengas miedo, pondré mis palabras en tu boca”.
El A.T. nos muestra con frecuencia la comunicación existente entre Dios y su Pueblo hasta llegada la plenitud de los tiempos (EEB.1, 2) con la encarnación del Verbo, el Hijo de Dios, en las entrañas de la Virgen María.
El es la Palabra, el Hijo amado a quien debemos escuchar (Lc.9, 35).

Escuchar a Jesús nos lleva también a descubrir el plan de Dios sobre nuestra vida, que se nos suele revelar por medio de otras personas, amigos, padres, acontecimientos, la naturaleza, la creación, pero sobre todo por la Sagrada Escritura.


El Papa Benedicto XVI le respondía así a un seminarista que preguntaba (17-02-07) sobre cómo escuchar a Dios:
“Es importante leer la Sagrada Escritura, por una parte, de modo muy personal, como dice San Pablo, no como palabra de un hombre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio, sino como una palabra de Dios, siempre actual, que habla conmigo. Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la palabra viva de Dios, convierte la lectura en una conversación con Dios”.

“Llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra- decía San Agustín-. Hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía”

Escuchar a Dios nos ayuda a escuchar a los demás, de la misma manera que escuchar a los demás facilita nuestra escucha a Dios. Hay una mutua dependencia.

Estamos en la era de las comunicaciones a través de la radio, la tv, las cadenas musicales y medios de todo tipo. Percibimos sonidos por doquier. Sin embargo: ¿escuchamos de verdad?
En esta vorágine de ruidos, que marcan el devenir diario por la ciudad, impera la confusión y el desconcierto; buena parte de la gente no se siente escuchada ni en el trabajo, ni en la calle, ni en su casa con su familia.

Para escuchar es necesario mantener la mente despierta y el corazón abierto hacia lo que la persona me va diciendo, procurando alcanzar su problema, identificarme con ella y vencer juntos su soledad.
La buena escucha apunta al corazón y convierte la palabra en viva y eficaz.


La gente que sigue a Jesús se asombra de las palabras que salen de su boca, acostumbrada como está a escuchar a escribas y fariseos. Estos, buenos conocedores de la Torá- la Ley y los Profetas- hablan y repiten sobre los conocimientos adquiridos.
Son fríos, calculadores; no se mezclan con la plebe, porque tienen claro sus “status” social de rabinos. Se extrañarán y escandalizarán cuando vean a Jesús hablar con una prostituta.
En cambio, Jesús habla desde su experiencia personal con el Padre; conoce el “alma” del pueblo y comparte sus problemas. Sus palabras llegan al corazón.

Por eso, los pobres, las viudas, los niños, los marginados de todo tipo, los llamados impuros, ven en El la recuperación de su propia dignidad y una esperanza liberadora, acostumbrados como están a ser explotados, despreciados y humillados.

Jesús no impone nada; tan sólo propone a sus oyentes caminar con El para crear el Reino de Dios, donde todos encuentren hallen para vivir y para encontrarse definitivamente con nuestro Padre del cielo, que nos ama.
Para los más perfectos, los que pretenden identificarse con El en el seguimiento, Jesús propone negarse primero a sí mismo y abrazar la cruz.


A lo largo del evangelio según San Marcos, cuya lectura continua proclamamos este año litúrgico, se suceden numerosos episodios donde aparece Jesús expulsando demonios. Es una reafirmación de Jesús como el Hijo de Dios, que vence al mal, personificado en ellos.
El evangelio habla de endemoniados, no de endiablados.

Los judíos hacían clara distinción entre el Diablo, el Tentador, y los demonios.
Llamaban endemoniadas a todas las personas con enfermedades mentales (epilépticos, locos...) y de otro tipo, como la lepra. Cualquier enfermedad era atribuible a un mal. Propio o de sus antepasados familiares.
También los trasgresores de la Ley eran declarados impuros, endemoniados, por el simple hecho de haber entrado en contacto con cerdos o no lavarse las manos antes de comer.
Había tal cantidad de leyes que mucha gente se sugestionaba y vivía perpetuamente en tensión por miedo a la impureza legal.
Resultaba fácil, y a veces rentable, colocarle a uno la etiqueta de pecador para mancillar su imagen y provocar sobre él o ella la desgracia pública. Lo intentaron con el mismo Jesús para desacreditarle, pero El hizo valer su autoridad para declarar los límites entre lo impuro y lo impuro. La enfermedad, los alimentos, las normas externas prescritas por la Ley... no hacen impuro al hombre, sino el mal que nace del interior: malos pensamientos, adulterios, homicidios, avaricias... (Mc.7, 21-23)


Como cristianos nos hemos identificado, a través del Bautismo, con Cristo para luchar contra la injusticia y el pecado.
Y, el pecado está presente en el mundo en forma de guerras, explotación, esclavitud, drogas, terrorismo, violencia del género... y lacras sin fin que condicionan nuestra convivencia.

No podemos combatir el mal con nuestras solas fuerzas, pero sí con la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. La lucha será sin cuartel hasta el final de nuestra vida. Entonces, asociados a su Muerte y Resurrección, habremos vencido definitivamente.

Mientras tanto, debemos seguir dando testimonio de su presencia salvadora con frutos de buenos obras, imitando su ejemplo.

En conclusión, podríamos hacernos estas preguntas para meditar sobre la Palabra que hoy hemos escuchado:
¿Personas que le suplantan?

¿En qué forma y hasta qué punto estoy implicado, como cristiano que soy, en la lucha contra el mal?

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