sábado, 12 de noviembre de 2011

Lecturas



Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó, como paladín inexorable, desde el trono real de los cielos al país condenado; llevaba la espada afilada de tu orden terminante; se detuvo y lo llenó todo de muerte; pisaba la tierra y tocaba el cielo.
Porque la creación entera, cumpliendo tus órdenes, cambió radicalmente de naturaleza, para guardar incólumes a tus hijos.
Se vio la nube dando sombra al campamento, la tierra firme emergiendo donde había antes agua, el mar Rojo convertido en camino practicable y el violento oleaje hecho una vega verde; por allí pasaron, en formación compacta, los que iban protegidos por tu mano, presenciando prodigios asombrosos. Retozaban como potros y triscaban como corderos, alabándote a ti, Señor, su libertador.



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
-«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad habla una viuda que solía ir a decirle:
“Hazme justicia frente a mi adversario.”
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo:
“Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, corno esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara. “»
Y el Señor añadió:
-«Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿O les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. ¿Pero, cuando venga el Hijo del hombre, encontrará esta fe en la tierra?»


Palabra del Señor.

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