domingo, 23 de octubre de 2011

Homilías


Leyenda.

Cuenta la leyenda que un anacoreta, empeñado en llegar al pleno conocimiento de Dios, decidió seguir los más avanzados procedimientos de la escuela del ascetismo. Se sacrificó, mortificó e hizo largas oraciones durante muchos años. El resto de los monjes le respetaban teniéndolo por un santo, pedían sus consejos y se guiaban por sus actitudes. Pero no era feliz, porque su continua búsqueda tropezaba siempre con la monotonía del silencio y el vacío.
Cierto día le dijeron que Dios moraba en lo alto de una montaña cercana al monasterio y le recibiría gustoso. Y allá se fue. Gorjeaban los pájaros y una brisa fresca con perfume de flores sacudía su rostro. Respiró de satisfacción `pensando en lo sublime que sería estar en la presencia de Dios.
Mientras ascendía, un terremoto sacudió la falda de la montaña, derribando casas y árboles.
Oyó gritos de auxilio entre una nube de polvo y sintió miedo. No podía perder tiempo y la oportunidad de llegar a la cima antes de anochecer. Siguió su lento caminar por la pendiente surcando varias poblaciones. De nuevo un estruendo paralizó sus pies al contemplar el panorama dantesco de edificios destruidos por la metralla. La gente lloraba y gritaba exasperada pidiendo ayuda. ¡Cómo iba él a detenerse cuando tan cerca tenía su objetivo!
Por fin, una aureola de luz inundó toda la cumbre. “Será Dios que me aguarda”- se dijo- al tiempo que aceleraba el paso- “mis sacrificios tendrán recompensa.”
Una puerta grande se abrió, apareciendo un hombre en el umbral.
“¿Vive aquí Dios?”- preguntó emocionado, nervioso e inquieto
- Por supuesto, añadió el portero, pero ha tenido que ausentarse, porque le reclamaban para ayudar a las víctimas de un terremoto y un acto terrorista.

Nuestra vida a menudo se pierde, como la del monje, en la cotidianidad de actos mecánicos, de fórmulas aprendidas de memoria para ganar la salvación, pero sin encarnarnos realmente en relaciones de pertenencia, que nos piden mayor dedicación a los demás.

El amor, lo único eternizable de la vida.

Amar es salir de sí mismo y adentrarse en la gratuidad de la entrega, que rompe las barreras de turbios intereses o el atractivo de los cuerpos.
Una civilización basada en el hedonismo poco sabe de la tenacidad de la voluntad y de la constancia en el esfuerzo para construir relaciones de amor.
No hay lazo más fuerte que el de la ternura, hecha compromiso y entrega y el amor asumido como deber que nunca se convertirá en una imposición o una carga pesada.
Nos es fácil así entender la felicidad de una madre robando tiempo al sueño y trabajando horas y horas para pagar la matrícula de su hijo y ofrecerle la oportunidad de estudiar o para atender al hijo paraplégico, postrado en cama y necesitado de todo.

Es el amor la fuerza que mueve el mundo, lo único verdaderamente eternizable..
Ibn Arabí, hispano-musulmán, nacido en Murcia en 1.165 y autor de obras de teología mística decía: “Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo, si su religión no era como la mía. Ahora mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas: es pradera de las gacelas y claustro de los monjes, templo de ídolos y Kaaba de peregrinos, Tablas de la Ley y pliegos del Corán. Porque profeso la religión del Amor y voy dondequiera que vaya su cabalgadura, pues el Amor es mi credo y mi fe”.

“El Amor es mi credo y mi fe”, frase que se parece bastante a la de Jesús en el evangelio de hoy: “Estos dos mandamientos- el amor a Dios y al prójimo- sostienen la ley y los profetas”. ( Mateo 22, 40).

Escuchar esto en nuestro mundo de hoy, cuando se hacen cada vez más palpables los conflictos y las intolerancias entre dos grandes civilizaciones como son el cristianismo y el Islam, no deja de ser una bocanada de aire fresco y un grito a la esperanza.
¿Cuándo escarmentaremos los hombres y seremos capaces de dar sentido a la vida y a las relaciones sociales? ¿Cuándo nos respetaremos?
“Quien no ama está muerto”, gritaba el apóstol San Juan, plenamente convencido de la gran verdad que anuncia el cristianismo, porque somos frutos del amor de Dios y hacia él tendemos desde su fuente hasta el encuentro definitivo con el Padre.

El Papa Juan Pablo II decía a los jóvenes en Toronto que edificaran la civilización del amor, el sueño más antiguo y el más nuevo, porque hay que renovarlo cada día. Sueño que alimentó la predicación de Jesús y que ha sido el paradigma de los grandes personajes de la historia que han dejado memoria agradecida en el corazón y nos han enseñado que la utopía de la fraternidad es posible por encima del odio y el juego de los intereses inconfensables de nuestro consumismo galopante. Luther King, Teresa de Calcuta... y los santos anónimos de cada día nos lo atestiguan.

Día del Domund.

En el mensaje del Domund de este vemos reflejada, una vez más, la necesidad y urgencia de anunciar el evangelio a todas las gentes.
La misión nace en el corazón misericordioso de Dios que, a través de su Hijo, “ quiere que todos los hombres se salvan y lleguen al conocimiento de la verdad”.
Los misioneros encarnan la misma misión de Jesús y son la avanzadilla más querida de la comunidad cristiana, que los envía por el mundo a evangelizar.

Por eso es tan importante valorar a las personas por lo que son y no por lo que tienen; cuidar las cosas porque son útiles, no porque sean más caras; apreciar lo que hacemos las personas para vivir mejor y, en especial, lo que podemos hacer para que esa vida mejor alcance a todos los habitantes de la tierra.

Encontrar a Dios en el prójimo es donde radica el misterio de la felicidad que buscamos y donde podemos llenar nuestras necesidades más profundas de amar y ser amados.
Con amor todas las cargas resultan livianas y posibles los proyectos, con amor todas las esperanzas se alimentan de futuro, las utopías aparecen al alcance de la mano y los anhelos del corazón se transforman en ser de eternidad.
El compendio de todas las leyes y de toda la sabiduría humana se resume en esta palabra
“AMAR”, que es entrega, es donación, es escucha atenta, es gratuidad, es sacrificio... LO ES TODO.

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